¡Alabaré, alabaré!

En nuestro segundo aniversario de Revista Café irlandés, presentamos el cuento «¡Alabaré, alabaré!» de Felipe A. García, autor salvadoreño que, en el 2017, hizo una primera publicación en el sitio con la crónica sobre Heavy Metal «Una procesión satánica».  

Maridaje recomendado: Cerveza

Por: Felipe A. García*

1

Tocaron a su puerta y Jorge no escuchó. Estaba tan emocionado que, sin querer, había subido el volumen de su estéreo poco más de la mitad. Lo único que escuchaba era la música “endiablada”, como le decía su papá cuando le ordenaba que la apagara, que había puesto para celebrar. Tenía mucho que festejar. Primero, lo más importante, era que finalmente se había independizado de sus padres mudándose a una pequeña casa en una colonia relativamente tranquila. Y segundo, quizás menos importante que lo anterior, y sin embargo igual de emocionante para él, la noticia de que Marduk, su banda de Black Metal favorita desde la adolescencia, ofrecería un concierto a mediados de año en la ciudad. La noticia lo entusiasmó tanto que, al nomás leerla, buscó el más reciente álbum de la agrupación en Spotify para familiarizarse con sus canciones y, si era posible, aunque sea con su pésima pronunciación, aprendérselas. Pero entonces escuchó el timbre de la casa sonar justo en el intervalo de una canción y otra. No pudo dejar de asustarse al escucharlo pues, a pesar de que una de las cosas que él esperaba ahora que vivía solo era escuchar su música sin que nadie lo molestara, sabía que debía respetar las normas de convivencia entre vecinos, donde se estipulaba que después de las diez de la noche debía bajar el volumen de la música para no molestar a nadie. Apagó el estéreo y se dirigió a la puerta a ver de quién se trataba. Era la policía. Le explicaron que habían recibido la queja de unos cuantos vecinos por la música, así que le suplicaban —o más bien le ordenaban— que por favor le bajara volumen. Jorge se disculpó inmediatamente con los agentes. Les aclaró que no fue su intención molestar a nadie. Ya había apagado la música y no tenían más de qué preocuparse. Antes de cerrarles la puerta, el agente le hizo de señas a Jorge para que este se aproximara a él y así susurrarle algo. “Aquí son gente de bien”, le dijo el policía. “No quieren malandrines”. Concluyó y se marchó. Aunque a Jorge no le quedó más remedio que sonreírle y garantizarle que se comportaría, por dentro aquel comentario del oficial le resultó fuera de lugar y hasta ofensivo para su persona. ¿A qué se refería con “malandrines”? Se preguntó. ¿A caso sólo por escuchar Metal estaba asumiendo que era un pandillero? Cerró la puerta y comenzó a limpiar los cadáveres de botellas de cerveza que se había tomado por la tarde. Era domingo y al día siguiente debía presentarse a trabajar. Lo mejor era acostarse pronto para no levantarse tarde ni desvelado. Miró al reloj y se sorprendió al ver que apenas eran las ocho de la noche. Todavía estaba temprano. “¿Y por qué putas me callaron?”, se preguntó al notar que faltaba mucho para la hora límite.  

2

Su turno terminaba al mediodía. Jorge trabajaba en el área de atención al cliente de una empresa de telefonía cuya sucursal quedaba en uno de los más grandes centros comerciales del país. Cuando salió de trabajar, aprovechando que las entradas del concierto las vendían en un quiosco dentro del mismo Mall, se apresuró a comprar los boletos para el concierto de Marduk. Él no acostumbraba a comprar localidades V.I.P. Él siempre se conformaba con las localidades más baratas porque decía que para disfrutar de un concierto no necesitaba estar en primera fila. Bastaba con echarse unas cervezas, ya sea sentado en el suelo o en la gradería, mientras la banda toca. Pero aquella ocasión haría una excepción solo por tratarse de Marduk. Era la única agrupación por la que sí estaba dispuesto a pagar todo el dinero que tuviera, aunque se quedara sin qué comer el resto del mes. 

Cuando regresó a su casa notó que él no era el único vecino nuevo dentro de la colonia. Un camión de mudanzas estaba estacionado frente a la casa de la esquina. Intentó saludar al propietario, pero este no respondió a su saludo por estar dando instrucciones a la gente de la mudanza sobre dónde debía poner cada mueble. A quien sí logró saludar fue a una señora de edad avanzada que, sentada en una silla de jardín en la cochera, vigilaba a su nieta mientras esta jugaba pelota con otro vecinito. Jorge saludó a la señora desde lejos, con la mano, para aplicar su política de buen vecino, pero la señora no correspondió a sus saludos. Sólo lo miró fijamente, con cara de fastidio, hasta que él entró a su casa. “Vieja empurrada”, pensó Jorge cuando ya estaba dentro. 

Encendió su computadora y, siendo todavía muy temprano, apenas las cuatro de la tarde, decidió poner música. Otra vez, así como el día anterior, buscó en Spotify el nuevo disco de Marduk y lo reprodujo. Ahora sí era un hecho que los iría a ver. Ahora sí, con mucha más razón, debía aprenderse sus canciones. Si bien era cierto que no era la primera vez que la banda se presentaba en la ciudad, sí sería la primera vez en que él los iría a ver. El primer concierto que ellos realizaron en el país, doce años atrás, Jorge todavía era menor de edad y sus padres no le permitieron ir. Pero ahora sí, siendo él ya todo un adulto independiente, podría cumplir su sueño de ir a ver a su banda favorita. 

No había terminado de oscurecer, eran las seis y media de la tarde, cuando volvieron a tocar el timbre de su casa. Jorge se asomó por la ventana de la sala y se encontró a la vieja empurrada. Forzó una sonrisa y de inmediato le abrió la puerta, como el buen vecino que quería ser. La vieja no le dio tiempo de saludarla cuando le exigió que apagara esa música satánica que estaba escuchando. “¡Está asustando a los niños!”, le gritó al mismo tiempo que señalaba a su nieta. Pero esta, haciendo caso omiso de lo gritaba su abuela, seguía jugando a la pelota con el vecinito. 

La actitud de la vieja empurrada molestó a Jorge. Pero él, quien tenía mucha paciencia con la gente, paciencia que adquirió trabajando en el área de atención al cliente, trató de disculparse con ella y garantizarle que le bajaría el volumen a la música. No sin antes recordarle que él, como residente de aquella colonia, tenía derecho a escuchar su música hasta las diez de la noche, siempre y cuando el volumen no fuera excesivo. Y teniendo en cuenta que mientras ellos dos discutían, la música seguía sonando y podían escucharse sin ningún problema ni necesidad de GRITAR —hizo un énfasis en la palabra para que la vieja empurrada se diera por aludida—, él consideraba que el volumen no era tan estridente. 

3

Al día siguiente conoció más vecinos. Pero su primera impresión de ellos fue igual de mala a la que tuvo con la vieja empurrada. Jorge trató de saludarlos pero ellos apenas y le correspondieron sus saludos haciendo muecas de molestia y hasta terror. Trató de no hacerles caso y fingir que nada ocurría. Al fin y al cabo él no tenía intenciones de ser amigo de ellos. Le bastaba con que nadie lo molestara.  Se metió a su carro y se fue a trabajar. 

Esa noche no se molestó en poner su música. No quería meterse en más problemas con la vieja empurrada. Menos ahora que vio que ninguno de sus vecinos se ganaría un premio por convivencia. Puso en su celular el disco de Marduk y lo escuchó un par de veces, a través de sus audífonos, hasta que le dio sueño y se fue a acostar. Antes de quedarse dormido, entre broma y en serio, se lamentó que de nada le sirvió independizarse y tener su propia casa, si aun no podía escuchar su música sin que alguien le ordenara apagarla. 

4

El miércoles por la noche no pudo dormir. A las nueve en punto, una hora antes de la permitida para escuchar música o realizar fiestas dentro de la colonia, una bocina comenzó a sonar a gran volumen para proyectar la voz del pastor evangélico que resultó ser el nuevo vecino. 

“¡ALABADO SEA EL SEÑOR!”, gritaba el hombre como si no fuera suficiente tener una bocina al máximo de volumen para que lo escucharan. Jorge se despertó de susto y lo primero que hizo fue correr la cortina de la ventana de su cuarto para mirar al exterior e investigar qué estaba ocurriendo. Se encontró con la poco agradable sorpresa de que el nuevo vecino, había montado una iglesia en la colonia. El pastor había convocado a un grupo de diez o doce personas, todas de apariencia humilde, quizás vendedores de mercado, pensó Jorge, que escuchaban su sermón con caras inexpresivas, mirando como idos al hombre de traje que gritaba que el Diablo está en todas partes.

Miró al reloj y vio que, en teoría, todavía estaban en su derecho de hacer todo el ruido que quisieran, aunque estaba seguro que en el reglamento de convivencia de la colonia había algún apartado que prohibía la apertura de negocios o iglesias. Cruzó los dedos y esperó a que a las diez en punto de la noche, aquel culto finalizara y todos se callaran. No pudo dormir mientras tanto. La bulla era muy desconsiderada por parte de los miembros de esa iglesia, si se tenía en cuenta que era miércoles y al día siguiente el resto de vecinos debía ir a trabajar o a estudiar. Mientras esperaba con ansias que fueran las diez, no pudo dejar de preguntarse con recelo el por qué la vieja empurrada o cualquier otro vecino de los que se quejaron con la policía por su música, todavía no habían reclamado. 

A las diez en punto el pastor dio por terminado el sermón, más no el culto. Inmediatamente, sin importarle la hora que era, se puso a cantar a todo volumen un “¡Alabaré, alabaré!” con voz igual o más aterradora que los guturales de Marduk, acompañado por los aplausos de sus feligreses que coreaban con él. Se aguantó las ganas de gritarles sólo para evitar ganarse enemigos tan pronto, cosa que, sólo él desconocía, ya había ocurrido. Tenía la esperanza que ahora que ya estaba incumpliendo las normas del vecindario, sean el resto de vecinos quienes se quejaran del ruido y los obligaran a callarse. Pero el bullicio continuó toda la noche. Fue Jorge quien tuvo que tomar la iniciativa y llamar a la policía para quejarse del escándalo. Puso la denuncia y no fue hasta pasada la media noche que la policía llegó a la colonia, pero ya era demasiado tarde para entonces, pues el culto estaba concluyendo y los feligreses se estaban marchando. 

5

Aquel ruidoso incidente se repitió todos los lunes, miércoles y viernes. A veces, quién sabe bajo qué lógica religiosa, realizaban un culto especial los fines de semana que llegaba a durar todo el día y nadie se quejaba. Jorge trató por todos los medios pacíficos de solucionar aquel problema por su propia cuenta. Intentó hablar con el pastor para recordarle que estaba prohibido el ruido después de las diez de la noche, aunque por dentro moría de ganas de decirle que su iglesia estaba prohibida en la colonia. El pastor se disculpó con Jorge y le prometió tener más cuidado en adelante, pero tanto él como Jorge sabían que no sería así. Que sólo lo decía para callarle la boca. 

Jorge no entendía por qué, si a él sus vecinos no lo dejaban poner ni una sola canción sin que se quejaran, a este pastor le permitían hacer el ruido que quisiera, gritando como loco que la llegada del Señor está cerca y hay que tener cuidado, hermanos míos, porque el Diablo hará todo lo imposible para alejarnos de su lado, acto seguido de un concierto en gutural de alabarés, alabarés.  

Cuando vio que el diálogo no servía de nada, Jorge decidió denunciar a ese pastor de iglesia por el incumplimiento de las normas del vecindario. Con ayuda de un conocido que estaba a un ciclo de graduarse en leyes, se asesoró para ir a poner la denuncia en la alcaldía municipal. Acusarlos de contaminación acústica y, si tenía buena suerte, tal vez convencerlos de investigar si el pastor tenía los permisos necesarios para abrir aquella iglesia. Después de más de una hora de espera en la alcaldía, finalmente lo dejaron pasar a una pequeña oficina para hacer el debido papeleo. “No quiero desanimarlo”, comenzó a decirle la empleada de gobierno después de cuarenta y cinco minutos preguntándole datos personales, “pero muy rara vez se consigue solucionar este tipo de problemas”. Jorge guardó silencio. Ella comenzó a explicarle el procedimiento que ellos, como alcaldía, realizaban ante este tipo de denuncias y lo más que podían conciliar. Todo se limitaba a un citatorio en la procuraduría donde se esperaba que ambas partes llegaran a un acuerdo. Pero después de eso, no había seguimiento del caso, por lo que la conciliación podía o no cumplirse. Jorge no podía creer lo que le estaban diciendo. Tratando de mantener la calma y no sonar alterado, pues sabía que no era culpa de la chica el mal sistema del gobierno, le preguntó si todo ese procedimiento a la larga era por gusto. Ella guardó silencio. “¿O sea que si ellos no cumplen lo acordado no les harán nada?”, empezó a irritarse Jorge. Ella le explicó que de continuar el problema, él estaba en su derecho de denunciarlos una vez más. La alcaldía mandaría una inspección para corroborar la incidencia del conflicto y se les extendería una sanción económica. Aquellas palabras le ofrecieron a Jorge un breve momento de alivio, el cual desapareció cuando escuchó el “pero…”. Y el “pero” era porque si no pagaban la multa, la alcaldía no podía hacer nada para obligarlos.

Se regresó a casa desilusionado. Lo único que esperaba, de todo aquel papeleo, era que al menos el citatorio con la procuraduría asustara al pastor. Para que al menos, sólo con el susto, comenzara a guardar silencio. Mientras tanto, en lo que el pastor de la iglesia gritaba que “¡Alabado sea el Señor!”, a Jorge no le quedaba de otra que escuchar su música con los audífonos puestos para esperar que pase el escándalo de afuera y no molestar a sus vecinos. 

6

El citatorio llegó y lo que menos provocó fue miedo. “¡El Diablo está saboteando nuestra fe!”, fue lo primero que el pastor gritó en el culto del viernes. “¡Nos está poniendo a prueba!”, insistió. El “Diablo”, en aquella ocasión, no sólo servía para referirse al mismo demonio, sino también para hablar en secreto de Jorge, pues a sus espaldas todos los vecinos lo llamaban “el diabólico” por la música que escuchaba. Él no lo sabía, pero lo sospechaba porque no era un santo de la devoción de ellos. No lo saludaban, lo miraban mal y hasta se callaban si lo veían salir de la casa, como evitando que escuchara lo que decían. Pero la prueba más obvia del rechazo que le expresaban fue cuando una tarde, mientras él trataba de conseguir firmas para presentar el día de la conciliación en la procuraduría, mostrando la inconformidad de todos los vecinos por el ruido, tocó a la puerta de cada uno de ellos y ninguno accedió a firmar. “¿Y quién es usted para hablar de ruido?”, le reprochó la vieja empurrada cuando llamó a su puerta. “¡Si usted es más escandaloso con esa música diabólica que escucha! Al menos ellos son hijos de Dios”, le dijo antes de cerrarle la puerta. 

No sabía cómo mantenía la calma. No sabía cómo se aguantaba las ganas de putear a la vieja empurrada esa que, desde su llegada a la colonia, no había hecho más que mostrarse hostil con él. No lo sabía pero sí sabía que un buen día ya no lo soportaría. Mientras tanto, no le quedaba de otra que respirar profundo y seguir sus instintos de empleado en atención al cliente. 

Antes del día de la conciliación en la procuraduría, Jorge comenzó a ser víctima de atentados en su contra. Una mañana amaneció con cinco huevos estrellados contra su puerta. Otro con rayones en su carro y hasta una llanta pacha. Cuando intentaba pedirle ayuda al primer vecino que pasaba, siempre le respondían lo mismo: “cosas malas le pasan a la gente mala”. 

El día de la conciliación Jorge llegó temprano a la procuraduría. Tanto él como el abogado asignado en el caso tuvieron que esperar por casi una hora al pastor de la iglesia. Permanecieron reunidos por casi dos horas, en las cuales el religioso no dejaba de lanzarle indirectas a Jorge con las que lo condenaba al fuego eterno, hasta que finalmente llegaron a un acuerdo en el que se le permitiría al pastor seguir con sus cultos siempre y cuando no los realizara con micrófonos y bocinas, o que los realizara por las tardes, antes de las diez de la noche.

7

Jorge no se lo podía creer. Lo logró. A una semana de la conciliación en la procuraduría, el pastor estaba cumpliendo con lo acordado. Comenzó a celebrar su culto por las tardes, sin micrófono ni bocinas. Se podía escuchar el silencio en la colonia. Ahora sí podía dormir en paz todas las noches. Aunque, se lamentaba, seguía sin poder escuchar su música sin que los vecinos se quejaran de ella. Jorge había llegado a la conclusión que no se quejaban por el volumen, sino simplemente por el tipo de música que escuchaba. “¡Qué importa!”, pensaba Jorge mientras escuchaba a Marduk a través de sus audífonos. “Si no me dejan oír mi música por satánica, pues yo no los dejaré escuchar sus alabarés, alabarés”, dijo para sus adentros. 

8

La silencio duró muy poco. Apenas un mes. Los feligreses de la iglesia comenzaron a quejarse con el pastor del nuevo horario y a decirle que no escuchaban bien sus sermones ahora que no usaba el micrófono. Y este, haciendo la voluntad del Señor, según él, regresó a sus viejas mañas. De nuevo celebró sus cultos por las noches, desde las nueve hasta la madrugada, con su micrófono y bocina.

Jorge quería llorar de la impotencia. Ya no sabía qué hacer. Lo único que le quedaba era poner una vez más la denuncia en la alcaldía para que les aplicaran una sanción económica, aún sabiendo que dicha multa no afectaría en nada al pastor, pues si no la pagaba no le harían nada. Y sin embargo lo hizo. Al día siguiente de haber reanudado los cultos por las noches, Jorge se encaminó a la alcaldía municipal para notificar que su vecino incumplió lo acordado en la conciliación. La empleada de gobierno, la misma chica que lo atendió la primera vez, le aseguró que durante la semana mandarían a un oficial para hacer la inspección y aplicar la sanción. “Yo se lo dije”, le recordó la chica a Jorge antes de que este se retirara de su oficina. “Estas cosas no se solucionan tan fácilmente. No se imagina la cantidad de denuncias que tenemos aquí contra iglesias por contaminación acústica”, dijo mientras tocaba con la mano derecha una columna de fólders montada en una esquina de su escritorio. “¿Y ninguno de esos casos se solucionó?”, preguntó Jorge. “Hasta donde yo sé, no. Generalmente los vecinos se aburren de insistir y terminan acostumbrándose al ruido”. 

9

El viernes de esa misma semana el ruido fue peor. Quién sabe qué clase de ritual estaban realizando que, cuando Jorge se asomó por la ventana, observó que había gente dentro de la iglesia saltando y tirándose al suelo como si estuvieran entrando en alguna especie de trance o, peor aún, como si el mismo diablo al que tanto mencionaban se les estuviera metiendo. Tenía en su mano el teléfono celular. No era la primera vez que se planteaba la idea de mandar al carajo su independencia y regresarse a la casa de sus padres, pues no podía continuar con aquel infierno. Mientras miraba por la ventana a toda esa gente, por primera vez desde que comenzó aquel incidente en la colonia descubrió que una de las feligreses de aquella iglesia era vieja empurrada. 

Tomó su celular, le conectó los audífonos y se puso a escuchar a todo volumen el disco de Marduk. Estaba a tan solo un día del concierto. “Por lo menos mañana no voy a tener que escuchar a los hijos de puta estos”, masculló. “¡Al fin mañana podré escuchar mi música a todo volumen!”. Se acostó, cerró los ojos y, con los auriculares puestos, se quedó dormido. Cuando el disco terminó y ya no reproducía más música, el bullicio del exterior regresó a él y lo despertó con un gran susto. Entonces explotó. Ya no lo soportó. Estaba harto. No podía aguantar ni una sola puta noche más así. Se levantó de golpe y abrió la ventana de su cuarto. Miró hacia la iglesia, tomó todo el aire que pudo y gritó: “¡CÁLLENSE HIJOS DE PUTA!”. El grito le desgarró la garganta, le sacó las lágrimas y hasta le aceleró el corazón. Jorge salió de la casa rojo de la ira. La sangre le hervía y el cuerpo le temblaba. Cualquier vecino que lo viera ahora sí tenía un buen motivo para llamarlo Diablo. 

“¡CÁLLENSE, HIJOS DE PUTA! ¡DEJEN DORMIR!”, volvió a gritarles esta vez frente a todos ellos. “¡YA NO LOS AGUANTO!”, insistió. Tenía ganas de destrozar algo. Tirar patadas contra las paredes de la iglesia o quizás lanzar una de las sillas de esta hacia el otro extremo. Hacía su mejor esfuerzo por contener la ira, pero era imposible. Si no hacía algo de inmediato, le daría un infarto en ese mismo instante. Vio las bocinas. Caminó directo hacia ellas y comenzó a darle de patadas para silenciarlas de una buena vez por todas. “¡SATANÁS! ¡SATANÁS!”, le gritaba el pastor. “¡EL DIABLO ESTÁ AQUÍ, OPONIÉNDOSE A LA PALABRA DEL SEÑOR!”. La vieja empurrada, casi chillando del miedo, comenzó a gritar para que alguien lo detuviera. El resto de vecinos salieron de sus casas para investigar qué pasaba. Se aglomeraron alrededor de la iglesia pero nadie hizo nada. “¡LLAMEN A LA POLICÍA!”, suplicaba la vieja empurrada. Pero no fue necesario que nadie llamara a la policía. Casi por casualidad, o quizás destino, el oficial de policía enviado por la alcaldía para realizar la inspección estaba ahí. El oficial corrió a detener a Jorge, tratar de calmarlo. Jorge se detuvo y, exaltado, casi sin respiración, intentó explicarle al agente que ya no sabía qué hacer, lo había intentado todo para tratar de solucionar el problema por las buenas y nada, no hacían caso. Pero el policía comenzó a decirle que la violencia no era la forma de solucionar nada. “¿Quiere presentar cargos en contra del señor por violencia y daño a la propiedad privada?”, le preguntó el oficial al pastor. “¿ME VAN A METER PRESO A MÍ?”, se exaltó aún más Jorge. No lo podía creer. El pastor miró a Jorge con un aire de misericordia, casi mostrándose como un santo. Y aunque ahora tenía todo para ganar la guerra, dijo ser un buen samaritano y que por lo tanto sabía perdonar. No presentaría cargos en contra de Jorge, pero sí le exigía que le repusiera las bocinas de inmediato. 

La policía escoltó a Jorge a su casa para asegurarse que no causara más alboroto. Él seguía tan alterado que comenzaba a sentirse mal de salud. El corazón no dejaba de palpitarle y la cabeza le dolía. Creía que se le había subido la presión y no sabía cómo hacer para bajársela. “Tuvo mucha suerte de que no pusiera cargos en su contra, señor”, le dijo el policía. “Sin embargo nosotros vamos a tener que ponerle una multa por lo sucedido”, le explicó mientras escribía el tíquet. Cuando se quedó solo se echó a llorar. El llanto le ayudó un poco a calmarse. Decir que se quedó dormido sería falso, pues en realidad, cuando se calmó, se desmayó.

10

Despertó con goma moral. Arrepentido de todo lo ocurrido, incapaz de salir a la calle y darle la cara a sus vecinos o contarle a sus padres del incidente. Pero de eso último ya no tenía opción. A la mierda la independencia. Tomó la decisión de regresarse a la casa de sus padres porque no podía seguir viviendo en esa colonia de mierda. Temprano en la mañana llamó a sus papás para contarles todo lo sucedido. También, por si la humillación de regresar a dormir en el cuarto de su adolescencia no era suficiente, aun tapizado con pósters de Marduk en las paredes, le pidió a su papá un préstamo para comprar las bocinas de la iglesia, porque sólo con su sueldo no podía hacerlo. 

Ese sábado resultó ser de aquellos especiales en los que se celebraría el culto todo el día. Aún mientras hablaba con su padre, quien accedió a prestarle el dinero para comprar las bocinas, escuchó que en la iglesia comenzó el escándalo, aunque esta vez sin micrófono. Colgó el teléfono y, escuchando cómo el pastor ya estaba gritando que lo ocurrido por la noche fue una prueba del Señor, Jorge agradeció que por lo menos esa noche no tendría que escuchar a esos hijos de puta, pues iría al concierto de Marduk y por primera vez desde que esa iglesia abrió, él podría escuchar su música a todo volumen sin que nadie lo molestara. 

Salió de la casa, fue a un almacén de electrónica, cotizó las bocinas, fue donde su padre a que le diera el dinero, compró las bocinas pero decidió no entregárselas al pastor hasta que él se haya ido de la casa. Así, cuando él ya no viviera ahí, ellos hicieran el ruido que se les pegara la regalada gana. Puso las bocinas en el baúl de su coche y decidió irse temprano a hacer fila para el concierto. Fue de los primeros en formarse, lo que le garantizaría estar en primera fila frente a la banda. Compró un par de cervezas en la calle y comenzó a embriagarse. Lo único que deseaba era olvidarse de todo. Tener al fin una noche de paz. Una noche si todos esos alabarés, alabarés del demonio. Ya no aguantaba el momento en que abrieran las puertas del anfiteatro para disfrutar el concierto. La espera se le hizo eterna. Nunca abrían las puertas para el recital. La gente comenzaba a desesperarse. No sólo por el aburrimiento, sino también por un hombre que, con Biblia en mano, les gritaba a todos los asistentes que eran unos hijos del diablo y que debían aceptar a Dios en sus corazones. Acto seguido de leerles versículos del Apocalipsis y, para colmo, cantarles otro alabaré, alabaré con la esperanza de convertirlos. Pero Jorge ya no hacía nada. Apenas sonrió por la ironía de que, aun mientras intentaba escaparse de todos esos cánticos evangelizadores y sermones religiosos, estos lo perseguían hasta en un concierto de Black Metal. 

11

El concierto llevaba una hora de retraso. Los fanáticos, molestos, gritaban exigiendo que abrieran las puertas del recinto. Jorge estaba impávido en la fila. Parecía no reaccionar más que para tomarse otro trago de su cerveza, mientras el resto de asistentes estaban al borde de tirar los portones del anfiteatro para poder ingresar. Algunos, incluso, ya hartos del viejo predicador, lo agredieron quitándole la Biblia con la que intentaba convertirlos para luego rompérsela. Pero Jorge no. Él seguía sin reaccionar a lo que estaba ocurriendo. Parecía que ya nada le importaba. Lo único que quería era escuchar a Marduk a todo volumen. Pero no sucedió. La banda no pudo ingresar al país. Un diputado de X partido político exigió la suspensión del concierto tras argumentar que aquella música era satánica. Que permitir un evento de ese tipo, donde quién sabe qué clase de rituales diabólicos se cometían, estarían promoviendo la violencia en el país, el cual ya es uno de los más violentos a nivel mundial. Casi tres horas después de retraso, un policía salió a dar la noticia que el concierto fue suspendido. Todos los fanáticos comenzaron a gritar y chiflar. Golpearon las paredes y portones del anfiteatro ante la indignación. Jorge siguió calmado. Él sólo quería escuchar a Marduk. Por una sola noche quería no escuchar los alabarés, alabarés y sí a su banda favorita a todo volumen. Se terminó su cerveza y, antes de que se armara un disturbio, se fue a su coche para dirigirse a casa. Apagó el estéreo del carro y condujo en total silencio. 

Al llegar a casa, tal como lo imaginó, estaba el pastor y sus feligreses gritando como locos sus cánticos. Aún sin las bocinas el ruido era desesperante, pero esa noche a Jorge no le importaba. Abrió el baúl del coche, sacó las bocinas nuevas y luego entró a su hogar. Él lo único que quería era escuchar a su banda favorita a todo volumen. Encendió su computadora. Abrió Spotify y buscó el playlist con todas sus canciones preferidas de Marduk. “Alabaré, alabaré, alabaré a mi señor…”, cantaban afuera. Conectó las bocinas a su computadora y subió el volumen al máximo. Y mientras afuera cantaban otra vez el coro de “Alabaré, alabaré, alabaré a mi señor…”, Jorge puso play a la música y pudo por fin escucharla a todo volumen.

*Felipe A. García (San Salvador, 1991) ha publicado las novelas «Hard Rock» y «Diario mortuorio» con la Editorial Los Sin Pisto (2018). Es Gran Maestre en perder los Juegos Florales de El Salvador.

Una respuesta a “¡Alabaré, alabaré!”

  1. Excelente escrito, relata muy bien comó muchas personas que gustamos de rock y del metal somós los parias en esta sociedad, me identifiqué en gran manera en el echo que soy respetuoso con los demas, pero vivimos en una sociedad intolerante a estos gustos, sin embargo por fervor religioso, siempre toleran a iglesias y sectas por más que excedan los deciveles permitidos, muy buena redacción.

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