Supervivencia de las plagas

Maridaje recomendado: Café

Por: Benjamín Silva* 

 

Sus ojos, velados por algo que se asemeja a un manto de polvo estelar, brilla con el mismo fulgor de la niñez, aunque otro sea el material que arde en el interior de estas dos parodias de genio. Se miran, quietos. Los dos han sacado el arma, ambos se apuntan, ambos han quitado el seguro, ambos tensan el gatillo al borde de lo irremediable, ambos visten de traje formal.

Pero esas coincidencias son forzadas e insignificantes frente al basto cúmulo restante de ellas. Nacieron en el año 1994, los dos varones, los dos con nombres bíblicos. Crecieron en una misma ciudad. Fueron inscritos en el mismo curso en el Kinder Centroamérica. Allí, los dos obtenían calificaciones siempre por debajo del 6, es decir, el sellito en sus trabajos siempre oscilaba entre: “Bueno”, “Regular”, o “Necesita mejorar”, además de avergonzar a sus padres cada mes al llevarles hasta la comodidad del sofá las notas de desesperación y quebranto escritas por sus profesores, lo cual siempre conllevó a un castigo.

La historia tuvo su respectiva saga cuando fueron promovidos al primer grado en el Centro Escolar República de Nicaragua. Pasaron los años, y la relación entre ellos fue creciendo. Llegaron al quinto grado por misericordia de sus educadores. La licenciada Imelda, psicóloga de la escuela, se acercó al dintel de la puerta del aula un día y, luego de disculparse por irrumpir, pidió que el niño Jonathan Edgardo Cortez Umaña se pusiera de pie para que la acompañara. Sería el único del salón en recibir terapia psicológica, y a ninguno de los niños o niñas allí sentados le importó, excepto a su amigo Benjamín Candray, quien gritó “¡Loco!” en son de burla cuando Cortez había llegado a manos de Imelda. A raíz de aquella ofensa, Imelda decidió llevarse también a Candray.

Los demás niños recibían sus clases normales, pero Cortez y Candray pasaban no pocas horas al mes con Imelda, en aras de ponerlos al nivel de sus demás compañeros. El diagnóstico fue —también— el mismo para ambos: Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad. Los dos niños no eran tontos, o rebeldes, u holgazanes, —al menos no por voluntad propia— pero ese era el concepto que tenían de ellos algunos docentes, y con base en esas imperfecciones los dos niños sufrieron incomprensión, humillaciones, e incluso maltrato por parte de muchos de sus superiores.

Fueron mejores amigos por años, y aun cuando Cortez reprobó el séptimo grado, y Candray no, aquellos dos desastres se buscaron cada recreo; y cuando el bachillerato los separó, lograron mantenerse en contacto; y cuando Cortez ingresó a ingeniería, y Candray a medicina, el aprecio entre los dos se mantuvo todavía envuelto cuidadosamente entre capas de trilce nostalgia.

Y ahora Cortez y Candray se apuntan a la cabeza, confundidos, dentro del centro de vigilancia del Complejo de Juntas y Recepciones de Casa Presidencial, junto al salón Istmania, durante la cena de navidad, cuando 10 minutos los separan del 25 de diciembre. El pulso acelerado sacude sus anticuadas —aunque no por ello menos letales— armas, y el sudor corrompe la suavidad de sus rostros.

—Viejo, se equivocaron con nosotros, no somos retrasados, no merecemos morir así —irrumpe Candray después de unos 20 segundos de agobiante silencio.

—Yo sé que no, maje, pero esto no es con vos, no sé qué hacés aquí —respondió Cortez frunciendo el ceño en señal de desconcierto.

—Yo sólo estaba hastiado de esos vejestorios escandalosos, me provoca repulsión verlos y escucharlos reír tan estrepitosamente mientras miles de personas mueren por el virus.

—¿El que liberaron esos despiadados del Comité? —interrumpe Cortez. Candray baja la mirada de forma evasiva y continúa.

—Vi que una cámara se movía demasiado en una de las esquinas del salón, y quise saber si todo estaba en orden, por eso entré acá.

—Pues como ves no, nada está en el orden correcto. ¿Vamos a seguir así? ¿Nos morimos los dos? —Ahora el rostro de Cortez brillaba, inexpresivo, a la luz de una de las pantallas de monitoreo.

—Esa decisión es tuya viejo, yo nunca te dispararía primero.

—Bajá el arma entonces, y luego la bajo yo.

—Tampoco creo que pueda hacer eso, vos no estás pensando bien las cosas.

Cortez elabora un subterfugio para convencer a Candray de bajar el arma. Ya ha descartado disparar y salir ileso al mismo tiempo, puesto que, aunque funcionara, el disparo delataría la actividad no autorizada dentro del centro de control, adelantando así los planes.

Candray observa dos soldados desvanecidos en el suelo, detrás de Cortez. No hay sangre, sólo inconsciencia; podría pensar de forma optimista. Su amigo de infancia no es un asesino, sino un ser frágil y profundamente depresivo que no sabe lo que hace ni lo que quiere. Eso cree, pero la realidad es que esos soldados jamás volverán a levantarse con vida.

—Decime algo —esta vez Cortez irrumpe—: ¿Recordás todavía el día en que fuiste conmigo a la oficina de la directora para denunciar que mi papá me golpeaba?

—Por supuesto, te trasladaron a la casa de tu abuela después de eso, ya no te volvieron a pegar.

—Bueno, ¿Recordás que lloramos juntos ese día? ¿Recordás el amor que me tenías?

Sobreviene un corto silencio, hasta que Candray, con los ojos humedecidos, alza la cabeza y dice:

—Claro viejo, creo que Dios me ha puesto aquí para impedir que hagás algo terrible.

Las armas caen en la delgada alfombra: la de Candray después de la de Cortez. Se acercan y estrechan sus manos. Candray nota que los ojos de su tembloroso amigo todavía conservan ese velo extraño, y le invita a sentarse en las sillas del puesto de control, lejos de las inanimadas pistolas. En ese momento, ambos sentados, Candray advierte un error garrafal: ha tirado su única arma al suelo sin tomar en cuenta que Cortez seguramente tiene otra guardada entre sus ropas.

Ambos saben que Candray ha perdido. Cortez desenfunda con soberana calma la clásica 9 milímetros, ni si quiera se molesta en apuntar, aleja su silla de Candray y se sienta frente a él.

Tras la hermética puerta del puesto de control, en el contiguo salón Istmania de Casa Presidencial, los ministros y diputados se emborrachan con un whisky escoces subsidiado por el pueblo mientras gritan incoherencias y escupen chistes obscenos sobre las lujosas mesas. La música ha involucionado del jazz a la salsa, y de la salsa a la bachata en cuestión de minutos, lo mismo ocurre, gradualmente, con la calidad de las bebidas alcohólicas en las bandejas de los meseros. Pronto no habrá más que un grupo de despechados entonando asquerosas piezas de reguetón, bajo los efectos del aguardiente, con motivo de la celebración navideña.

—Escuchá a esas cucarachas. De todas las generaciones que pudieron haber accedido a la inmortalidad tuvo que lograrlo la de peores gustos musicales. En vano existimos nosotros, los genios, mientras esas cucarachas ineptas sigan gobernando —sentencia Cortez, susurrando.

Candray ha decidido sólo guardar silencio. Esperará escuchar todo lo que su amigo tenga que decir, como en los viejos tiempos. La repetición del peyorativo “cucaracha” roza levemente un recuerdo de su voraginosa memoria, minutos después recordará que el término empezó a usarse para hacer referencia a pandilleros y delincuentes, y que más tarde la clase alta incluiría también a indigentes e inadaptados bajo tal apelativo.

—¿Cuántos años tienen ya? ¿Hay alguno en ese salón con menos de 100 años de vida? —Candray no otorga la respuesta negativa, aunque la conoce a cabalidad— Mi primo Rafa, fue asesinado a sus 33 años junto con todos los indigentes del portal La Dalia durante la primera limpieza. Mis otros primos, los gemelos, murieron a los 43 cuando esas cucarachas del Comité congelaron e hicieron caer una nube nimbus sobre Soyapango. ¿No te diste cuenta verdad? Aceptaste la versión del noticiero, pero no, maje, era imposible que esa enorme estructura de hielo se formara naturalmente en el cielo. Ese fue un fenómeno antrópico, pero esas cosas nadie más las puede columbrar, sólo los que somos suficientemente locos e inteligentes.

Candray sí sabe que esa descomunal masa de hielo que cobró 21 muertes y destruyó gran parte de Soyapango fue obra del mismísimo Comité de Seguridad, pero confesarlo podría detonar su propia muerte de forma anticipada en manos de Cortez, además se trata de información clasificada, así que no abre su boca.

—Era de esperarse, maje, es bien sabido que las nubes pueden llegar a pesar toneladas por el agua que contienen; tarde o temprano cualquier imbécil descubriría la fórmula para condensarlas y congelarlas de forma instantánea. ¡Cobardes! ¡Eso son!

Cortez se detiene un instante y observa las pantallas para comprobar que nadie afuera le haya escuchado al alzar la voz. Candray considera en fracciones de segundo abalanzarse sobre Cortez y neutralizarlo, pero su cuerpo no responde… no a tiempo. Cortez se sienta frente a Candray y entrecruza los dedos, con la pistola en su regazo. Candray cree que ha llegado el momento de confrontar a su amigo.

—¿Qué vas a hacer entonces? ¿Creés que todos allí —señala con su boca en dirección al salón Istmania— merecen ser aplastados por un montón de hielo? ¿Ibas a matarme a mí también con ellos?

Cortez se yergue, suelta sus dedos y acaricia la 9 milímetros en su regazo. Titubea un momento, suspira, se muerde los labios mientras su corazón se acelera por una imagen: ve a Candray tirado junto a los demás cuerpos, herido por una de las granadas venenosas que carga en su maletín, y que más tarde espera hacer detonar. Por fin logra decir algo.

—Las políticas actuales, como los sistemas ecológicos naturales, se rigen por leyes crueles de supervivencia. En Soyapango, esa inmensa y aplastante estructura de hielo hizo disminuir la delincuencia, de hecho, aquel diciembre fue el más pacífico de la última década; valió entonces la pena asesinar a unos cuantos civiles, incluyendo a mis primos… mis ilustres primos. Vale la pena, al fin y al cabo, es muy fácil y divertido apretar un botón y convertir las nubes en hielo, o jugar a asesinar indigentes con un dron, o fabricar un huracán o un virus. Las personas somos simples cucarachas de monte y de quebrada para el poderoso, así se refieren a nosotros, los comunes y corrientes. Ellos son cucarachas de alacena, y hay que controlar también ese frente, ¿No crees? Ellos son la plaga de plagas, son las cucarachas que accionan el insecticida sobre sus hermanas sólo porque una tecnología, que ellos no inventarían por su cuenta ni en mil años, se los permite.

—Pero no vas a cambiar nada con matar a todos, aquí van a morir personas que de verdad están comprometidas con la paz para nuestro país, sin mencionar a los familiares que nada tienen que ver aquí.

—Esto me recuerda a aquel pasaje bíblico donde Jehová decide destruir Sodoma y Gomorra. Miralos, bulliciosos, despreocupados, celebrando un año lleno de injusticias y abusos, atiborrados de comida, con cuerpos de momias ¡Es una injusticia que sigan vivos! Vos desarrollaste ese corazón artificial que los mantiene conectados a una realidad que ya no les pertenece. Ellos apenas recuerdan lo básico, ya no recuerdan haber leído La República de Platón, ni a Marx, ni a Hegel; esas neuronas murieron a los 70 años. ¿No te das cuenta? Tu trabajo consiste en desafiar los designios del ser supremo que decís adorar. Pero no, Benjamín, es una injusticia que sigan vivos, la misma Biblia dice que a los 80 ya sólo los robustos llegan, y estos tipos andan entre los 120 a 130, sabés qué pasó en Sodoma y Gomorra al final, ¿Verdad?

—Fuego.

—¡Eso! —Cortez examina el interior de su maletín— ¡Cabal eso va a haber aquí!

—¡Esperate! —Gruñe Candray, quien aún no termina de asimilar los puntos en su mente— Se equivocaron con nosotros. Yo siempre he creído en vos y siempre te he amado como al hermano que ninguno de los dos tuvo. Yo no quiero que terminés preso, o que murás en ese salón en manos de los guardias de seguridad. Yo no quiero que todos allí mueran, son sólo 5 personas las que han creado y apoyado los proyectos de exterminio. Vos nos sos un exterminador. Hay algo que podemos hacer juntos.

Cortez escucha con total atención, sus ojos oscuros se iluminan, y su piel trigueña se eriza constantemente desde ese momento en adelante.

—En sexto grado vos tuviste la idea de hacer un tornado de incienso para la feria de logros. Tuvimos 10 de nota. Hoy tus palabras me han dado una magnífica idea: Ese corazón artificial del que hablás todavía tiene un punto débil que nadie nunca ha señalado. Yo lo diseñé para que sea indetenible aún después de la muerte, es imposible que un hacker lo detenga, o que intente ralentizar sus pulsaciones; lo único que un hacker como vos podría lograr es aumentar el ritmo cardiaco, pero el sistema impide que haya un sobrecalentamiento, por lo que tampoco es posible acelerarlo a extremos mortales. En otras palabras, ni siquiera yo mismo, quien en teoría les ha otorgado esos años extra, puede acabar con sus vidas a través de mi propio invento.

—Voy a intentar anular el sistema —propone Cortez, con ojos alucinados.

—Es imposible, no existe ninguna forma para anularlo, o te tomaría demasiado tiempo lograrlo. Pero vos una vez me contaste que habías logrado hacer que tu computadora funcionara más rápido mediante una refrigeración o algo así, no recuerdo el nombre.

—¡Overclock! —exclama Cortez con una inusitada sonrisa.

Ambos dirigen su mirada hacia el sistema de ventilación. Son las 12:13 del 25 de diciembre del 2032, afuera, en las leprosas y caóticas calles, la temperatura desciende hasta los 15° centígrados, mientras que en el salón Istmania la temperatura marca los 26°.

En el centro de vigilancia está el control de la humedad y de la temperatura de todos los salones de Casa Presidencial. Cortez ordena a Candray tumbarse sobre la alfombra, boca abajo. En cuestión de segundos, Istmania llega a los 0°, y la temperatura sigue cayendo. Suena la alarma de emergencia, las puertas se sellan, los soldados se movilizan por todo el complejo, pero Istmania es una trampa inviolable.

Cortez sonríe, abre la puerta despacio y silenciosamente, y deja caer un artefacto en Istmania sin ser detectado. El artefacto libera una enceguecedora luz acompañada por un fantasmagórico espectro que horroriza a todos los beodos funcionarios en el salón. Se escuchan unos endebles clamores de ayuda. Las momias tiritan de frío, algunas se agrupan, agonizantes, en busca de calor, pero no lo encuentran.

Un algoritmo básico le permite a Cortez identificar cada una de las direcciones IP de todos los corazones artificiales en el salón junto a sus respectivos usufructuarios, y mediante un comando dispara el ritmo sanguíneo de aquellos a quienes Candray menciona. Uno a uno, los 5 principales miembros del concejo colapsan y se desploman.

Cortez levanta a Candray del suelo y le abraza con lágrimas en los ojos. Todo parece un sueño ahora, una mágica liberación carente de cualquier tipo de remordimiento, una escena de ficción que cierra el telón ante un público que aplaude de pie solamente hasta el final de la obra. Sólo podían comprenderse el uno al otro. Siempre fueron ellos dos contra el mundo.

Se separan. Y un ardor invade la lengua y los ojos de Candray. Cortez ha sacado una de sus granadas venenosas y la sostiene ferozmente con su mano. La puerta está cerrada.

Ambos ven su vida pasar en un segundo frente a sus ojos. Los dos recuerdan la vez en que Cortez desmayó a Candray haciéndole contener la respiración y apretando su pecho contra la pared del salón escolar: era un estúpido juego que Cortez aprendió de Rafa. También recuerdan el día en que se agarraron a golpes sin tener muy clara la razón, y todas las demás veces en que se infligieron heridas y moretones mientras jugaban “ladrón y policía” o “agárrame la ayuda”. Era toda esa incomprensión, toda esa angustia existencial. Si tan sólo alguno de sus docentes se hubiera tomado en serio el Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad.

Si tan sólo la nube nimbus no hubiera caído sobre simples cucarachas; si tan sólo se hubiera respetado la vida de los insectos del Portal la Dalia, y las cucarachas momificadas de Istmania hubieran estado en contra de las políticas de exterminio; si tan sólo hubieran existido entre humanos y bajo leyes de supervivencia no tan crueles. Ellos dos serían héroes y no criminales… no cucarachas. Todo lo que pudo ser, y lo que fue: puesto en la mesa por unas manos de otro tiempo. Ahora el insecticida está colocado frente a sus fauces.

Cortez detona la granada.

*Benjamín Silva (San Salvador, 1994) estudia la Licenciatura en Periodismo en la Universidad de El Salvador. En el 2016 ganó los XXII Juegos Florales de Morazán con el Cuento «Fuego oscuro», publicado en 2017 por la DPI.

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