Henrik

Presentamos un adelanto del libro «Trucha panza arriba» del escritor guatemalteco Rodrigo Fuentes. El siguiente cuento fue ganador del II Premio Centroamericano Carátula de Cuento Breve en el año 2014. Pueden solicitar el libro completo a través de la Editorial Los Sin Pisto, escribiendo un correo a editexto@gmail.com. 

 

Maridaje recomendado: Ron oscuro (para que los lectores acompañen a Henrik y al narrador mientras ellos a su vez lo toman). Si es buen ron, solo con hielo y un chapuzón de agua; si es ron guerrero, con hielo y coca al gusto.

Por: Rodrigo Fuentes*

Ilustración: Akira Ikezoe (2016)

Éste aquí es familia, decía Henrik con su mano sobre mi hombro, los dedos grandes y pesados y aun así amables. La otra persona me observaba a mí y lo observaba a él y luego insinuaba una tímida sonrisa antes de darme la mano y decir que era un verdadero gusto conocer a algún pariente de Henrik. Tiempo después, cuando ya había más confianza entre nosotros, Henrik le explicaba al desconocido correspondiente que él era en realidad mi padrastro, y quizás agregaba más bajo, con su vozarrón vikingo, que ser padrastro era casi igual a ser padre, para luego añadir, cambiando de tono, que no por padre o padrastro, pederasta, y con esto se reía y nos reíamos, aunque su chiste fuese extraño y hubiera causado algún desconcierto. Pero así era Henrik, sin grandes escrúpulos a la hora de hablar, no por una impudicia particular, pues tenía un temperamento más bien recatado, sino por la pura gana de reír y ver reír, aunque esa risa se deslizara, por así decirlo, entre las sombras de la incomodidad. Y es que Henrik no le daba mayor importancia a las palabras (que son flacas y flojitas, decía él), sino a esas extrañas e invisibles pulsaciones que irradian los cuerpos, a los gestos y el candor en que se cifra la amistad, como explicaba con un destello en sus ojos, sosteniendo alguno de los cigarros que convidaba cuando no estaba mi madre. Pero eso ya era después de los roncitos, claro, de los roncitos y la plática, cuando Henrik entonaba con su ambiente y se manejaba en el fluido territorio del trago.

Se conocieron de noche y frente al lago, mi madre y Henrik, un hecho intrascendente si no fuera porque el lago reflejaba, de alguna manera, el temple de ambos, una paz plana y uniforme que se extendía sobre la superficie sin mostrar mayores cambios. Él había perdido a su esposa ocho años antes y en su rostro quedaban las sutiles marcas del desvelo, los resabios de carreras al hospital, y también cierta proclividad a las lágrimas que sorprendió a mi madre en su primer encuentro.

Ambos descansaban en las mecedoras que una amiga en común había sacado al pequeño jardín frente a su casa. Ahí afuera, el rumor de la fiesta y el calor de la fiesta y los silencios de la fiesta les llegaban como mensajes de un mundo indescifrable. Mi madre también había perdido, de cierta forma, a su marido, y si visitaba a su amiga ese fin de semana era por el sonambulismo en que se había sumido desde la separación, y que permitía que una o dos conocidas la acogieran de esa manera, guiándola por los derroteros de lo que llamaban su convalecencia.

Imagino a mi madre emponchada, su pequeña cabeza despuntando entre los paños abultados alrededor de su cuerpo. Respira profundo y observa el agua desde su mecedora. Henrik también mira al lago, enfocado en las luces de la otra orilla, pero es difícil saber a ciencia cierta si en realidad observa algo, porque bien podría estar con la mirada perdida, atento a algo más, pues si pierde la mirada es porque encuentra la memoria, como acostumbra decir tras distraerse. Pasa el tiempo, y Henrik rompe en llanto. Llora y sigue llorando y mi madre se queda en su silla, protegida del frío por el poncho, esos ponchos gruesos y rudos que su amiga consigue en los pueblos a la orilla del lago. Henrik llora y mi madre guarda silencio y ambos cuerpos se sacuden, pero en la oscuridad eso se ve poco y tampoco importa mucho.

Acababa de mudarme fuera de casa cuando mi madre me llamó para invitarme a almorzar. Quería que conociera a alguien, dijo, y la vaguedad de sus palabras me hizo pensar que algún individuo cuestionable se había infiltrado en nuestro círculo más íntimo. Nada sabía yo de Henrik, ni de sus manos inmensas ni del latido involuntario de su pómulo derecho, un pequeño temblor que le hacía bajar la mirada y fingir concentración en la comida. Algunas referencias a su origen escandinavo, y ciertos datos sobre la siembra y la cosecha del cardamomo, son lo poco que recuerdo de esa conversación. Pero también sé que aguantó bien el peso de la mesa, por así decirlo, una mesa redonda y de madera que llevaba más de veinte años en la casa, con manchas y cicatrices desconocidas para Henrik, escondidas bajo el mantel verde sobre el cual descansaba su mano, la palma abierta y sosteniendo los pequeños dedos de mi madre. Desconfié de su aire reservado, midiéndolo desde mi silla por algunos minutos, pero tuve que entregarme ante la candidez de su silencio.

Me llamó algunos días después para que tomáramos un trago. El Hotel Lux aún conservaba una oscura barra de madera, larga y bien lustrada, pero Henrik esperaba en las mesitas precarias del fondo. Me dio un apretón de manos y pude ver que se esforzaba por tensar los músculos del rostro. Empezó hablando con voz pausada y sin tema en concreto, mencionando entre otras cosas a su padre, el único pariente con quien aún tenía relación, si bien el contacto entre ambos era esporádico, incluso frágil. Pero padre solo hay uno, concluyó con cierta pesadumbre, soltando el aire con lentitud mientras descansaba sus manos sobre la mesa. Quería hablarme, dijo al fin, preguntarme qué pensaría si se mudaba con mi madre. Por corrección, dijo, por eso es necesario preguntarlo, agregó, y tuve que evitar su mirada y esconderme momentáneamente tras un sorbo del ron con cola. Mi respuesta fue insuficiente, quizás por eso cruel, y Henrik tuvo la decencia de brindar por la familia y por el futuro y seguimos bebiendo, ya sin mucho tema pero sin necesidad de tenerlo.

Poco sabía yo de Henrik o del sendero hacia la ruina en el que estaba encaminado. Su risa franca, y el rostro complacido tras los almuerzos de domingo, presagiaban un descenso calmo y prolongado hacia la vejez. La vida hogareña le estaba cayendo bien, me dijo una vez, justo antes de salir en un viaje de fin de semana que mi madre había organizado, sin duda para que Henrik y yo nos conociéramos mejor. En el camino Henrik siempre estuvo radiante, sosteniendo el timón con fuerza, las manos resueltas y listas para solucionar cualquier contratiempo. Mi madre lo observaba desde su asiento y sonreía, acercando su mano a la de él, como también sonreía después, cuando esperábamos la cena en un comedor al lado de la carretera y Henrik nos presentaba a algún desconocido, un mesero o comensal con el que había entablado plática, porque era un gusto estar compartiendo, sobre todo en este pueblo, decía Henrik, sobre todo con la familia, junto a esta bella dama que es mi mujer, en una noche así, no vamos a decir estrellada, pero sí de iluminación agradable, y cómo va a ser que no se sienta con nosotros a tomarse un traguito, una noche así no hay que desaprovecharla.

El precio del cardamomo se desplomó al año de ese primer almuerzo, y con ello empezó la tormenta de mierda, como se acostumbró a llamarla Henrik. Su padre, que tenía tierras en el altiplano y más de ochenta años, desapareció en uno de sus viajes a La Corregidora, la finca de cardamomo. Llamaron a Henrik a las tres de la mañana de un martes para avisarle que lo habían encontrado. Henrik le explicó a mi madre con teléfono aún en mano que a su padre lo acababan de bajar de la rama de una ceiba, donde había estado colgando por más de doce horas.

Fuimos juntos al entierro. Algunos socios de su padre ojearon apenas a Henrik, como si vieran en su tristeza la vergüenza del suicidio paterno. Sostuvo la mano de mi madre, sereno, mientras esperábamos la llegada del cura al cementerio. Supongo que ya entonces empezaba a tener otras preocupaciones, nuevas inquietudes, efecto de la carta encontrada al pie de la ceiba y de las frases extrañas y a veces incoherentes que su padre había escrito en ella.

Comencé a visitar la casa con más frecuencia. Henrik regresaba del trabajo antes que mi madre y nos sentábamos en dos sillitas de plástico que se mantenían en el jardín. Él preparaba los tragos, usando unas tenazas chapeadas para pescar los hielos de la cubetita roja que luego dejaba caer en los vasos. Los primeros fragmentos de esa carta empezaron a llegar por ahí, aunque pronto entendí que sus palabras pertenecían a una correspondencia que abarcaba mucho más que las seis cuartillas escritas a mano. El diálogo me excedía, lo sabíamos ambos, y Henrik me ahorró la incomodidad de tener que explicarse. Simplemente habló, mencionando detalles entre sorbos, o después de expulsar el humo del cigarro, mientras palpaba su pómulo con la punta de los dedos para asegurarse que todo siguiera en orden.

Se le habían levantado varios frentes, dijo. Habló de personajes difusos y a veces oscuros, contactos en la provincia, individuos que entraban y salían de su historia sin propósito concreto, y habló también de La Corregidora, embargada por el banco e invadida por los campesinos. Una estrategia de la muchachada un tanto vil, murmuró sentido. Había liquidado los activos de su padre. Su sueldo en la exportadora se diluía cada mes entre el caudal de deudas heredadas. Carlos, su amigo y socio en la empresa, había aceptado prestarle algún dinero, lo cual, naturalmente, había enfriado la amistad. Tenía que hacer pagos al banco, a los jornaleros, al socio, y el cansancio empezó a asomar en sus gestos, cierto desaliento que ahora transmitían sus manos, antes tan serenas.

Por iniciativa suya decidimos compartir nuestros tragos fuera de casa. Me llamaba después de las jornadas de trabajo para que nos reuniéramos en algún bar del centro. Su trabajo en la exportadora lo mantenía en la provincia, lo que le daba cierta libertad para atender la finca de su padre. Descubrí con preocupación que dilataba esas veladas, extendiendo el silencio que compartíamos hasta que ya no quedaba suficiente clientela para disimularlo. Mi madre estaría en casa esperando el regreso de Henrik, y ahí seguíamos nosotros, esperando el regreso de quién sabe qué.

Le gustaba mantener el vaso entre ambas manos, sobre la mesa, haciéndolo girar con esos dedos grandes y pesados y amables. Los señores tenían dinero, me dijo en una de esas ocasiones. Hay que tenerlo en cuenta, continuó, que tengan dinero, porque de eso no hay mucho ahora, pero estos señores sí que lo tienen. Habían llegado a La Corregidora a visitarlo, dijo, nomás entrando él, y era obvio que estaban bien informados porque él no avisaba cuándo iba a llegar a la finca. Ya le había pasado que la muchachada le cerraba el paso en la entrada, la entrada a la finca de su propio padre, suspiró, aunque él fuera ahí precisamente a hablar con ellos, aunque su interés fuera negociar algún acuerdo con la muchachada para empezar a salir de todo el despelote. En fin, dijo, me fueron a visitar los señores y fueron muy amables, muy correctos, unos caballeros en realidad, me trataron con mucho respeto. Don Henrik, dijeron, usted está desperdiciando esta tierra, ahorita mismo se está desangrando. Si no mire qué marchita está esa siembra, sus plantitas de cardamomo tan desganadas que andan, mejor déjenos echarle una mano, porque si no se lo va a llevar el río, Don Henrik, solo es cosa de mirar a la muchachada, o peor aun, mire al banco, que ahí no le van a hacer ningún favor. Pues ya sabe, Don Henrik, aquí estamos, con gusto le alivianamos la finca, ya sabe que estos problemas con el banco, con la muchachada, tienen cómo resolverse.

Yo veía a mi madre algunas tardes, cuando la visitaba en casa para tomar el café, pero entonces tratábamos de evitar el tema. Ella sabía que Henrik y yo nos reuníamos y veía esas veladas con una curiosidad distante pero benigna. Me lo topé a él una de esas veces, mientras esperaba en la sala a que mi madre se desocupara al teléfono. Me encontraba observando los cinco o seis muñecos que habían aparecido sobre el estante contra la pared -criaturas de aspecto inquietante-, cuando lo sentí acercarse. Después de unas cuantas palabras observamos los muñecos juntos, guardando silencio. Trolls, dijo Henrik al fin, traen la buena suerte. Tenían narices como nabos y miradas opacas, quizás un poco maliciosas. Elevó su dedo con lentitud y dibujo un círculo alrededor de las figuras. Así se dice en Noruega, estos trolls resguardan el hogar. Iba a decir algo más, pero pareció arrepentirse. Al rato se despidió, sugiriendo una pronta reunión, antes de echarle un último vistazo a la hilera de muñequitos.

Qué bueno que estén compartiendo, dijo mi madre esa tarde, sobre todo ahora que Henrik camina con los hombros más caídos, como apachado contra el suelo. Ella estaba mucho más enterada que yo, conocedora de sus gestos y silencios, conocedora, también, de detalles de la carta que yo ignoraba. Así me había dicho Henrik, que en esa carta había cosas que no se podían explicar, cosas que no se podían decir, a no ser que fuera a mi madre, claro, porque a mi madre no había por qué esconderle nada.

Ella intuía el abismo que Henrik empezaba a bordear, la vergüenza que asomaba con cada ida al banco, cada retorno de la finca. Las cosas no mejoraban. Me contó, mientras tomábamos el café, que su socio le había puesto una demanda a Henrik por préstamo incumplido. Una demanda, dijo, es para enemigos. Henrik estaba golpeado, continuó. No entendía cómo le podían hacer esa jugada por un préstamo hecho en amistad. De tronco caído, dijo mi madre, y luego guardó silencio. Pero al menos, continuó, observando el fondo de la taza, en momentos como éste, los lobos dejan el disfraz.

*                                              *                                              *

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La edición salvadoreña de “Trucha panza arriba” fue publicada por la editorial Los Sin Pisto en enero del 2018

Estamos aquí para celebrar, dijo Henrik cuando me vio. El bar del Hotel Lux estaba vacío a esa hora de la tarde, pero Henrik ya tenía una botella de ron sobre la mesa, algo inusual considerando que siempre bebía de trago en trago, pidiéndolos por separado, con un gesto hacia la barra para que el camarero se acercara y pudieran conversar un rato, pues Henrik no había perdido el gusto por la charla pasajera, aunque ésta se mantuviera dentro de los límites de la cordialidad. Pero ahora tenía la botella sobre la mesa, dos vasos y una cubetita metálica de hielo, el limón rodajeado que exprimió sobre mi trago para luego señalar la silla y pedirme que tomara asiento, porque esta noche había motivo para celebrar. El rostro le brillaba y su pómulo palpitaba fuerte, como si le hubiera dado rienda suelta al temblor. Hoy cambiaron las cosas, dijo mientras acercaba su vaso y brindábamos. Llegamos a un acuerdo con los señores, dijo, los señores aceptaron la propuesta, y ya solo es cosa de hacer la escritura, de juntarnos con el notario. Pero eso lo traen ellos, al notario. Usted solo encárguese de la escritura, Don Henrik, dijeron, así que yo solo tengo que traer la escritura, traer con qué firmar. Tomó un trago largo de su vaso. Firmar y claro, entregar la finca.

Bebimos hasta tarde esa noche. La locuacidad inicial de Henrik empezó a ceder con cada trago, las palabras desdibujándose entre el alcohol y el rumor de unos cuantos clientes en la barra. En algún momento llegó el silencio, tan confiable como siempre, tomando asiento en nuestra mesa con toda la tranquilidad del mundo. Al rato empezó Henrik a jugar con una rodajita de limón, levantándola para luego observarla de cerca, antes de ponerla sobre la mesa y triturarla entre el dedo y la madera. Así aniquiló medio limón. Alzó la última rodajita y la sostuvo contra la luz que llegaba de la barra.

De finqueros no tienen nada, dijo al fin. Los señores estos, de finqueros, solo el bigote si mucho. Insinuó una sonrisa, amarga como pocas, y acercó la rodajita a sus labios. Pero qué se le va a hacer, dijo, si el banco se queda corto y la muchachada se queda larga. Chupó el limón y se limpió la boca con el dorso de la mano antes de verme a los ojos. Entendés lo que te digo, ¿no? Decime, repitió alzando la voz, ¿entendés lo que te digo? Uno de los meseros volteó a ver en nuestra dirección. Quise responder, aunque en el fondo no quería entenderle del todo, y si algo entendía entre el ron y ese silencio era que yo no tenía respuestas. Siempre está la familia, murmuré después de un rato, consciente de la vaguedad de mis palabras, y me sentí sonrojar, el calor del trago mezclándose con otro calor que subía por mi cuello. Henrik me observó, casi con curiosidad, y luego asintió, acercando su vaso para chocarlo contra el mío. Cierto, dijo, siempre está la familia.

Salí a la calle cuando solo quedaban unas cuantas luces prendidas. Él se quedaría un rato, dijo, quería sudarla un poco más. Se acercó a la barra con pasos más firmes que los míos y se dejó caer sobre uno de los taburetes. Ya no había más clientes, pero la lealtad de Henrik era recompensada en el Lux con el privilegio de tomar el último trago a su discreción. Nos despedimos con un apretón de manos y después de salir a la calle tuve que apoyarme contra una pared y aguantar el peso de mi cuerpo contra el concreto. Un letrero halógeno iluminaba la esquina contraria: partículas de polvo levitaban eléctricas entre la luz pálida. Caminé en esa dirección, y al bajar la mirada me asusté. Mis manos estaban blancas, transparentes, casi alienígenas en ese polvo fosforescente que se agitaba a mi alrededor. Las escondí entre mis bolsillos, apresurado, cerciorándome de que nadie hubiera visto lo que yo acababa de ver, y emprendí el camino a la pensión donde vivía.

El siguiente día amanecí mal y solo salí a la calle para comprar algo de comer. Pasé casi todo el fin de semana en cama, y al final del domingo ya sabía que no estaría hablándole a Henrik esa próxima semana, ni a él ni a mi madre, pues sería mejor darle su tiempo, darles a ellos su tiempo, y algo relacionado a esa certeza me hizo abrigarme mejor esos días, comer más completo, prepararme para cosas que creía intuir aunque no las conociera del todo. La llamada entró el lunes.

Te habla Henrik, dijo la voz. Tosió un poco y lo saludé. Tu mamá está algo indispuesta, dijo, un pequeño susto que se llevó, nada grave, pero ya sabés como son los sustos. Esperó un momento, como si aguardara una confirmación de mi parte, pero yo no sabía, en realidad, cómo eran los sustos de los que hablaba. Le pregunté. Me ignoró. Sabrás que no vendí la finca, dijo. No me parecía lo correcto, agregó, y luego repitió esas palabras, con una voz más pausada: lo correcto, no me parecía lo correcto. En fin, dijo, han surgido algunos contratiempos, y sería bueno que pasaras por la casa. Será mejor hablar en casa, repitió, mejor en casa que así.

Fue Henrik quien abrió la puerta. Alcanzó a echar una ojeada a mis espaldas antes de estrecharme la mano y hacerme pasar. Luego me llevó a la sala y ahí esperamos. Ahorita viene, fue lo único que dijo, y al rato mi madre salió del cuarto y se acercó para saludarme. Se sentó al lado de Henrik, en el sofá, y miró hacia el ventanal al otro lado de la sala. En el jardín, el viento empezaba a mover las hojas negras de las plantas. Mejor explicas tú, le dijo a Henrik. Tomó su mano y pareció que la suya desaparecía entre los grandes dedos amables. Desde mi mecedora, mi madre se veía frágil pero en paz.

Pues qué se va a decir, dijo Henrik, excepto que los señores se molestaron. Ya sabés que esa es gente delicada, agregó volteando hacia mi madre, eso no es nada nuevo. Te decía yo antes, continuó, ahora viéndome a mí, que fueron unos auténticos caballeros cuando me hablaron en la finca, muy finos todo el tiempo. Y por tanta fineza, ni modo, pues creen que en deuda está uno. Miré sobre el hombro de Henrik, hacia el estante donde los trolls aguardaban en fila. O así lo ven ellos, agregó, porque si no la llamada hubiera sido diferente.

Fueron muy groseros, dijo entonces mi madre. Su tono me extrañó, porque sonaba sentida, como si una amiga cercana la hubiera injuriado. Henrik tomó su mano entre las suyas y empezó a acariciarla. La trataron muy mal, dijo él. Preguntaron por mí, y ella les preguntó quiénes eran. Les pregunté qué querían, terció mi madre. Acercó su cuerpo al de Henrik. De ahí me insultaron, un montón de palabras, y luego colgaron.

La segunda llamada fue distinta, continuó con voz más apagada. Había pasado un par de horas desde la primera y contesté pensando que era Henrik, porque venía camino del altiplano y había dicho que llamaría. Suena el teléfono y lo levanto y me empiezan a hablar directamente, sin preguntar nada. La voz me dice que primero, antes de cualquier cosa, debo dejar el miedo, porque si tengo mucho miedo, si empiezo a temblar y se me nubla la mente no voy a entender nada, y entonces sí tendría que tener miedo. Pero eso es solo en el peor de los casos. La voz me pide que escuche. Escucho. Dice que hay ciertos compromisos que no se pueden andar olvidando. Porque así prefieren interpretar lo que ha ocurrido, dice la voz, como un simple olvido, y ni quisieran imaginarse que el compromiso se ha roto, porque un compromiso es, antes que nada, una cuestión de honor, un pacto entre caballeros, un entendimiento, y en qué quedamos si ni entendernos podemos. Miedo, dice la voz. En eso quedamos. Porque hemos sido muy generosos y eso lo sabe Henrik, agrega la voz, Henrik conoce la generosidad de la que disponemos, y renegar de esa generosidad, renegar de ese compromiso, resultaría en una cosa. Todos sabemos cuál es esa cosa.

Eso fue hace dos días, dice ahora Henrik. Hace dos días recibimos esas dos llamadas, pero lo importante es mantener la calma. Tu mamá sabe que yo siempre cargo una veintidós en el carro. Esa la tenemos en la casa ahora. Hay que mantener la calma, dice, y hay que protegerse: solo en caso de emergencia se usará la veintidós. Ante todo hay que cuidar de la casa y por eso estoy aquí, mejor quedarme en la ciudad, no salir estas jornadas, porque no voy a permitir que tu mamá se quede sola.

Y bueno, continúa Henrik, hoy que salgo a la puerta de la casa me cuenta el vecino que un hombre andaba por aquí, un hombre se paró del otro lado de la calle y ahí se mantuvo, fumando, recostado contra una reja, y así siguió un buen rato, según el vecino, fumando y viendo hacia la casa. Tenía una manía muy particular, me contó el vecino, una forma de fumar que al principio le causó extrañeza y luego indignación, porque solo le daba un jalón a cada cigarro, el tipo encendía el cigarro y daba un jalón antes de tirarlo a la banqueta con un movimiento fugaz, como desentendiéndose del cigarro usado, dijo el vecino, y así se iba de cigarro en cigarro, dándose su tiempo entre uno y otro, pero ateniéndose a su método, observando la casa, fumando una calada por cigarro, hasta que se fue.

Henrik se levanta del sofá y enciende un cigarro. Ahorita vuelvo, dice yendo a la cocina. Regresa con los vasos y el hielo. Los pone sobre la mesita frente al sofá y luego levanta la botella, acercándola al labio de cada vaso para dejar caer un chorro generoso de ron ámbar, y así se va dándole la vuelta a la mesa, un vaso para mi madre, otro para mí, un tercero para él, hasta sentarse nuevamente, con cigarro en mano y el ron en la otra, y entonces dice algo sobre la vida y los giros de la vida y sobre todo las volteretas que da la vida, las volteretas donde todo se va a la mierda, dice, y así se está muy quieto, con el humo del cigarro subiendo sedoso entre sus dedos.

Se levantan al terminar el trago. Hay que descansar, dice mi madre, descansar y hablar de opciones, agrega viéndolo. Caminan juntos hacia el cuarto. Van de la mano, avanzando con pasos pequeños, pero hay algo en su forma de desplazarse, un equilibrio compartido, que concilia la figura pequeña de mi madre con la presencia abarcadora de Henrik. Antes de atravesar el umbral mi madre se voltea y me dice que ya es tarde, que es peligroso andar en las calles, y que sería mejor si me quedo en casa. Les doy las buenas noches antes de servirme otro trago, y luego me paso al sofá. El ardor del ron, y el cojín esponjoso a mi espalda, me causan una grata sensación de bienestar. Debo estar en mi tercer trago cuando caigo dormido.

Un tejido grueso y como de costal me envuelve el cuerpo y la cabeza, y despierto aterrado, con una sensación de asfixia. Es Henrik quien me cubre, entiendo, con uno de los ponchos del lago. Mantengo los ojos cerrados, preso entre el sudor y el sobresalto. Siento su respiración a ron mientras extiende la manta sobre mí, cubriéndome los pies. Cruje algo de madera y entreabro un segundo los ojos para ver que Henrik se ha sentado en la mecedora con un trago en mano.

Cuando despierto otra vez hay frío y lo primero que veo es el poncho en el suelo. Intento arroparme, jalándolo hacia el sofá, y descubro a Henrik parado al otro lado de la sala. Está inclinado sobre un lado de su cuerpo, el rostro contra el vidrio del ventanal que da al jardín, y sostiene la cortina ligeramente abierta con la punta de los dedos. Me echa un vistazo y se lleva el índice a los labios. Lleva puesta una bata blanca y los calcetines claros le cubren los pies hasta los tobillos. Acerca la cabeza otra vez al vidrio, y me toma un segundo entender que el objeto en su otra mano es la veintidós.

El foco está encendido y una tenue luz se diluye entre el verdor de las plantas del jardín. Al fondo, las siluetas oscuras de las matas se mecen con la brisa. Henrik empieza a alejarse del ventanal, sin dejar de ver hacia fuera, la espalda contra la pared mientras le da la vuelta a la sala. Sus pasos son inciertos, tambaleantes, y tiene que sostenerse contra el estante, manoteando de paso a los trolls. Uno de ellos cae al suelo y escucho que Henrik resopla mientras se hinca y gatea, en busca del muñeco, hasta levantarse al poco tiempo y regresarlo a su lugar.

Al fin llega a la puerta que da al jardín y la abre con la izquierda. Espera un momento antes de tomar un paso indeciso hacia fuera. Su bata blanca se ilumina entonces en la oscuridad. Toma otro paso hacia delante. Me levanto sobre el sofá y veo la pistola en su mano, asida fuerte contra la cadera. Se mantiene quieto, con la cabeza inclinada hacia el frente. Examina las matas del fondo del jardín. No debe distinguir mucho porque se queda así varios segundos, con el arma quieta, intentando mantener el equilibrio. Siento que hay alguien más en la sala y cuando volteo a ver mi madre está ahí, pálida y envuelta en una cobija. Calma, dice ella. Henrik eleva la pistola hacia las plantas, la mano titubeante, y empiezo a levantarme yo también. Calma, repite mi madre. Pone su mano sobre mi hombro, me hace aguardar. Esperá aquí, me dice, esperá aquí. Se sienta a mi lado y ambos nos quedamos quietos. Henrik mueve su cabeza de un lado a otro, y escuchamos un murmullo que viene desde afuera. Es Henrik, sin duda alguna, pero sus palabras, los sonidos que quizás son palabras, provienen de un lugar muy distinto. Guardamos silencio, mi madre y yo, observando la ventana, observando el cuerpo estremeciéndose. Henrik voltea hacia nosotros, mirando hacia adentro, las lágrimas bajando por su rostro, hasta elevar el arma, su mano apuntando al cielo. Entonces empiezan los balazos.

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Untitled 105, © Akira Ikezoe (2016)

 

* Rodrigo Fuentes: Guatemalteco. Ganó el Premio Centroamericano Carátula de Cuento Breve para narradores menores de 35 años. Ha publicado el libro «Trucha panza arriba», el cual ha sido traducido al francés y próximamente al inglés. Con ese libro, fue finalista del Premio Hispanoamericano de cuento Gabriel García Márquez 2018.

2 respuestas a “Henrik”

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