En este día de la independencia de El Salvador, presentamos «Historia del Roro Villacorta», cuento debut del escritor salvadoreño Carlos Daniel Fernández en Revista Café irlandés.
Maridaje recomendado: Horchata de sobre con vodka
Por: Carlos Daniel Fernández*
Aquí lo tenemos, al Roro Villacorta, con veintitrés años en su haber, el cuerpo de cohete de vara y el pelo ─negro y rizado─ cubriéndole la nuca y las orejas; embutido en la camiseta de la selección salvadoreña de fútbol, sentado en la barra de un bar cuasidesierto, digamos que se llama El Caracol Oscuro, del barrio La Guillotiere de Lyon, esperando que el bartender, un marroquí esmirriado con una cicatriz sobre la ceja izquierda cuyo nombre olvidó casi de inmediato cuando se lo dijo, la primera vez que estuvo aquí, empareje el televisor con el celular del Roro para que este acceda a la aplicación que, gracias a la benevolencia de la Corporación Televisiva de El Salvador, va a permitir a Los Hermanos Lejanos del Mundo disfrutar del partido de La Selecta. Eliminatorias mundialistas. Contra México. En el Cuscatlán.
Aquí lo tenemos, al Roro, estudiante becado en el extranjero, un premio que a veces, solo a veces, lo hace sentirse culpable, indigno, cuando se pregunta si no hay alguien más que pudiera haber aprovechado mejor esta oportunidad que el gobierno salvadoreño le ha dado a él, que nunca se interesó demasiado por su formación intelectual. Si un detective privado se propusiera indagar en su pasado y acudiera al Liceo Francés, allá en San Salvador, se encontraría con el expediente de un estudiante mediocre e indisciplinado, su nombre inscrito en el muro de la infamia de la institución, reincidente pupilo recordado por el señor Leduc ─director─ y la licenciada Rodríguez ─psicóloga─ como uno de los casos que puso a prueba la vocación profesional de ambos con sus recurrentes faltas y deplorables resultados académicos; únicamente apreciado por don Efraín, entrenador del equipo de fútbol, aunque este último murió hace cuatro meses, según le contó la señora Sofía de Villacorta en su más reciente videollamada.
Al graduarse, el Roro, quizá influenciado por alguna frase suelta que captó en las lecciones de filosofía del último año, alegó que era muy pronto para elegir su futuro, antes tenía que encontrarse a sí mismo. Desde la perspectiva de cualquier observador imparcial, sin embargo, podría decirse que sencillamente dedicó su cuerpo y mente al Vacil: un periplo, a bordo de su Hilux del año ─regalo de graduación─, entre discotecas y bares exclusivos, el rancho de playa familiar y la casa en el lago de Coatepeque de su doggy, el Fer Kattán. Joie de vivre. Dos años pasaron y la búsqueda espiritual del primogénito del señor Villacorta, empresario dedicado al rubro de la construcción, no daba resultados, lo cual irritaba en gran medida al padre, cansado de ver cómo cientos y cientos de dólares, pero también el potencial de su hijo, se desperdiciaban en el proceso. El cambio de gobierno trajo la respuesta tan esperada: el ingeniero Mayorga, viejo amigo del señor Villacorta, fue nombrado viceministro de Educación. Gracias a su buena fe y mediación, el Roro fue uno de los jóvenes salvadoreños seleccionados para marcharse a estudiar en el extranjero con los gastos cubiertos por el Estado, inversiones cuyos frutos serían recogidos en el futuro para el beneficio de la patria. La excusa perfecta para que el señor Villacorta enviara a su hijo al exilio en una ciudad francesa en la que se convertiría, por fin, en hombre. Así que aquí lo tenemos, al Roro, estudiante de Administración de Empresas en la Universidad de Lyon, sentado en la barra de El Caracol Oscuro, en el sopor de una noche europea de verano en la que el reloj marca la una de la madrugada, a la espera de un partido que no llega.
El Roro mira la pantalla LED al borde de la desesperación, pregunta al marroquí si falta mucho, pero este no lo escucha. Si tan solo pudiera explicarle el significado de este acontecimiento, tal vez le pusiera ganas, sería más diligente, pero, según el Roro, el amor por La Selecta es un sentimiento inefable. El marroquí, malencarado, le responde que el televisor es nuevo y no está familiarizado con todas sus características y funciones. El Roro apura la cerveza, mueve frenéticamente un pie, tamborilea con los dedos de la mano izquierda sobre la barra. Qué bicho más pendejo, piensa, yo voy a terminar haciendo esta mierda. En San Salvador son las cinco, el partido ya debe estar comenzando; los graderíos, retumbando con miles de voces que corean el himno nacional. Él estaría ahí, en palco, a verga, con una Pilsener en la mano, puteando a los mexicanos. Pero no. Está acá, a miles de kilómetros de Sívar, en este bar donde la soledad de su departamento de dos cuartos lo forzó a recalar, esperando que este pendejo se apure. Si tan solo…
La puerta del bar se abre. Tres hombres cruzan el umbral; parecen eslavos, tal vez rusos, tal vez albaneses, tal vez serbios. El marroquí deja la tarea pendiente para atender a uno de ellos, calvo y con cara de idiota, que se acerca a la barra y le extiende una bolsa de papel con una botella de aguardiente adentro, le pide tres vasos y se aleja en dirección a la butaca del fondo donde los otros dos eslavos se han instalado. Uno lleva el pelo engominado peinado hacia atrás, una camiseta polo verde, pantalones beige y mocasines, y despide un aire empresarial y amenazante mientras observa con recelo a los parroquianos rezagados de El Caracol Oscuro. El otro, con un traje deportivo de cuerpo completo, no apaga su cigarro a pesar del rótulo de no fumar que corona el salón. El marroquí le explica al Roro que debe atender a estos señores sin dilación alguna porque son clientes muy importantes. El Roro los mira disimuladamente en el espejo que está por encima del estante de los licores. Le recuerdan a los mafiosos que aparecían en una película en la que el arquetípico matón sombrío y taciturno tortura con un soplete a un desgraciado que robó las joyas de la persona equivocada. Procura disimular el escalofrío que le produce el recuerdo dando un largo trago de cerveza. Resopla. El reloj ahora marca la una de la madrugada con tres minutos. La pelota seguramente ya rueda por el césped. Apurate pendejo, ordena el Roro con un murmuro en español, mientras el marroquí se aleja con la botella y los tres vasos de cristal.
Cuando vuelve, el marroquí finalmente logra que un abarrotado Estadio Cuscatlán aparezca en la pantalla; miles de hombres, mujeres, niños y niñas chiflan, putean y gritan hacia la cancha donde los héroes nacionales intentan torpe e inútilmente remontar un marcador que, a los cinco minutos de partido, ya es desfavorable para los locales. Cero a uno. Por la gran puta, se queja el Roro antes de pedir otra cerveza.
***
El partido continúa, las jugadas van y vienen, la pelota rueda de un lado a otro, entre imprecisiones y disparos defectuosos. El Roro pide cerveza tras cerveza, se siente extasiado. La Selecta ha mejorado su nivel de juego, o quizá los mexicanos han empeorado el suyo, pero está cada vez más cerca del gol, lo presiente. El Roro grita, pega brincos en el banco y pequeñas palmadas en la barra. El marroquí lo mira, curioso y divertido. Si le pagaran más por atender un bar que mes con mes lucha por seguir abierto, tal vez llamaría la atención al Roro, le diría que deje de dañar el mobiliario y module su griterío, pero mientras eso no suceda, seguirá entreteniéndose con este delirio simiesco del cual se ha contagiado levemente. Entonces el Roro agacha la cabeza y se toma el pelo con las manos. En la pantalla, los jugadores mexicanos celebran el segundo gol en una esquina de la cancha, mientras un iracundo diluvio de bolsas plásticas y vasos de cartón cae sobre los escudos de los policías antimotines que resguardan a los visitantes de los proyectiles arrojados por la noble afición salvadoreña. El marroquí le sirve otra cerveza sin que se la pida. Los eslavos se han puesto a reír a carcajadas. El Roro levanta la cabeza, intuye que los eslavos se están burlando de él, de su desamparada esperanza. Se limita a empinarse la cerveza y acabársela de un trago. Queda tiempo.
Queda tiempo, pero ese tiempo servirá para que la selección mexicana marque un tercer gol, cruel y lapidario. Las voces en el estadio se van apagando, algunas personas comienzan a irse, en las gradas repletas de camisetas azules y blancas surgen parches grises de cemento. El Roro está devastado, aunque no lo suficientemente devastado como para ignorar las carcajadas de los eslavos, que esta vez aplauden y gritan gol gol gol, sirviéndose tragos y brindando a la salud de la sección mexicana. El Roro voltea. Los eslavos le hacen una mueca burlona que pretende imitar el llanto, se ríen nuevamente y beben; el del traje deportivo lanza el humo de su cigarro hacia el aire ya enrarecido del bar y le ordena al marroquí, a gritos, que le lleve una botella de aguardiente. El marroquí se apresura a cumplir la orden y le aconseja al Roro que los ignore: están borrachos y siempre le toman el pelo a los clientes, pero no puede echarlos, porque son clientes muy importantes; haría bien dejando pasar el incidente. Le ofrece una cerveza cortesía de la casa para aliviar el dolor y la humillación de la derrota. A las espaldas del Roro, los eslavos siguen caracajeándose. El marroquí destapa el envase de cerveza y lo pone frente a él. Quedan veinte minutos.
***
El partido termina y el Roro se levanta al baño. No mira a los eslavos, que siguen bebiendo y festejando. Increpan al Roro en un idioma que este no comprende, pero sabe que se burlan de él, disparando insultos contra el país que ama, contra los soberbios volcanes, contra los ríos majestuosos y los apacibles lagos. Cierra la puerta del baño tras de sí. Orina. Frente al espejo que cuelga por encima del lavamanos, restregándose las falanges con el jabón olor a cereza, el Roro repara en el escudo estampado en el pecho de su camiseta azul y blanco. La camiseta de La Selecta. Piensa que, si estuviera en San Salvador, al menos podría seguir poniéndose a verga con sus cheros, que podrían irse para la playa y comprar unos cinco doces en el camino, ver el amanecer en su rancho. Pero acá, tan lejos, para dónde puede agarrar, solo para su departamento, después de comprarse un six en una minitienda; participar, a la distancia, de la desdicha nacional e intentar borrar con alcohol el recuerdo del resultado y las injurias de los eslavos. Cierra el chorro del lavamanos.
En la barra, pide una última cerveza y la cuenta. Calcula que esta vez sí le van a salir más de cien euros. No está seguro de cuántas se ha tomado y el marroquí se ha estado llevando los envases vacíos. Derrotado, humillado y, además, timado, se lamenta. La cuenta llega y al menos la cantidad de cervezas cobradas es verosímil. Cuando se propone sacar la cartera, algo minúsculo, casi imperceptible, le roza la mejilla. Piensa que quizá fue una mosca, algún insecto, pero no lo es: sobre la barra, una bolita de papel mojado y arrugado da testimonio de un ataque premeditado. Observa la bolita de papel en silencio. Se aleja, se desconecta por un instante, incapaz de digerir la afrenta sufrida. Solo las carcajadas de los eslavos lo traen de vuelta a El Caracol Oscuro. El marroquí, que ve la tragedia asomarse, se acerca y le pregunta si está listo para pagar, pero el Roro no lo escucha, deja caer el recibo sobre la barra y calla. Una segunda bolita de papel aterriza junto al envase de cerveza medio lleno. En español, el Roro emprende una arenga dirigida a sí mismo: soy salvadoreño y el salvadoreño le hace huevos porque los tiene bien puestos. Los paisajes de su país se congregan en su mente, sacados de un comercial de un banco nacional que programaban en la tele cuando era niño. El Salvador del Mundo, pupusas de queso, el Puerto de La Libertad; todos desfilan frente a él como emblemas patrios bajo ataque. Violentamente, se pone de pie. Los eslavos lo imitan.
En el bar solo quedan el Roro y los eslavos, con los ojos inyectados en sangre y los cigarros colgándoles de los labios. No pronuncian palabra alguna, se dedican a inhalar y exhalar. El marroquí le ruega al Roro que pague y se vaya, que puede hacerle descuento si quiere, pero él lo manda a callar. Ya es tarde y la suerte está echada. El eslavo con el pelo engominado tira su cigarro al suelo y lo aplasta con la suela del zapato. Le pregunta, en francés, si tiene algún problema con ellos. El Roro no responde. El eslavo insiste. Mi problema, explica el Roro, es que ustedes, hijos de puta, me han pasado jodiendo toda la noche y me tienen hasta los huevos. El eslavo se ríe. ¿Y qué vas a hacer?, pregunta. El Roro no responde. El miedo brota desde lo profundo, una última súplica del instinto de conservación que ruega por escapar del destino que se revela frente a él, pero el Roro intenta esconderlo, empujarlo hasta el fondo de sus entrañas, sofocarlo; tiene que defender su honor, el honor de su país. ¿Qué van a pensar estos cerotes, este marroquí, qué van a pensar de los hombres salvadoreños si él, el Roro Villacorta, sale corriendo?
En mi pueblo, empieza, en tono didáctico, el eslavo del pelo engominado, cuando alguien tiene problemas con otra persona, lo resolvemos así, y extrae una navaja de acero reluciente de su cincho, mango de caoba con grabados rupestres que ilustran la lucha a muerte entre un oso y una jauría de lobos. Ahora, soy un hombre justo, continúa, y puedo ver que te falta un arma para defenderte. El del traje deportivo da un paso adelante y, blandiendo una navaja de resorte, sugiere que él puede, solo por esta vez, hacerle un préstamo a su nuevo amigo, y arroja la navaja a los pies del Roro, que, en silencio, mira la cerveza sobre la barra, mira las mesas lustradas y el humo de cigarro revoloteando entre las luces antes de recoger la navaja. Recuerda el palco, el rancho, la playa y los doces de Pilsener. Cómo ama su país, el Roro. El eslavo del pelo engominado, con un movimiento de cabeza, le indica que salgan porque la hora ha llegado.
El Roro empuña firmemente la navaja, que acaso no sabrá manejar, y sale a la calle.
*Carlos Daniel Fernández (San Salvador, 1995). Ocasionalmente reúne las energías suficientes para escribir un cuento o dos.