El silabario

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Por: Salvador Canjura*

 

El pasillo del hospital estaba atiborrado de personas. Médicos y enfermeras iban de arriba a abajo sin prestar atención a los enfermos que yacían en camillas junto a las paredes. Yuri Valentínovich Knórozov comprendió que estaba muy enfermo, ya que acababa de ver a su lado a un hombre que había muerto veinte años atrás.

—¡Maldito ruso! —le dijo Eric Thompson. Estaba de pie, junto a la cabecera—. ¡Maldito comunista!

Yuri Valentínovich no podía moverse. El derrame cerebral había inmovilizado gran parte de su cuerpo, se sentía muy débil. Quería darse la vuelta para mirar a la pared, así no tendría que ver al hombre que lo insultaba. Sufría de una opresión en el pecho que cada día iba en aumento.

—Vas a morir en el olvido —dijo Thompson—. ¡Nadie va a recordarte!

—¡Silencio! —dijo Knórozov, o al menos, así lo creyó. Estaba tan débil que no podía asegurar que había despegado los labios.

Ninguno de los médicos o enfermeras que transitaban por el pasillo le preguntó qué sucedía, apenas se habían ocupado de él desde que había ingresado al hospital. ¿Qué les importaba a ellos que ese hombre hubiese descifrado la escritura de los mayas, que sin haber viajado a Mesoamérica hubiese resuelto uno de los grandes misterios de la arqueología desde su escritorio en el Instituto de Etnografía de Leningrado? Tenían cosas más importantes en las que pensar, había demasiados enfermos que atender y apenas había medios para cuidarlos. No había tiempo suficiente para dedicar a ese hombre de ojos hundidos y cejas pobladas, cuyo trabajo era alabado en el resto del mundo.

Durante los últimos días de la Gran Guerra Patriótica, el ejército rojo habían conquistado Berlín. Por todas partes se veían edificios en llamas y vehículos destruidos a los que nadie prestaba atención. Las banderas nazis eran arrancadas de las fachadas de los palacios y quemadas en mitad de la calle. El sufrimiento que las tropas soviéticas habían padecido en la batalla de Stalingrado se cobraba venganza en la capital del imperio que aspiraba a perdurar mil años.

La biblioteca de Berlín fue uno más de los sitios vandalizados. Una gran parte de su colección fue evacuada años atrás, pero aun así, miles de libros ardieron en las piras públicas bajo la sospecha de ser cómplices del nazismo. Yuri Valentínovich, quien pertenecía al cuerpo de artillería, entró en el edificio y caminó por los estantes saqueados. Lamentaba la destrucción ciega que no sabía distinguir entre los tesoros que se encontraban en ese lugar y los papeluchos propagandísticos. Se dirigió a la sección donde hubo alguna vez una extensa colección de historia, en la cual los encargados preparaban envíos de textos para almacenarlos en otras ciudades. Knórozov husmeó en las cajas y descubrió dos volúmenes que hablaban de los mayas, un pueblo cuya escritura en ese entonces era un misterio para los arqueólogos. Observó las reproducciones de los códices antiguos y sintió un estremecimiento, un chispazo de electricidad que se originó desde algún punto en su espalda y se regó por el resto de su cuerpo.

Al hojear los textos recordó algunos artículos que leyó años atrás, donde los eruditos lamentaban la tarea imposible de traducir las inscripciones. Knórozov no lo sabía en ese instante, pero había encontrado el propósito de su vida. Se llevó los libros a su cuartel y los conservó por el resto de su vida. Uno de ellos, la “Relación de las cosas de Yucatán”, del obispo Diego de Landa, guardaba en sus páginas una buena parte de la clave para trascender en la historia. En el otro, encontraría la reproducción de los códices mayas que se guardaban en Europa, y que le servirían para comprobar el método estadístico que le llevaría a la traducción de la escritura.

Una enfermera le tomó la temperatura y la presión. Yuri Valentínovich trató de decir algo, pero fue imposible. No tuvo las fuerzas suficientes. La mujer se marchó luego de rellenar un formulario. No le dio ninguna explicación. Apenas le habían dicho algo desde que estaba internado. Se sentía tan desconcertado como en la época en que publicó sus artículos acerca de la traducción de los textos, porque nunca imaginó que la mayor parte de la comunidad científica lo atacaría de manera despiadada. Pero la causa no tardó en manifestarse.

—Thompson. Viejo tonto.

—¡Por tu culpa todos piensan que soy un viejo pasado de moda! —gruñó Thompson—. ¡No sabes cómo me alegra ver que vas a morir en este lugar!

 Ese inglés bravucón lo había atacado durante muchos años. Sin bases científicas, solo por el hecho de provenir de un país comunista. Y debido a que era la mayor autoridad de la época en su campo, el resto de especialistas se sentían obligados a secundarlo.

—¿Nunca vas a aceptar que estabas equivocado? —preguntó Knórozov—. Compréndelo, tú eras un arqueólogo. Lo que se necesitaba para resolver el problema era un lingüista.

Yuri Valentínovich discutía con Thompson, a pesar de que nunca se habían visto en persona. Y lo hacían en ruso, aunque el inglés jamás había hablado esa lengua.

—¡Basta de esa jerigonza! —gritó Thompson—. ¡Son solo juegos de palabras!

—¿Cómo dices eso? —se quejó Knórozov—. Si hubieses sido lingüista te habrías dado cuenta que el análisis estadístico muestra con claridad la naturaleza de la escritura maya. El libro del Obispo de Landa no registra un alfabeto, sino un silabario. Él se equivocó al pensar que contaban con un abecedario similar al nuestro. La mayoría de los signos representan sílabas.

—¡Bah! —dijo Thompson—. Esas son suposiciones.

—Yo usé el método científico para establecer la base del sistema —contestó Knórozov—. Las hipótesis posteriores me ayudaron a rellenar los huecos. ¡Jamás usé suposiciones sin fundamento!

La discusión continuó unos minutos más. Ninguna de las partes cedía. De nada le sirvió a Yuri Valentínovich explicar la estructura de la lengua hablada y su equivalente en la escrita, en vano le expuso el principio de sinarmonía y la regla del apócope. Thompson mantenía que los textos solo mostraban observaciones astronómicas, y que no tenían equivalencia fonética.

—¡Maldición! —gritó Knórozov—. Si vienes a discutir, tiene que ser con bases científicas. ¡No me vengas con descalificaciones infundadas!

—Me voy —dijo Thompson—. No vale la pena hablar contigo. Vas a morir convencido de que tus falsas teorías son correctas.

El inglés se marchó por el pasillo y salió por una puerta que en ese momento abría una de las enfermeras que llevaba en sus manos una pila de sábanas limpias. Yuri Valentínovich no tuvo tiempo de reclarmarle que volviera, ya que la discusión no había terminado. Estaba exhausto, cada vez era más difícil intentar cualquier movimiento. Mover la cabeza para buscar con la mirada a otra persona le exigía más fuerzas de las que tenía.

Se sentía culpable. Detrás de su rostro severo siempre había existido un hombre amigable, que rehuía la polémica. Prefería trabajar en solitario, rodeado de libros y manuscritos. No era amigo de altercados como el que había tenido con Thompson. ¿Qué sentido tenía enfrascarse en una guerra verbal, si la opinión de los eruditos había cambiado en las últimas décadas? A raíz de su descubrimiento, los estudiosos se habían volcado a la traducción de los textos. Cada día, la voz de los antiguos mayas surgía más clara de las piedras. No era un pueblo pacífico, dedicado solo a la astronomía y la agricultura, como se creía antes. Había sido un pueblo guerrero, con campañas de conquista. Sus gobernantes dejaron inscritas en las estelas la historia de sus dinastías. Los murales de los templos guardaban las crónicas de las ciudades, su apogeo y, en algunas ocasiones, también su ocaso.

Imaginó que alguien del personal se acercaría a preguntar qué ocurría, ya que había mantenido una discusión a gritos durante varios minutos. Sin embargo, nadie lo hizo. Era como si no lo hubiesen escuchado. Varias horas después, un médico anciano pasó a su lado, seguido de un grupo de estudiantes que no perdían detalle a lo que el maestro decía. Uno de los muchachos lo señaló. Le pareció escuchar la palabra “neumonía”, pero no estaba seguro. Tenía mucho frío, las corrientes de aire eran insoportables. Les pidió una sábana adicional, pero no lo escucharon. Tenían prisa, se marcharon a ver la siguiente camilla, donde una anciana había muerto y nadie se había percatado.

Creyó que alguien le daba un beso en la frente. No sabía si fue un sueño. Por un momento imaginó que su asistente estaba a su lado, le daba ánimos y le pedía que se aferrara a la vida. Ya no podía distinguir si se trataba de una persona o una alucinación. Recordó la alegría que sintió cuando diez años atrás visitó Guatemala para recibir un premio como reconocimiento a su trabajo, para ser opacada unos días después por la amargura de tener que marcharse del país como un criminal, debido a las amenazas de muerte que le enviaron. Y todo porque había nacido en un país comunista. ¿Acaso esa gente no comprendía que a la ciencia no le importa la política? Estaba cansado de lidiar con testarudos, ya no tenía fuerzas para disuadirlos de sus errores. Deseaba que sus últimos días transcurrieran en paz, lejos de fantasmas del pasado que le robaban la lucidez que había mantenido a lo largo de su vida.

Knórozov se sentía cada vez más débil, estaba a punto de perder la consciencia. Sus pensamientos se hacían cada vez más confusos. No podía recordar la dirección de su casa, o el nombre de los libros que había dejado en su escritorio. Había caído en una trampa de la que no encontraría la salida. Nunca más podría levantarse de la cama. Había alcanzado tantas metas, ¡pero había tanto que faltaba por conseguir! Desearía determinar la ubicación del sitio que mencionaron los mayas, el lugar de las siete cuevas, de donde habían emigrado para marchar al sur, hacia las selvas de Mesoamérica, donde construyeron las grandes ciudades que un día asombrarían a los conquistadores. Le gustaría descifrar la escritura rongorongo, conocer los relatos de los antiguos pobladores de Rapa Nui, descubrir los orígenes de su civilización. Pero él mismo había dicho que era imposible, debido a que la lengua moderna de los aborígenes no tenía nada que ver con la que fue utilizada en los textos que han sobrevivido a los siglos. Detestaba los problemas sin solución, toda su vida se había propuesto resolver cada uno de los misterios que había abordado. Dejaba muchas tareas inconclusas. Había tanto por hacer, tantos mundos por conquistar, tantos libros por escribir.

* Salvador Canjura (San Salvador, 1968) Graduado de licenciatura en ciencias de la computación y de maestría en administración de empresas. Libros publicados: Prohibido vivir (Istmo Editores, 2000), Vuelo 7096 (DPI, 2012). Antologista del libro de cuentos «Memorias de la casa» (Índole Editores, 2013). Ha sido incluido en antologías de cuento publicadas en Alemania, España, Nicaragua, México y El Salvador.

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