Un paseo cotidiano

Maridaje recomendado: Escocés con fluoxetina

Por: Mauricio Orellana Suárez* 

Presentamos el cuento «Un paseo cotidiano» del escritor salvadoreño Mauricio Orellana Suárez, Premio Centroamericano de Novela Mario Monteforte Toledo 2011. Este relato está incluido en el libro «Sonrisa artificial», editado en 2019 por el Proyecto Editorial La Chifurnia.

 

Hace mucho tiempo él era como un perro de segundo piso acostumbrado al vértigo de la escalera, alerta y bien dispuesto; pero hoy, como todos los días desde hace semanas, me toca espabilarlo, estirarlo, hacerlo bostezar y sacarlo a la fuerza de la cama entre los sonidos incesantes de la alarma repetida del despertador. Siento en el alma como mío ese desgano creciente que se le ha pegado como sarna y no lo deja en paz.

Ojalá algo tan físico como la sarna fuera. La verdad es que está quebrado por dentro, se le siente en lo flojo de las coyunturas, en el unto de un suave sebo que destila el desfallecimiento característico de sus inermes días sin propósito, y que hace aún más difícil la tarea de alzarlo al menos un poco por encima de la asfixia que se instala en sus fosas nasales de zombi. Desnudo da lástima: hay que ver el estropajo en que se han transformado sus cueros, antes espléndidos. Da lástima, pero alguien tiene que hacer la tarea, alguien debe desvestirlo, dejarlo bajo la ducha al menos una vez al tiempo, restregarlo con jabón, sacarle el hedor, a veces masturbarlo y luego secarlo con más paciencia que toalla.

De regreso en el cuarto le pongo las ropas de ayer; lo hago bajar por las gradas; lo deposito, como otra más, entre las sillas del comedor y le doy el desayuno a cucharadas lentas, desperdigadas y sobrias: es como echarle aserrín a un muñeco, y hay que ver su inapetencia: siete cucharadas y ya está devolviendo. Pensar que hace unos meses se habría comido un toro de haberlo visto ocioso en esa misma mesa hecho bisté. Así las cosas.

Cepillados sus dientes, lo saco a pasear por los alrededores. Sus pasos, mortificados y torpes, ya han caminado cincuenta años. Por dicha me tiene a mí, si no, fuera un cadáver en barranca, huesos rapiñados de cadáver en barranca.

Cruzamos la calle. Algunos conductores bajan la velocidad para ser testigos del horror de un desparpajo de huesos tal, que camina como tiempo en prisión, casi como aprendiendo a nadar en el río de asfalto. Me confieso avergonzado al presenciar las muecas en los rostros y al escuchar los comentarios que se deslizan de los labios apretados por la perplejidad de los transeúntes. Lo llevo hasta el parque. “No les hagás caso”, le digo; y lo siento en una banca solitaria.

Después de un rato le platico. Trato de animarlo. Le cuento aventuras leídas en libros, y aunque las imágenes que evoco son nuevas y brillantes como lo fueron hace mucho, al verlo no dejo de pensar en los libros hoy quizá enmohecidos, hechos polvo acaso como mi silente compañero de banca. Libros olvidados por todos. Qué más da dejar o no que las aventuras se mueran con las páginas perdidas. Dejo mejor morir en paz a los libros y le platico de su antiguo vigor, de su pasado optimismo imbatible. “¿Dónde está ese optimismo?”, le digo; pero sentado en la banca solo hay un libro hecho polvo. Ya ni el sol lo redime del moho.

Y se hace de tarde. Me preocupa que no quiera levantarse. Le muevo los pies y las piernas para que la sangre circule. Unos niños pasan y se ríen de nosotros.

Niños son niños, no hay que hacerles caso si se burlan.

A las siete estamos de vuelta en la casa. Hay un plato de sopa esperando a la mesa. No sé por qué todo un plato, si siete cucharadas bastan. En fin.

Lo llevo de nuevo a su cuarto, le quito la ropa, le pongo un short viejo, una camiseta blanca y lo tiendo en la cama. Lo cubro.

Lo conozco bien: no quiere vivir porque vivir es algo demasiado doloroso ya; aunque tampoco se atreve a morir, por la misma razón. Vivir y morir todos lo hacen, además. Y entre vivir y morir ha preferido estar, aunque sea como experro de segundo piso bien acostumbrado al vértigo de la escalera, soportando la improductividad de parque a falta de libros que escribir (libros que a nadie importan), y eso sí: fiel a las horas en cama.

Siento la fragilidad de un bulto apenas cosido a sí mismo entre las sábanas. Abajo gritan unos niños. Ahora mi cuerpo sigue al margen, al lado mío, dormido. Y mañana otro paseo cotidiano.

 

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«Sonrisa artificial» de Mauricio Orellana Suárez; Proyecto Editorial La Chifurnia (2019)
* Mauricio Orellana Suárez (San Salvador, El Salvador). Narrador y ahora editor y director de Los Sin Pisto. Con Heterocity obtuvo en 2011 el Premio Centroamericano de Novela Mario Monteforte Toledo. Ha publicado las novelas Heterocity, Ciudad de Alado, La dama de los velos, Te recuerdo que moriremos algún día, Kazalcán y los últimos hijos del Sol Oculto (que estuvo entre las finalistas del Premio Planeta de Novela), Las mareas, Cerdo duplicado Dron; también los libros de cuentos La Teta mala Sonrisa artificial. Tanto con Ciudad de Alado como con Las Mareas ganó juegos florales en la rama novela (cuando aún existía la categoría). Probó suerte con el ensayo “Gavida, catador de lo eterno”, y ganó el II Certamen Nacional de Ensayo de la Universidad Fancisco Gavidia. También ganó juegos florales en cuento con el libro: Nueve y medio casos de cólera (perdido entre sus papeles y jamás publicado).

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