Maridaje recomendado: Cerveza
Por: Melisa Conde*
Dos veces por semana, a las 8pm en punto, Leonel recibía una llamada de Yamil: que lo esperaba en “el España” a las 8:30pm y que no llegara tarde porque si no iba a empezar sin él. Esta última advertencia siempre seguida de una franca y sonora carcajada.
A Leonel le parecía que esas llamadas eran totalmente innecesarias: en los 5 años que tenían de repetir el encuentro nunca habían cambiado el lugar ni la hora y ninguno de los dos había faltado jamás a la cita. Además, para evitar confusiones, habían decidido que los días serían siempre los mismos: los martes y los jueves. Pensaba que lo lógico habría sido llamar solamente si alguno de los dos necesitaba cancelar la salida, pero nunca dijo nada porque el tono con el que le hablaba Yamil lo hacía pensar que esa llamada era su forma de arrancar la noche, el equivalente a la primera cerveza.
Leonel no recordaba cómo ni cuándo habían adquirido la costumbre de visitar el bar España, pero desde hacía muchos años era el lugar donde conversaban y discutían sobre diversos temas, todos analizados y desmenuzados repetidas veces al calor del alcohol, hasta que se agotaban las opiniones o alguno de los dos perdía el interés.
El 6 de enero de 2000, Leonel recibió la llamada habitual. Un segundo antes de que el teléfono celular sonara, el resplandor de la pantalla anunció la fecha y el nombre “Yamil Castaneda”. Leonel respondió, se produjo el intercambio de siempre –palabras más, palabras menos– y la llamada terminó sin novedad. Salió de su casa 15 minutos después y llegó al bar España pasadas las 8:30pm, con la certeza de que Yamil lo iba a recibir con el enojo fingido que usaba para reclamarle la impuntualidad. Sin embargo, Yamil no había llegado. Leonel se sentó a esperar pacientemente, pero después de media hora decidió llamarlo. No hubo respuesta. Dejó pasar 15 minutos más y repitió la llamada. Nada. Al cumplirse una hora de espera volvió a llamar y esta vez respondió una voz tosca de mujer que tenía la frialdad de quien contesta la misma llamada por milésima vez.
La agente policial le explicó que el accidente había sido fatal y que Yamil había muerto de forma instantánea. Le pidió que contactara a la familia para que alguien llegara a hacer el reconocimiento y terminó la llamada diciéndole que la situación podría haber sido peor, que algunos sobrevivientes quedaban vegetales o parapléjicos y que –sin duda– morirse era preferible.
Los primeros martes y jueves después del accidente pasaron inadvertidos, como cubiertos por una niebla que los hacía difusos, casi invisibles. Leonel recurrió a la cotidianidad del trabajo para ocupar sus pensamientos y para cerrarle el paso a la tristeza. Sin embargo, poco a poco los días fueron adquiriendo claridad y los recuerdos empezaron a descontrolarlo. Buscó, sin éxito, actividades que reemplazaran las visitas al bar, pero finalmente concluyó que no tenía por qué buscar otra actividad sino que debía encontrar un nuevo lugar, lejos de miradas curiosas y preguntas impertinentes.
Terminó decidiéndose por el bar que estaba a unas cuadras de su casa. Le parecía que la cercanía geográfica era una ventaja ahora que iba a beber solo ya que, en caso de algún exceso, podría regresar a pie sin problemas. El bar Alameda estaba un poco más gastado que el bar España. Se imaginaba que, cuando nuevo, había tenido mejor apariencia y le daba la impresión de que los dueños no habían invertido un centavo en el negocio desde hacía varios años. El rótulo iluminado de la fachada se encendía por pedazos, parecido a una carretera con lámparas quemadas que dejan algunos tramos a oscuras. De vez en cuando los tramos negros se iluminaban, obligando a las otras partes a permanecer en penumbras. El letrero no se encendía nunca completo, pero al menos era legible.
El interior del lugar estaba en completa sintonía con el exterior. El mobiliario de madera se veía gastado y manchado, como un libro que ha pasado de mano en mano y que ha sido leído y marcado incontables veces. La barra, las sillas y las mesas daban pistas de lo que ocurría en el lugar: nombres tallados en la madera, quemaduras de cigarro o encendedor, numerosas manchas en forma de aro, patas desniveladas, respaldos flojos y protuberantes clavos y astillas saliendo de todos lados (sin duda, arruinando a diario decenas de camisas y pantalones).
No recordaba la última vez que había estado en un bar sin Yamil y cuando entró “al Alameda” experimentó el inequívoco instinto de supervivencia: huir o luchar. Las manos comenzaron a sudarle y sintió el cuerpo helado y tieso, como un cadáver. El ácido del estómago empezó a subirle a la garganta y supo que en cualquier momento podía vomitar. Estaba a punto de darse la vuelta para escapar cuando, desde la barra, el barman lo saludó y le dijo –con un poco de inquietud– que parecía necesitar un trago con urgencia. El ofrecimiento no le sonó a argucia de cantinero sino a sincera preocupación, aunque sabía que lo primero era más probable que lo segundo. Vacilando, se sentó frente a la barra y pidió una cerveza. El bartender (después supo que se llamaba Eduardo) pareció comprender que no era el momento para entablar una plática trivial y por el resto de la noche se limitó a asegurarse de que Leonel no estuviera nunca frente a una botella vacía.
Lentamente, y después de varias visitas, volvió a la antigua rutina de los martes y jueves. Esta vez, solo. Poco a poco fue intimando con Eduardo, quien se encargó de familiarizarlo con los otros clientes regulares hasta que llegó a conocerlos a todos. El ambiente del bar era relajado y quienes lo visitaban, al igual que Leonel, eran animales de costumbre. Los que tomaban en grupo llegaban siempre con el mismo grupo, los que tomaban en pareja llegaban siempre con la misma pareja y los que bebían solos no admitían nunca compañía. Aunque nadie abandonaba su zona de confort todos se conocían de vista y se saludaban cordialmente (de apretón de manos, espaldarazo o abrazo, según la personalidad y el nivel de alcohol en la sangre de cada uno).
El único cambio inevitable en la rutina de Leonel (además del lugar y la compañía) había sido el horario de visita. Como ya no tenía el mismo ánimo para desvelarse, llegaba al bar a las 7:30pm y regresaba a su casa siempre antes de las 10pm.
El 6 de enero de 2005, Leonel trató de no pensar en la fecha mientras se alistaba para salir. Se lavó la cara y los dientes y se subió rápidamente al carro. Manejó los menos de 2 minutos que le tomaba llegar al bar y se estacionó en el lugar de costumbre. Se bajó y cuando estuvo cerca de la entrada algo le llamó la atención: el rótulo luminoso estaba completamente encendido. No solo eso, sino que parecía nuevo (¿lo habrían cambiado desde su última visita?). La observación le causó gracia pues no pocas veces había hablado con Eduardo sobre la tacañería de los dueños.
Entró al bar y se topó con muebles remozados y una barra recién lijada y barnizada. Al parecer los arreglos no se limitaban al rótulo de la entrada. Vio a Eduardo de espaldas, mezclando un trago, y le pareció que tenía el pelo más largo de lo que recordaba. Esperó a que se volteara para hacerle un chiste relacionado con la renovación del bar, pero cuando ambos quedaron de frente, el barman le dirigió el mismo saludo genérico con que recibía a los nuevos clientes. Le dijo que debía servir el trago que acababa de preparar, pero que en un momento volvía para tomarle la orden, a lo que Leonel no supo qué contestar. El comentario gracioso con el que había pensado abrir la conversación se desvaneció y su mente quedó en blanco.
Un minuto después, Eduardo retomó su posición detrás de la barra y –tras disculparse por la espera– le recitó las promociones del día. Pensando que se trataba de una broma Leonel empezó a reírse, pero la expresión confusa de Eduardo le dejó claro que no estaba bromeando. Al verlo dudar, Eduardo le ofreció unos minutos para que decidiera mientras iba por unas botellas a la bodega.
En cuanto se quedó solo, Leonel se acercó torpemente a uno de los bancos de la barra, se sentó y paseó la mirada por cada una de las mesas. Aunque logró identificar a varios de los clientes habituales tuvo la sensación de que había algo diferente en ellos, pero no logró adivinar exactamente qué era. Trató de hacer contacto visual con algunos para ver sus reacciones, pero detectó en sus expresiones la misma indiferencia que le había mostrado Eduardo. Volvió a preguntarse si se trataba de una broma, pero descartó la idea al pensar que eso habría requerido que todos (barman y clientes) se pusieran de acuerdo, lo que le pareció no solo improbable sino que ridículo. Lo asaltó una sensación de total vulnerabilidad, como si se encontrara en un lugar extraño y hostil, como si alguien le hubiera tendido una trampa. De forma instintiva buscó un espejo para ver si había algo raro en él o algo que pudiera hacer que los demás se avergonzaran de saludarlo, pero no encontró ninguno.
Eduardo volvió y le preguntó, esta vez con un poco de impaciencia, si ya había decidido qué iba a tomar. Leonel logró responder al tiempo que la cabeza le empezaba a dar vueltas. Quiso ir al baño a recomponerse, pero en cuanto se puso de pie sintió la vibración del teléfono móvil que guardaba en la bolsa del pantalón. Tomó el aparato, que parecía sonar cada vez más fuerte, y vio la pantalla. Una ola de frío le recorrió el cuerpo y las piernas dejaron de sostenerlo, obligándolo a apoyar un brazo en la barra para no caerse. En la pantalla iluminada brillaban una fecha y un nombre: “jueves 6 de enero de 2000. Yamil Castaneda”. Eran las 8 de la noche en punto.
A *Melisa Conde (San Salvador, 1979) le hubiera gustado empezar a escribir antes, pero está viviendo la vida al revés. De joven tuvo (y todavía tiene) mala salud, luego se casó y tuvo una hija, tardíamente descubrió los gatos y a los 40 se dispone a cambiarse de país. Con algo de suerte espera publicar su primera novela antes de los 90 años.