La madre de todas las cosas

Presentamos «La madre de todas las cosas», el más reciente cuento de Luis Contreras, autor de «Buenas personas» y Jardines».

Maridaje recomendado: Caldito de cusuco con cerveza Regia

Por: Luis Contreras*

Al Chino Deportado, al Tin: Q. E. P. D.
  
«De-de-degradation is a must
The A-B-C’s of leprosy
Need a hand? Take mine
We’re subleem, sublime
Fake apologize
Fucks in short supply»
QUEENS OF THESTONE AGE, Head like a haunted house

 

«De tantos muchachos hijos de esta fiesta
Y de la tortura de ser ellos mismos»
SILVIO RODRÍGUEZ, Oda a mi generación

 

I.   DESVERGUE EN LA NAVE BUCÓLICA

Perdimos de vista a la madre después que nos dejara entrar. Nos dijo no lo puedo callar, llévenselo, como un espíritu inquieto en su casa embrujada.

Provenientes de su cuarto, al fondo, escuchamos los gritos. Sus gritos, en esas cuatro paredes que lograban absorberlos, hacerlos parte de la atmósfera. Como que los obligaba a coexistir y a soportarse entre sí.

Estaba medio a oscuras, echado en la cama. Había cosas tiradas en el suelo. Alcancé a ver libros con poemas, ropa mojada, cajetillas de cigarros y papeles arrugados. Calló los segundos que tardó en reconocernos: con el diablo en la boca gritó que no había quedado quieto, que quería otra más. Le di volumen a la radio.

 

 

Toña prendió el primer purito. Alguien se tiró un pedo por pura insidia, después de oler el químico. Agarré unas toallas y las puse en el piso, contra la puerta. Nos fuimos del lado de la única ventana (pequeña) que tenía el cuarto. Encendí un cigarro. El ruido disolvía el humo.

PUTA MAJES, ¡UUUNA NOOO-CHE MÁS! berreó, en un tono que, a pesar de los esfuerzos de su garganta, uno sentía derretirse en los oídos. En mi cabeza sonó Duelo, de Tito El Bambino: rola que bailé como el nuevo novio de mi ex, hace tres meses.

—Ufffff, me perreó tan rico Lupe esa vez.

—Qué —preguntó Caquita al exhalar.

—Full creisi—contesté, después de jalar del puro y pasarlo, para no explicar.

Creisi creisi—me respondió, con una sonrisa que me pareció un abrazo.

No había un segundo de tranquilidad (habría continuado por horas, aunque no hubiéramos aparecido). Pensé en la madre, en lo que soporta día con día (porque no venimos todos los días). Empezó a maldecir, y eso me dio malviaje. Pensé: ¿y el papá de este maje? Miré las paredes: fotos con la mamá, otras con morros sin rostro, pero ninguna figura paterna. Un diploma que pensé no era suyo porque no recordaba cómo se llamaba. Para nosotros, él era Desvergue.

 

 

Perdido en el material viscoso que tenía el hisopo del piso, me di cuenta que se había calmado. Bajé volumen a la música. Pasé el purito sin jalarle: estaba apagado. Me asqueó el olor a plástico quemado. Traté de quitármelo con tabaco.

Desvergue aprovechó la serenidad del momento. Dijo que pagaría la gasolina y un par de rondas, que tenía un poco de perico, que solo tenía que despedirse de Misericordia (su madre) y listo: podíamos ir a meternos alcohol hasta por el culo… ¡como los indios!

—Pura y viva insidia… y culero —sentenció Caquita.

—¿Viva? —preguntó Bisky.

—Todavía se tira pedos —respondió Caca Minúscula.

—Los muertos también se tiran pedos —indiqué.

—¡¿Y los leprosos?! —preguntó Desvergue. Todos nos callamos por no entender su pregunta. Alguien (no sé quién) habló:

—Ya dijo que se las va: ¡vámonos!

—¿Y el otro purito? —preguntó Bisky, bien trabado.

—Solo llévenme a La Carnada Malvada, ya veré cómo me regreso —mencionó D.

—¿Cómo? —le pregunté, pero me aplicó la milenaria técnica de hacerse el maje.

Alguien me pasó el segundo purito. Estaba intacto. Mientras lo guardaba en un bolsillo de mi pantalón camuflado, él hacía lo imposible por llegar hasta su silla de ruedas, en uno de los costados de la cama. Nadie se acercó a ayudarlo. Se movía como larva.

 

 

En las primeras visitas al cuarto nos contó que había erigido la silla de ruedas por sí solo, después de la —así llamada por mí— Cusuco Experience, porque las piernas le empezaron a fallar a partir de ese evento. Se refiere a ella como Nave Bucólica.

Dicho animal, el origen de todo: su piel cayéndose a pellejos y polvo, su nuevo olor, su aspecto escabroso y perturbador, las miradas de desaprobación en las calles… Apagué la radio. Volvimos a vernos todos, menos Desvergue.

Toña, la Gorda, Bisky, Caquita y yo: en la frente de cada uno se reflejó la frase la vida es dura a veces va. Entre miradas, decidimos darle la última noche en Heartland Sívar:

—Estoy listo —dijo ya subido en la Nave, erguido (gracias a unos ganchos y plataformas que él añadió, que lo sujetaban)—. ¿Qué huele así? —preguntó.

—Nada, vámonos —contesté apresurado.

Caca Enana abrió la puerta del cuarto. Salió con Toña y Bisky. Le dije a la Gorda que empujara a Desvergue, que lo sacara de casa, yo me encargaría después. Tomó la silla y se fue con él. Encendí la luz. En la mesa junto a su cama, había una resma de páginas debajo de un plato hondo repleto de colillas. Lo aparté y vi la primera hoja: sus poemas. Pasé de esta y de las siguientes (sin leer). Agarré hasta donde estaba escrito: unas cincuenta o sesenta páginas llenas de manchones, como si dos o más personas con Parkinson hubieran jugado tripa chuca. Las doblé a la mitad y las metí en mi bóxer. Apagué la luz. Corrí fuera, no sin antes ver qué libro leía en cama: Jícaras Tristes, de Alfredo Espino. Jueputa qué triste, dije a mí mismo.

 

 

Ni rastro de la madre: Desvergue le gritó ¡Adiós, Misery!, pero no supe si era una broma pesada en inglés o un diminutivo en español. Salimos de la casa cargándolo: la Bucolic Ship en nuestros hombros, y él sobre esta. El día había estado gris y un poco lluvioso. Corrimos un poco: casi se nos caía. Llegamos a la entrada del pasaje y lo subimos al carro. La silla la metí en el baúl.  Lo subieron junto a la ventana, y esperaron a que me sentara junto a él para que lo mantuviera erguido. Desde que lo sacamos estuvo callado. Avanzamos.

Con el vidrio a la mitad (por la llovizna), alcancé a ver a algunos de los bichos, pero Capitán Caquita (CC) se puso fogoso al conducir: en lo alto, donde estaba descubierto, noté el inusual movimiento de la maleza del cerro, con las sombras salvajes en su interior; un poco más allá, siempre presente, estaba el viejo hostigue con su brazo deforme, con su paraguas, que exclamaba con un megáfono ¡PERDDDD-ÓN! (y algo más que nunca comprendía); unas cuadras después pasamos los cultos, las casas de oración y la comida a la vista con más moscas que opciones en el menú, etcétera.

En la entrada (del barrio) encontramos las leyendas  —Pasan los años y sigo haciendo daño: el barrio la raza la casa el tatuaje la panza las venas la placa; Yo no la vendo na’más la consumo / Estamos enfermos: raza prieta, café hasta el hueso / Nunca contento, siempre atento / Mira el estilo que llega que rifa / clica p’arriba— que sirven como ornamenta al placazo (grafiti) más imponente, y que los bichos renuevan cada vez que la police o los militares se atreven a vandalizarlo: Bienvenidos a Sívar Profundo.

 

II.   THE CUSUCO EXPERIENCE

 

A Bisky y a mí nos tocó ir a traer las aguas locas al súper ese día, hace dos meses y medio. El calor era inmamable. Toñita y la Gorda estaban con Desvergue. Apartaban Los Sofás para que no llegaran los bolitos, que cogen, cagan y orinan donde sea. Caquita andaba en una entrevista de trabajo para “un servicio de comida para hospitales privados”. Este maje está pisando con alguien que le da pena, me dije cuando lo escuché.

Los Sofás se encontraban al final de los pasajes, del lado occidental del barrio, en una zona verde nada cuidada. Nosotros mismos los movimos. Los jalamos desde el botadero a cielo abierto a inicios del año pasado: cuadra y media arriba de la tienda de Débora. Todavía estaban decentes y tenían uso: la gente, tan ingrata y desagradecida desde tiempos inmemorables.

 

 

Desvergue tenía más de medio año de haberse mudado acá. Llegó al pasaje cuando recién conocí a Lupe, aunque ya estaba loco por ella, pero todavía no me daba una señal para proceder. Él (Desvergue) se había juntado un par de veces con nosotros. Lo aceptamos —a pesar del feeling que tiraba— porque una vez llevó tres fifteen de cervezas lata sin que le dijéramos nada, un par de meses después de haberse pasado al barrio. Habíamos quedado de darnos un puro en la zona verde, tres cuadras arriba de nuestro pasaje. Fue como si nos espiara, pero con cerveza en mano quién se anda preguntando.

Llegó y dijo para darle muerte; cuando le ofrecimos de lo nuestro, se negó. No teníamos ni idea de qué vacil con él, hasta que empezó a hablar de poesía: le entró la jodedera a los trece años, al leer a Alfredo Espino. Contó que se pasaba escribiendo pura culerada—resumen mío— en cualquier lugar. Dijo que participaba en todas las convocatorias, festivales y certámenes; premios nacionales y regionales, pero que todavía no ganaba ninguno. Que debería haber un premio de poesía en honor a Espino. Se había emocionado. Su abundante sudoración me había dado asco. Me preguntaba cómo costeaba todas esas impresiones de mierda, pero lo olvidaba cuando ponía una birria en mi diestra.

 

Nadie sabía que un cusuco había tomado como hogar uno de los sofás. Mucho menos que, cuando Desvergue lo encontrara —al buscar el tapón del guaro que se le había caído—, agarraría al animal y sellaría nuestra relación. Pondría el Desvergue Seal Of Approval en la portada del álbum Lo pendejos que podemos ser. Live from Heartland Sívar.

Nos quedaba menos del cuarto de la botella de 1500ml de aguardiente. Nos la habíamos tomado como remedio para el calor. Los árboles nos daban poca sombra. Estaba la moción de ir a traer otra. Yo no quería ir, menos tocado, pero podía esperar a quien se diera la misión. Desvergue se ofreció, pero no queríamos confiar en él.

Toñita estaba tirado en el piso, con el antebrazo tapaba sus ojos: classic. Se levantó cuando sonó una patrulla en la calle principal. Nos asustamos, pero la demanda de querer valer verga era grande, al menos de mi parte: las cosas con Lupe habían empezado bien después de decirme que sí, pero por su trabajo y estudio casi no la veía. Toñita se recostó de nuevo. Yo estaba sentado en un tronco. La Gorda hablaba de fútbol nacional con Bisky.

 

 

Desvergue agarró la botella. La destapó. Puso mal el tapón: rodó hasta meterse debajo de un sofá. Terminó de servirse un trago obsceno, obscuro. Le indiqué dónde se había metido el tapón y se empinó el vaso: hasta yo sentí el shot. Unas gotas escaparon de las comisuras de su trompa y se limpió con la manga. Se tambaleó. Hmmm, pensé, mal augurio.

Se acercó al sofá y metió el brazo. Después de un par de segundos, su mirada cambió. Jalaba, pero ese algo no quería salir. Majes, hay una pelota, podemos dejar de hablar tanta mierda, dijo con ganas. Sacala, respondí.

Metió la otra mano. La tengo. Agarró impulso con sus piernas y jaló con todas sus fuerzas. Cayó de espalda, junto con un bulto circular cubierto de tela y algodón. Botó las aguas locas y el pichel de fresco con hielo. El silencio se asentó en la escena, y fue interrumpido por una de las puteadas en equipo más portentosas que he presenciado. Toñita se unió, después de levantarse de un brinco, al sentir la camisa empapada de guarito.

¡La pelota, ja-jajajaja! PUTA JAJAJAJAAA-AHHHHHH, MAAAJEEES. Vi la pelota: la confundí con una de esas que parecen de volleyball, que son cafés, y no comprendí cómo había llegado allí. Pero no, era el cusuco semi-enrollado, cubierto de tela. Desvergue decía que jugáramos, pero no lo soltaba.

—Ehhhh, maje —dijo alguien.

—Soltá eso —ordené.

La risa de Desvergue empezó a salirse de control. Ya no se veía poseído por el espíritu del vacil, sino asustado. Empezó a jadear y a chillar.  La verguera le pasó con una rapidez que nunca antes había visto. ¿Por qué tanto drama? Solo tenía que soltarlo. No lo había escuchado alzar la voz de esa manera. Su garganta tenía una potencia y resonancia incomprensible. No sabía con qué asustarme más.

Quité por completo el pedazo de tela que lo cubría: estaba aferrado a su antebrazo. Mi mente se puso en jueputa full mode. Los demás retrocedieron al darse cuenta. Agarré el brazo de D. y le di una patada al animal. No funcionó. Desvergue, por su parte, le dio un rodillazo. Con esto, las garras del cusuco penetraron su piel. El brazo empezó a sangrarle. Agarré la botella de vidrio tirada en el piso y se la quebré en la cabeza (al animal): nothing, solamente un largo e innecesario ¡MAJES-MAJES POR LA GRAN PUTA MAJES QUÍTENMELO! para todos, y un QUITAME ESTA MIERDA, YON, POR LA PUTAAAAA para mí.

Volví a ver a mi alrededor: vecinos del pasaje se habían asomado a sus ventanas. Gente metida, inútil y nefasta. Le dije a Toña que botara a Desvergue, que desesperado golpeaba y contraminaba al cusuco con un árbol. Toñita lo derribó con dificultad. Lo sujetaba: aún en el piso no se quedaba quieto. Le dije a Bisky que estirara el brazo donde estaba el animal, que dejara a este arriba y que lo apartara bien del resto de D.

—PERO YA, HIJUEPUTA —grité, y en un par de segundos reaccionó y procedió.

Caminé hacia donde estaba sentado hace unos minutos. Me agaché ante el tronco. Lo abracé y, después de un par de intentos, logré levantarlo. Caminé con él. La escena me pareció un ritual: la sangre, las aguas locas derramadas, la Gorda en shock, un poco retirado, Toñita y Bisky como testigos, y Desvergue y el cusuco en el suelo como sacrificio.

Me coloqué encima del brazo y el animal, que emitía grandes cantidades de baba al morder y lamer a D. (En mis sueños, justo en ese momento, el cusuco volvía a verme, me hablaba con la voz de Lupe y me pedía que no la golpeara, que por favor la protegiera. Yo empezaba a llorar porque la extrañaba. Ella decía que yo le gustaba y que no tenía que haberse enojado por pedirle tiempo juntos.)

Alcé el tronco hasta la altura de mi cabeza. Dije que a mi señal ambos se apartaran:

—¡Ya! —grité, y dejé caer el tronco.

Se escucharon los gritos de Desvergue y un quiebre fuerte, que esperé fuera del cusuco. Me sentí inundado por la situación hasta que D. empezó a callarse. O tal vez mis oídos ya se habían acostumbrado. El animal se desprendió del brazo.  Giró y giró hasta que lo perdimos de vista.

 

 

Había una nueva silueta viendo la escena. Era Capitán Caquita, vestido todo formal; mi camisa estaba ajada y llena de hongo de árbol. Volví a ver a aquel: inconsciente, o eso me pareció.

—Qué desvergue —dijo CC, y fuimos testigos de la resurrección de Cusuco Man:

—DÓNDE ESTOY, QUÉ ME HICIERON. ¡¿Y ALFREDO ESPINO?!

—Desvergue, calmate —dije, sin acercarme.

—¡Estaba con EL MAESTRO! —chilló, rojo de la furia. Se abalanzó sobre mí:

»¡Juntos haríamos poesía! —pero juntos caímos al suelo, él encima mío— …Y ME DEVOLVISTE A ESTA MIERDA. ¡QUIÉN PUTAS TE CREÉS, ATLACATL DESTEÑIDO! —bramó, en la cúspide de su desolación. Sentí el cuerpo tenso y trabado: desactivado.

Estuvo cerca de asfixiarme, pero cayó de golpe, a mi derecha. Lo siguiente que vi fue a Caquita Cabrona parado junto a mí con una piedra en una de sus manos. Me levantó de un jalón. Sentí la garganta desordenada, el pulso a mil. Tosí seco. Me dolió la cabeza. Escupí sangre. Escuché a CC sin parpadear y con los ojos calientes:

—Rápido, en el carro de mi mamá tengo gasa, tirro y guaro. Curamos el brazo y la cabeza y lo tiramos en su casa —dijo, y entre él, Toña, Bisky y la Gorda agarraron a Desvergue.

Pensé que, para mí, podría morir allí. Consideré ir donde Lupe, pero después de su trabajo iba a clases de inglés a la Nacional. Así que, por la inercia del vacil, decidí irme con aquellos, que ya iban a la mitad del pasaje. Tenía una vaga sensación que me indicaba que estaba haciendo lo correcto: ir donde se anunciaban las aguas locas.

 

III.   LA CARNADA MALVADA Y EL SECRETO DE LAS HAMACAS

 

Desvergue había venido concentrado en algo que decidí me superaba. Me indicó que terminara de subir la ventana después de pasar por el placazo porque traía un papel, en el que tachaba más de lo que escribía.  Abrió la boca solo para recalcar que ese—no sé cuál— era el mejor poema de Alfredo Espino. Como si todos estuviéramos pensando lo mismo.

Me hostigaba el asunto con Alfi desde que, por morbo, me puse a leer acerca de sus chambres en la historia de la literatura salvadoreña. Lo único interesante que encontré fue que se había autocastrado: vaya ejemplo, vaya maestro. Y para más joder su único poemario se titulaba Jícamas Tristes, my god. Con eso bastaba para contar su vida: Es más fácil cortarse la paloma: una biografía de Alfredo Espino.

—¿Sabés que ese maje se cortó los huevos? —pregunté, y se clavó tanto que hubiera sido mejor quedarme callado. Empezó una verborrea de cosas como esos son chambres del cerote de Miguel Ángel, y que Alfi hasta casarse quería pero que sus padres no lo dejaban porque no aprobaban a la maje. Para picarlo más, respondí:

»Pero no es paja, maje, el cerote de Roque Dalton lo confirmó— y empezó a delirar, poseído por el Masferrer más choyado: puro berrinche poético-nacional. Caquita dijo que nos bajaría a ambos del carro. Y el Capitán se lo daba, sobre todo si era algo que a él no podía importarle menos. Los demás no paraban de reír. No quería empujar la Silla Bucólica hasta allá, así que me callé.

 

 

Llegamos a La Carnada Malvada. La lluvia se había calmado. Había música en vivo: una banda covereaba ‘El Corrido de Los R.E.D.D’. O bien podrían haber sido ellos. No me los podía físicamente. Agarramos mesa rápido y pedimos la primera ronda. Acomodamos a Desvergue para que no se fuera rodando en medio de la noche (ya nos había pasado: el bar estaba en una cuesta). Anticipé el coro de la rola: it really hit me. Pensé en Lupe:

 

Cómo estás, mi amor, solo te quiero explicar

la razón por la cual tú me mandaste a volar

 

Canté desde mi asiento, con pasión, amor y junto al vocalista, que se emocionó tanto que saltó de la tarima. Corrió hacia nuestra mesa los metros necesarios para no perder la sincronía. Me puso el micrófono cerca y continué:

 

No es que sea aburrido o que tenga una movida

¡Lo que pasa es que no entiendo qué ondas en la gran ciudad!

 

Y el resto de la banda terminó la canción. Qué buen vacil estos majes, dije. Llegaron las cervezas. Qué bien cantás, me dijo Morena, una de las meseras. Le ofrecí un cigarro. Me pidió fuego, le di y se desentendió del asunto con un jalón y una sonrisa bastante coqueta. Le pregunté a Desvergue si necesitaba ayuda. Me dijo que todavía tenía unas horas, y levantó su birria. Revisé los ganchos y plataformas de la silla: lo tenían bien agarrado. Brindamos y dimos un trago: qué buena bienvenida.

 

 

Después de mi breve desahogo artístico-musical, le pedí la bolsita de perico a Desvergue. Él volvió a darle con Espino y su poema, el mismo que mencionó en el carro después de salir del barrio. Esta vez lo declamó. No puse atención: volví a ver un culito que me dejó más triste y miserable de lo que ya estaba. Ese poema que —y esto sí lo escuché porque me volví a la mesa— “destaca por su uso del lenguaje rico en cultura salvadoreña, con raíces Náhuat, unido a un estilo bucólico clásico, en un régimen métrico alejandrino”, y menos mal hasta ahí llegó el doggy D.

—Buscando los huevos del diablo —interrumpió Bisky, al verme la coca.

—Tienen suerte —agregó Toña.

—¿Y eso? —pregunté.

—Ando caliente el huevo derecho —respondió.

—Ah, gran cerote —dije, con el pulgar y el índice apretándome el tabique, después de darme dos pases soberanos.

 

 

Después de un par de horas intensas y de pedir tres “últimas canciones”, la banda ya había guardado la mayoría de sus instrumentos: la percusión, las guitarras, el bajo, los violines, los teclados y los pedales. Toñita, Bisky y la Gorda bailaban con tres señoritas desconocidas: no alcanzaba a enfocar sus rostros. Caquita estaba recostado en la mesa, repleta de cadáveres.

El set de cuatro micrófonos todavía estaba conectado y dispuesto. La banda hablaba con el dueño del bar, en la barra, pegada al escenario. Desvergue leía y releía su papel. Se veía animado, vibraba. Debajo suyo alcancé a ver cúmulos de pellejo y polvo, pero no dije nada: me distraía y desentendía de mis pensamientos más fácil de lo que me parecía caminar.

 

 

Risitas de todo: estaba encantado con el feeling de la verguera. Es cierto, eso de seguir hasta morir. La convicción de mi estado era solo mía: Lupe no intervino en la decisión. Alcé la vista y me pareció verla en la pista de baile, con otro tipo. Me enojé, porque cuando mencioné La Carnada Malvada me dijo que el lugar no le inspiraba confianza. Me asusté: no quería que me viera así. Su pareja hizo que diera media vuelta en un paso de baile. No era ella, la había visto en alguien más.

 

 

Me mareé. Casi vomité en la mesa y en mí mismo, pero lo retuve. Empujé con fuerza a Caquita Caída. Se levantó más por impulso que por hacerme caso. Le di un par de cachetadas y abrió los ojos. Señalé a Desvergue. Traté de decirle que lo cuidara, y que entendiera que regresaría rápido, que solo iría al baño. Corrí con la boca tapada con la mano.

Entré en uno de los cubículos. Me hinqué. La taza tenía dos submarinos negros. El olor no era tan insoportable: el alcohol y sus maravillas. Los observé fijo por dos minutos, en lo que saqué varios eructos. Falsa alarma. Escupí y eché el agua. El movimiento de los submarinos en la dirección correcta me hizo volver a la vida. Escuché:

 

No preguntaron qué quería ser

A mi papá no pude conocer

Misericordia es mi madre

Después de todo

Cagado, lleno de lodo

Tengo razón con este com-padre

 

CC fracasó en su tarea. Me sequé el rostro. Me miré en el espejo. Well, shit, mi reflejo no podría haber estado más pendejo. Caminé, jalé la puerta. Salí del baño. Vi a Desvergue en la Nave Bucólica, sobre la tarima, frente a los micrófonos de la banda. No había música, la habían pausado: solo carcajadas borracho-pintorescas y conversaciones en las mesas. Debajo de la nuestra, Caquita estaba tirado, inconsciente. La Gorda, Bisky y la Toña habían desaparecido, no se veían en ningún sitio. Aquel iba en serio, al parecer:

 

Ese deforme del brazo

grita sin ningún caso

¡PERDÓN, MISERY-CORDIA!

Adiós, adiós victoria

 

Le sacaron los ojos

en esa guerra de locos

Mejor, así no me ve

y lo nuestro nunca fue

 

La palabra era suya. La banda reclamaba al dueño del bar: tenía los micrófonos para sí por un rato. Alzó los brazos. Se liberó de los ganchos, también de las plataformas de la Nave. Sus piernas se movieron, torpes. Su espalda parecía una S escrita por alguien que había tenido un orgasmo. Llegué a la mesa. Traté de levantar a Caquita. No respondió.

No había visto a la gente alrededor. Me di cuenta que miraban a Desverge llenos de expectación. Lo volví a ver: había sacado una soga, que dejó a un lado. Se agarró de su propio brazo. Este parecía tener una enfermedad de la piel, pero no, era por su superpoder. Algunas personas se sorprendieron cuando empezó a moverlo en ángulos inexplicables. Dije ah, como Elastigirl, y justo después se lo quebró en tres. Los héroes pueden venir en partes y ser repugnantes, pensé.

Sin hacer una sola mueca de dolor, se lo arrancó. Entonces me dije que toda la situación era más bien una evolución. Recordé el polvo suyo debajo, y su vibración hace rato. Continuó:

 

Acá está mi brazo

para darte un abrazo

El que no me dieron;

el que no obtuvieron

El nudo de este lazo

es todo menos un fracaso

 

Tenía que estar soñando, insistí, pero lo descarté: vi que se arrancó la pierna junto con un pie. Su zapato salió volando. Desvergue se acomodó la cadera y alcancé a ver a Morena. Dos vigilantes corrieron hacia donde él estaba. Con su fémur hizo dos bultos: los lanzó como pedradas.

Volvió a ponerse el muslo como pudo, y agarró la soga. La tiró arriba, sobre un tubo horizontal que sostenía parte de la iluminación de la tarima. La soga quedó colgando. La luz azul que lo iluminaba, junto con el humo de algunos cigarros olvidados en la barra, conformaban su presencia inmaculada. Siguió declamando:

 

Seré mi propia hamaca

y encontraré el equilibrio

pero, antes, esta estaca

no quiero quede en el olvido

 

Aparentaba no disfrutar ser el centro de atención, pero subido en la tarima, y al fusionarlo con su silla, se presentaba como la figura de ese horror repulsivo, que absorbe todo hacia el olvido. Entonces —y solo entonces— te dabas cuenta que esa era la raíz y la madre de todas las cosas que se han vivido en este par de decenas de kilómetros de tierra que tenemos para comer, y beber, bailar y arruinar. Odio y amor: Hell Salvador.

 

Así es como me guindo del palo

No lo dudes, oh hermano

 

La soga estaba atada a la Canoa Bucólica; y siempre colgaba del tubo en el otro extremo. Quise entrar en la secuencia, como los vigilantes, pero no quería que me aventara sus partes. Tenía que dejarlo ser. Vino a mi mente el animal en su brazo. Sus mordidas, sus lamidas. Todo, todo en desmedida:

 

Cabeza y cuello debo

Esos me los quedo

para la hamaca-lazo

que me ata y abrazo

 

Me volvió a ver y empecé a entender. Sus ojos lloraban, pero mantuve la mirada. Todos tuvieron una parte, su pedazo del pastel.  Su intento —fue por eso que me quedé quieto— merecía todo nuestro respeto. Agarró el extremo de la soga al aire, y se la puso alrededor del cuello. Unas personas gritaron que parara, pero nadie parecía querer detenerlo, no sé si por el asco o por miramiento.

Algunos meseros alrededor pedían que no lo hiciera. El gerente hablaba por teléfono, después de arreglar el asunto con la banda, que estaba en primera fila y guardaba silencio. Una sirena se escuchó al fondo. Desvergue, con dificultad, respiró hondo:

 

Así me despido

Y digo con alivio

Shalom y alcohol

Shalom y un jalón

 

Se aventó de la tarima. La Nave, por su peso, despegó del suelo. Di media vuelta entre gritos y lloriqueos. No quería ver. Escuché algunos restos suyos caer. Por lo que entendí, solo su cabeza, cuello y pecho quedaron en el aire.

Tenía que salir de ahí. Caquita continuaba inconsciente, y me era imposible cargarlo así; tampoco iba a poder manejar su carro. Me di el último gran trago. Aproveché que el personal retenía a los demás clientes para que pagaran, antes de salir. Lo último que vi fue a la banda aplaudir, y a un vigilante recuperado: se encargaban del busto de Desvergue guindado.

 

 

Al caminar de regreso a casa en la calle del barrio, repasaba toda la escena en mi mente. Me revisé el bolsillo y me encontré con una sorpresa: el segundo purito. Además, por milagros de la vida, no había perdido mi encendedor. Al tratar de prenderlo, me resbalé y caí en un charco dentro de un bache que se había formado por la lluvia. Creí que no había nadie. Unos perros empezaron a ladrarme al fondo. Me reí de mí mismo. Volví a ver a mi alrededor. A pocos metros de mí, había un poste con una lámpara que iluminaba la cuadra.

Recostado en dicho poste, se encontraba el viejo con su brazo deforme, con el megáfono, varias páginas de papel periódico y unos cartones. Su paraguas ya no estaba. Sus lentes de sol estaban mal puestos. Caían en su boca. Me di cuenta que no tenía ojos: no sabía si estaba dormido, pero estaba vivo.

 

 

Desvergue lo sabía, quién sabe desde cuándo, pero no lo habló con su madre ni con nadie. Solo lo rimó. Me palpé el bóxer: ya no tenía sus poemas, su obra inédita. Empecé a decir mierda, mierda: ni siquiera podía mantener conmigo unas páginas, cómo podía ofrecerle una relación a Lupe así. Lloré desconcertado.

Me levanté del charco. Estaba repleto de lodo. Pensé en su madre, que seguro me la encontraría en el pasaje, y me preguntaría por él más temprano que tarde. No sabía qué le iba a responder. Tal vez mierda, doña Misericordia, mierda, ya sabe usted cómo son estas tierras. Pensé en el padre, en su oportunidad de reencontrarse con la familia: perdida.

La madre tenía que conocer el final porque no leería los poemas para enterarse. Nadie iba a poder leerlos. Traté de pensar dónde podrían haber quedado, tal vez en el baño. Tal vez un bolo en necesidad se limpió el culo con ellos.

No iba a permitir que pasara lo mismo con su historia. Después de todo, era mucho más interesante que la de Espino. Ya hasta había pensado en un título: Es más fácil tener lepra que ser poeta: una biografía del Desvergue.

*Luis Contreras (San Salvador, 1995): vago, lector, narrador y estudiante universitario. Junto a Pedro Romero Irula preparó y participó en la muestra de narrativa salvadoreña «Lados B» (Editorial Los Sin Pisto, 2019). Uno de sus cuentos fue publicado en «Refugio asistido: letras en emergencia» (Los Sin Pisto, 2020, edición digital gratuita).

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