Presentamos «5:57 p.m.» un nuevo cuento de la escritora salvadoreña Michelle Recinos, autora incluida en el libro «Lados B: voces nuevas vol. 1» publicado por la Editorial Los Sin Pisto.
Maridaje recomendado: Cerveza
Por: Michelle Recinos*
Despertó y ya no estaba confundida. El desayuno, o lo que parecía ser el desayuno, tuvo sabor a amnesia y afuera bien podía ser jueves o domingo. Le dolía el cuello y estaba en otra dimensión hasta que la cortina se movió y le recordó que era sábado y que en ese municipio ya no quedaban carteros que entregaran correspondencias casa por casa. Se sentó en el sillón y movió los pies. No estoy en otra dimensión, pensó.
Dejó la puerta entreabierta antes de dormirse y veía con claridad que el cielo empezaba a tornarse verde y que las primeras tres estrellas de la noche se habían asomado. Quizá había vomitado o solo había llorado hasta dormirse. Se palpó las rodillas. Imaginó que debían estar inflamadas y que tenía un par de moretones verduscos. Por un momento creyó estar tocando el cráneo áspero de un bebé.
Intuyó que debían ser las seis de la tarde y sus sospechas de que era sábado se fortalecieron cuando intentó lavarse las manos y del grifo únicamente salió aire. Todas las tuberías de la casa transportaban aire. Aire frío y ruidoso que le recordaba que era sábado y que no había llenado los barriles para provisionarse con agua para el fin de semana.
— Tengo que irme.
— ¿Y a dónde vas a ir?
— Aún no sé… Pero sí sé lo que quiero hacer.
Y recordó, entonces, que le había dicho algo de largarse, de vagar por todo el mundo y dedicarse a recolectar colillas de cigarro abandonadas. Dijo que buscaría en cada cuneta, en cada jardín, en cada bache, debajo de cada banca, en todos los charcos que le aparecieran en frente. Dijo que llevaría un registro de cada colilla que recogiera. Que se fijaría en la marca, en los filtros, en los sabores. Buscaría marcas de mordidas y de labial.
No puso objeción alguna. Le habían enseñado desde la niñez que las decisiones ajenas se respetan. Que se entierra parado al que por su gusto se muere. Que cada quién es libre de decidir.
— ¿Y qué vas a hacer cuando tengás todas las colillas?
Pero sí se podía preguntar. Preguntar era bueno. Era lo que nos diferenciaba del resto de animales. Lo que nos mantenía con vida. Lo que evitaba que amarráramos trapos o corbatas o mantas o sábanas a los balcones de la ventana para rodearnos el cuello antes de saltar del sofá sin ánimo alguno de tocar el piso.
— No sé.
Y le ayudó a armar un morral con camisas y faldas y calcetines y con todo lo que aún cabía entre la ropa. Le dijo que zapatos no, que suficiente con los que llevaba. Le preguntó si no iba a comer algo antes de irse. Que le iba a hacer bien. Se sentaron a comer pan con queso y dos tazas de café. No hablaron. Terminaron la merienda y lavaron en conjunto los platos que utilizaron.
— Ya sé
— ¿Qué?
— Qué voy a hacer con las colillas.
— A ver.
— Las voy a guardar en un bote de vidrio. Y te lo traigo de recuerdo.
Se abrazaron por casi dos minutos. Su madre le había enseñado que, al dar un abrazo, una tiene que ser la última en soltar a la otra persona. Nunca se sabe qué tanto necesita alguien un abrazo. Ahora ella era la madre, y entonces le enseñó lo mismo a su hija y ahí estuvieron las dos, sin soltarse, hasta que la hija le dijo que era hora de irse. Que no era bueno salir tan tarde. ¿Qué vas a hacer vos?, le preguntó. Yo me voy a dormir, contestó.
Despertó y ya no estaba confundida, pero recordó que ella se había llevado el interruptor del foco de la sala. Descubrió, a base del tacto torpe de su mano deslizándose por las paredes de ladrillo, que se había llevado todos los interruptores de la casa.
Llamó a la compañía de energía. Una muchacha de unos veintitantos contestó la llamada del otro lado de la línea. El tono de su voz solo dejaba espacio a dos posibilidades: o estaba a punto de acabar su turno y la llamada de ella le retrasó la hora de salida o estaba a punto de empezar su turno y la llamada de ella fue la primera de la jornada. Tengo un problema, le dijo, no hay un solo interruptor en esta casa.
*Michelle Recinos (San Salvador, 1997) es narradora y fan de los Red Hot Chili Peppers.