El gran Steven Buchemi

Presentamos un cuento del escritor salvadoreño Denny Romero, quien obtuvo el Primer lugar en la rama de poesía, así como Mención Honorífica en la rama de narrativa del XI Certamen Literario Ipso Facto 2021. Entre su obra publicada se encuentran los poemarios Kamikaze (Estro Editores, 2021), Contra espejismo (Proyecto editorial La Chifurnia, 2022), y próximamente Freza la muerte (Editorial Equizzero,2022).

Maridaje recomendado: Cerveza

Por: Denny Romero*

Recién amanecía cuando me llamó Roxana contándome un sueño donde mi persona le comía el pussy. A ella le gusta usar anglicismos; antes gastaba mis energías corrigiendo lo que a mi ver es innecesario porque el español es rico en palabras, pero ignoraba mis señalamientos, incluso usaba frases hechas de internet. Mientras narraba, me imaginé sentado frente a sus piernas abiertas con un tenedor, cuchillo, sal y picante. Solo diré que estaba entre dormido y despierto; en esos páramos la imaginación es antojadiza. Recobré la atención cuando me llamó por mi nombre, entre los gemidos interpretados. Roxana parecía querer cogerme, pero siempre que le sugería el ejercicio se hacía la blandeque. Decía no sentirse atraída por mi piel cobriza y mi musculatura balanceada, pero disfrutaba hablar de posiciones, posibilidades y placeres.

Le dije que su sueño era excitante y tenía el pene como una mancuerna, que fuera a mi casa a contarme los detalles, pero respondió con una cantaleta poco interesante sobre acampar y otros planes a realizar con su novio. Luego de un silencio reinició la conversación sobre el sueño soltando más detalles. Antes de colgar le pregunté si su novio podía llevarme mañana al café teatro, a lo que respondió no estar segura. Sentí el desplante por lo que respondí no te molestes, le diré a Bocachica. Después de la llamada me sentí muy caliente, Roxana me había excitado, así que abrí su foto de WhatsApp donde aparecía ella con un vestido azul junto a su novio, un tipo pálido y de sonrisa escarchada.

La pendeja me había despertado y no me quedaba más que levantarme e iniciar el día. Para no cocinar el desayuno fui donde Sonia, la vecina de enfrente. Cocinaba muy bien y era una amante conciliadora. Me recibió sonriente y me invitó a pasar a la sala y sentarme en los sillones que cubría con plástico para protegerlos del polvo y la suciedad, ahí veíamos televisión o esperaba a ser atraído a su habitación. Aunque las visitas más frecuentes eran para arreglar algún estante o bañar a su perro, una rata enemistada con el agua.

Me preguntó si quería desayunar, sin pena le hice saber que estaba hambriento. Se fue a la cocina donde ya tenía algo en el fuego.

—Puedes encender el televisor —dijo imperante desde la cocina.

Quería ver el noticiero matutino, pero el aparato fallaba, no encendía. Siempre tenía que darle algunas palmadas hasta que la pantalla reaccionaba.

—El televisor es una mierda. Lo siento —añadió.

Poco después llegó y se acomodó. Me comunicó que le hacían falta muchas cosas en la casa, la pensión no le alcanzaba después de prestarme el dinero que necesitaba para mi proyecto. En su rostro se marcaba la vergüenza del cobrador.

—No se apene —me dijo para no agitar mi preocupación.

Le comenté que el sábado iría al café teatro, me habían invitado y el viático sería en efectivo. Era la oportunidad indicada para vender mi libro, el que ella me ayudó a publicar. Se limitó a responder con una sonrisa, con esa dulzura que solo tienen los ancianos de belleza esencial. Se levantó, fue a la cocina. En la televisión pasaban un comercial nada barato del gobierno buscando dejar bien parados a los militares y policías, porque más que mostrar resultados lo que se ve es un despliegue de pirotecnia.

Sonia regresó con dos platos de huevos revueltos, plátanos pasados por agua con canela y frijoles fritos. Me levanté para ir por el café. Pese a escasear algunas cosas en la cocina, el café molido no faltaba. Después de desayunar vimos chiquilladas en la televisión. Le ayudé con el aseo antes de regresar a mi casa. Tenía que llamar a Bocachica, mañana era el evento en el café teatro, si no le aviso con tiempo se enrola en otras cosas arrastrándome con él, pensé.

Cuando lo llamé dijo necesitarme, una mano rasca la otra, por lo que llegué a su casa. Tenía un pie quebrado y una cita. Acordamos que sería su chofer y a cambio el carro sería mío el sábado, evitándome la incomodidad de ir con Roxana y su novio bobolón encerrados en su Toyota, respondiendo forzadas preguntas que no ayudan a socializar, pero que el sujeto siente la obligación de hacerme.

Manejé con Bocachica a la hamburguesería de siempre, esas donde uno se puede tomar selfies, beber soda y congelarse con el aire acondicionado. En todo el camino guardó silencio, ni un solo comentario sobre su pie roto. Con muletas se movió de allá para acá, del auto a la entrada y luego hasta la mesa donde lo esperaba un hombre deiforme ya entrado en años. A Bocachica siempre se le acercan bellas mujeres en el antro, no obstante, él prefiere a los hombres. Para no hacerla de clavo, me senté en otra mesa, aunque no importaba donde estuviera porque la cita de mi amigo era más ciego que un topo.

En una sola cosa podía pensar mientras comía mis papas fritas: quería ir al supermercado y hacer la despensa para Sonia. Sentía esa responsabilidad después de todo el apoyo. Presentarme al café teatro era una forma de retribuirle a ella.

En un dos por tres el ciego se levantó y se fue. Me acerqué al maricón de mi amigo y le dije:

—Hijueputa, hoy sí me vas a contar qué mierda te pasó en la pata.

Parco se levantó con las muletas y comenzó a caminar hacia la salida para regresarnos. En el carro sacó algunos billetes y comenzó a contarlos.

—Cerrá la ventana que se te vuela —dije mientras manejaba con calma.

—Bernaldo, como quiero a mi viejito ciego —dijo Bocachica.

—¿Él te ha dado esos billetes? —pregunté, pensando en pedirle algo prestado para hacer la despensa, pero antes de responderme sonó el teléfono.

Con esa llamada los planes habían cambiado. Nuestro destino ya no era la casa: iríamos a la playa. Dijo que la llamada era de Marcos, un compañero de la universidad que se había armado un pedo serio. Él y otros dos compañeros lo necesitaban para que los ayudara. Al colgar la llamada, sacó de atrás del asiento una perica y comenzó a romper el yeso que cubría su pie. Sorprendido lo cuestioné sobre lo que hacía, al parecer todo era una triquiñuela para Bernaldo, todo con el fin de que la cita no terminara en el motel. Bocachica dijo que Bernaldo era una máquina de pisar, que la última vez fue tan bueno que casi se caga. Es un sugar daddy del cual no quiere enamorarse.

La noche nos seguía el paso con un majestuoso atardecer de cumulonimbus iluminados. Al llegar anduvimos perdidos en el pueblo de la playa, no conocíamos y los GPS no ubicaban el sitio, nada raro. Aún había luz solar del ocaso cuando llegamos. Marco y el resto de los compañeros esperaban con ansiedad. Bocachica se reunió con ellos a discutir el acontecimiento. La incertidumbre reinaba, ninguno tenía idea de lo que había sucedido. El mar lucía majestuoso, de color cobrizo y vibrante. Si pasábamos la noche en aquella vieja casa de playa y salíamos temprano por la mañana, llegaría a tiempo para dejar al maje en su casa, me llevaría el carro, descansaría y me prepararía para ir al café teatro a dar mi recital. Estaba absorto viendo la danza de las palmeras cuando de repente el grupo se dispersó y entraron a la casa, dejando solo un cuerpo en el suelo.

El ahogado era un hombre adulto, de entre cincuenta y sesenta años. Muy parecido a este actor famoso, Steve Buscemi. Un Steve Buscemi grande o un gran Steve Buscemi. Es perturbador ver a un hombre ahogado y más aún ver a uno con esa altura. Contemplaba la espuma aún fresca en su boca cuando escuché una voz:

—Nadie sabe lo que pasó y ese es todo el problema —dijo un perro de algún pescador local. Lucía bastante calvo, como la mayoría de los perros que habitan la playa, debido quizá a la sal de la arena.

—¿Qué quieres decir? —pregunté.

—Tus compañeros de la Universidad vinieron temprano, antes del mediodía. Traían consigo más alcohol del que podía soportar cualquier ser humano.

—Se embriagaron, supongo.

—Venían con su docente. Un tal Ingeniero Peluche. Celebraban no sé qué cosa.

—¿Cómo sabes todo eso?

—Porque me dedico a la simple vida de un perro.

—Entonces, me dices que este hombre se metió al agua completamente alcoholizado.

—Es lo cualquiera supondría. Sé paciente y terminaré de contar. Sucede que nomás pusieron un pie en la arena y comenzaron a destapar las botellas, se repartieron a vasos llenos. Pero no se imaginó el finado lo que le esperaba. Mientras uno lo distraía con una conversación banal sobre los años mozos del viejo, otros dos le preparaban un coctel, no precisamente de los que puedes encontrar en la costa. Se pusieron a cocinar unos chorizos como fachada. Todo indicaba una venganza planificada, dizque por el maltrato que recibieron durante no sé qué época. Buscaban poner más loco que una cabra al Ingeniero Peluche, grabar los delirios alucinantes del Don, para luego avergonzarlo. Dejar un salvaje antecedente de miedo ante futuros ultrajes. Claro, su plan falló cuando todos se emborracharon y fondearon.

—Entonces, ¿qué sucedió?

—El Ingeniero se levantó alucinando mientras el resto yacían dormidos por el alcohol. Empezó a caminar hacia el mar. Yo no interfiero en los asuntos humanos, pero él me dio un pedazo de chorizo cuando mendigué, por lo que traté de detenerlo, sin embargo, era necio. Dijo a gritos que una sirena lo llamaba, tenía que llegar hasta ella. Insistía: la parte de pescado es la de arriba y me espera entre sus piernas. Lo único que pude hacer fue ladrar lo más fuerte que me permitían mis pulmones. Mordí a uno de los alumnos, pero no respondía al dolor. El viejo gritaba como loco: «¡ahí voy, mi amor!». Así fue mar adentro y sus gritos no cesaban incluso cuando el oleaje lo golpeaba. Se calló hasta que sus pulmones sucumbieron al salitre del mar.

Volteé a ver el muerto.

—Tenía lindas manos —dije.

En ese momento salieron todos los demás. Del perro apenas pude ver su rabo alejarse. Se me acercó Marcos y me dijo que ellos subirían el cuerpo al carro. Se habían puesto de acuerdo con Bocachica, quien me esperaba en la casa. Entré y el maje me ofreció una cerveza, la acepté.

—Supongo que esperas que yo maneje —dije.

—No, tranquilo —dijo. Me senté a su lado.

—La cagaron estos majes —dijo.

—Así veo.

—No saben lo que pasó, encontraron al viejo en la playa ahogado. La onda es que tenemos que limpiar, lo que ese muerto carga en la sangre nos mete en problemas. Tengo que hacerle el paro a Marcos y a los demás.

No dije nada de lo que me comentó el perro.

—Acordate, mañana tengo que ir al café teatro.

—Sí, ya te había dicho que te daré el carro mañana.

—Me van a pagar por el recital, aparte que podré vender mi libro. Necesito el dinero para pagarle a Sonia. Además que quiero ayudarla a abastecer su despensa.

—Sí, sí, solo iremos a dejar el cuerpo donde mi tío. Él reemplazará al muerto. El lunes nadie sabrá que este viejo se murió.

Sobre su tío sabía que, experimentando, descubrió cómo hacer monigotes para que suplantaran en funciones a los muertos, utilizando únicamente su piel sobre un cuerpo reptil, pero eso es otra historia. Habíamos perdido la noción del tiempo, pasaron un par de horas desde que llegamos. Entró Marcos, nos dijo que el muerto estaba arriba. Lo envolvieron con plástico para ocultarlo. Bocachica se terminó la cerveza. Mi envase estaba vacío y coqueteaba con un trago que vi en la mesa. Nos despedimos de los compañeros. Subimos al carro, el muerto estaba en la parte de atrás, envuelto y amarrado. De regreso por el pueblo compramos pollo frito para que el hambre no nos asaltara.

En la oscuridad, nos iluminaban las luces del tablero. De la autopista solo se veía la línea que separaba los carriles. Cerré los ojos un momento para aliviar el cansancio. Cuando los abrí, Bocachica iba conduciendo muy rápido. Me dijo que lo venía siguiendo un auto de la policía. No se detendría por nada y pisó el acelerador. Vi por el retrovisor, efectivamente un pickup nos seguía. No se veía la sirena, pero pude ver a los uniformados. Bocachica lucía desenfrenado, poseído por el mismo demonio. La luz de las farolas del carro que nos traía del culo, iluminaba con sombras el interior. Un resplandor fugaz me dejó ver su rostro, sudaba y casi se tragaba los dientes. Sin aviso se escucharon pasar  disparos junto a nosotros, como lacayos de la muerte.

—Para que llore la mía, mejor que llore la de ellos —dijo Bocachica cuando sintió que nos alcanzaban.

Me puse el cinturón justo antes de que comenzaran a rozarse las carrocerías y a estremecerse los vehículos. Rechinaron los neumáticos y derrapamos antes de impactar.

Terminé aturdido. El carro estaba de cabeza. Bocachica no tenía pulso, tampoco respiraba. Su pecho estaba constreñido sobre el volante. A mí me dolía mucho el dedo meñique. Antes de salir registré sus bolsillos para sacar los billetes que le dio Bernaldo. Me alejé cuanto pude del carro que parecía una lata corrugada. No sé cómo, pero volcamos al impactar con una formación natural de piedra. No había rastro de nuestros persecutores, a lo mejor nunca lo hubo y aquello solo sucedió para explicar la situación en la que me encontraba. Tenía que huir de los muertos y el carro antes de que se incendiara.

Calculé que tenía algunas  horas  caminando. Al inicio corrí, pero el cansancio me hizo desistir. Entre los cerros tropicales, el riesgo de ser atacado por alguna fiera es mínimo. Al voltear a lo lejos vi humo luminoso. Quizás era Bocachica ardiendo. Encontrándome en un claro decidí tomar un descanso y sin plantearlo me quedé dormido. Era casi de mediodía cuando alguien me despertó a empujones.

Lol, qué crazy. —Escuché. Era Roxana.

Le pregunté qué hacía en ese lugar. Lucía fatigada y alegre de verme. Me respondió que si recordaba lo que me contó sobre acampar. Le mentí diciendo que sí. El día de ayer había subido al cerro buscando el río, sin celular para conectar mejor con la naturaleza y como lo pensé, era una estúpida idea de su novio. Ambos se habían perdido. La noche los dejó atrapados e incomunicados. Caminaron sin encontrar el sendero e igual en la mañana. No tenían demasiado miedo, sin embargo, se veían cansados y sucios. Su novio estaba desahuciado.

—¿Tienes tu fon? Mi novio es diabético y necesitamos regresar al hostal para que tome su medicamento —dijo ella.

Esa era toda la preocupación. Le di mi teléfono.

—No sé si tiene carga. Activa los datos —dije.

Ella entró al GPS y ubicó la ruta. Caminamos hasta el único lugar registrado en el mapa: una tienda. Ahí pagamos una mototaxi. Ya en el hostal donde se hospedaban, ella curó mis heridas y rasguños. Me dijo que probablemente tenía fracturado el meñique.   No preguntó qué hacía dormido en medio de la nada, ni porqué estaba herido. Su novio se tomó el medicamento. Después de un descanso breve le dije que necesitaba regresar a casa, hoy era mi lectura y necesitaba el dinero. Cuando su novio me escuchó, se ofreció a llevarme. Claro, el hijueputa es una persona amable y dispuesta a sacrificar sus planes, pero me lo debía por salvar su vida. Almorzamos y salimos de retorno a la ciudad. Roxana se durmió en el asiento. Este tipo siempre hacía preguntas sin sentido, no solo lógico, sino incluso pragmático. De repente rompió el silencio que nos invadía incómodamente:

—Oye, amigo. ¿Cuál es la trama?

Lo volteé a ver, sentí que le debía una respuesta. Estaba siendo amable.

—No sé, quizá seguir vivo y, aunque parezca absurdo, hacer cosas que hagan avanzar el tiempo.

—¿Será eso lo que hace un héroe?

—Sabes, agradezco mucho que me ayudes, pero en este momento me siento muy cansado. Voy a intentar dormir un rato.

—Eres un héroe. Descansa, Lebowsky.

Pegado a la ventana fingí dormir todo el camino. Al llegar me dijeron que esperarían mientras me cambiaba de ropa, querían llevarme al café teatro. Por lo que entré a la casa y me puse lo primero que encontré medianamente formal. En el lugar, ellos ocuparon una mesa, se disponían a cenar. Por mi parte busqué al organizador, quien de inmediato me reconoció:

—Eo, vienes tarde.

—Traigo mi libro de poemas para leer.

—Mira, ese chico ya leyó sus poesías.

Dirigí la mirada hacia donde señalaba. Era un chico quien me miró con cara de rabia mostrando sus dientes.

—No me hagan esto. Pasé mucho para llegar aquí.

—Sabes, el comediante no vino, si te rifas unos chistes, el viático es tuyo. Vos sabes, lo hago por apoyar la cultura, por apoyarte a vos.

No lo pensé dos veces. Acepté y en el escenario, como no sabía ningún chiste, le tiré mierda a todos, hablando de cualquier estereotipo que se me ocurría, tanto de gordos, gays y mujeres. La gente reía a carcajadas, incluso las personas que no eran blancas reían de los comentarios racistas que ellos creían chistes. Desde el escenario agradecí a Roxana y a su novio. Cuando dije que regresaría caminando, creyeron que era mi despedida y bajaron el telón.

Cobré mi viático y regresé a mi casa a paso lento, cuando aún era temprano. Pasé por el supermercado. Compré cuanto podía cargar. Viendo al cielo, el atardecer vestido de tormenta, solo pensaba en la alegría de Sonia, al retribuir lo que me prestó para mis libros. Mientras sonrío, escucho a los carros pitar para que me fije al cruzar la calle.

*Denny Romero (El Salvador,1994). Poeta, narrador, artista plástico y gestor cultural. Primer lugar en la rama de poesía y mención honorífica en la rama de narrativa; ambos del XI Certamen Literario Ipso Facto 2021. Co-fundador del proyecto La Página Desértica. Organiza la Mini Feria del Libro Lastenia García, Flores y Letras. Co-fundador Claroscuro Editores. Aparece en Torre de Babel. Antología de poesía joven salvadoreña de antaño. Volumen XV. Los apócrifos salmón y en Máquinas Breves y otras Perversiones. Antología de minificción. Muestras de su poesía se encuentran publicadas en la Revista Cultura Nº 125 del Ministerio de Cultura de El Salvador, entre otras. Obra publicada: Kamikaze (Estro Editores, 2021), Contra espejismo (Proyecto editorial La Chifurnia, 2022), y próximamente verá la luz su libro Freza la muerte (Editorial Equizzero,2022).

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