A ocho días de haber obtenido el Premio Centroamericano de Novela “Mario Monteforte Toledo” 2021, el escritor costarricense Guillermo Barquero platicó con Revista Café irlandés sobre su obra ganadora “Horca”, sus procesos creativos y la construcción del lenguaje.
Maridaje recomendado: Agua (para evitar la deshidratación del desierto)
Por: Felipe A. García*
Fotografía cortesía del autor
Guillermo Barquero Ureña (San José, Costa Rica, 1979) es escritor, fotógrafo y microbiólogo. Ha publicado los libros de cuentos Metales pesados (2009), Muestrario de familias ejemplares (2013) y Anatomía comparada (2017), con el que ganó el Premio Nacional de Literatura Aquileo J. Echeverría. También ha publicado las novelas El diluvio universal (2009), Esqueleto de oruga (2010) y Combustión humana espontánea (2015). Este 2021, obtuvo el Premio Centroamericano de Novela “Mario Monteforte Toledo” con la novela inédita Horca.
Presentamos a continuación la entrevista que Revista Café irlandés tuvo con el autor.
Felipe A. García (F.G.) “Horca” es una novela que trata de un personaje femenino en un desierto. Y ese desierto, imagino, se convierte a lo largo de la novela en un personaje principal. ¿No?
Guillermo Barquero (G.B.) Claro. Creo que ya lo dijiste todo.
F.G. La primera pregunta que me surge es: ¿Por qué un desierto? ¿Qué fue lo que le llamó la atención o qué posibilidades narrativas encontró en ese escenario?
G.B. Creo que lo más fácil es contarte antes de dónde viene la idea. Por ahí a los 15 o 16 años, dije que iba a escribir. No fue tanto la decisión de querer escribir, sino la de leer. Comencé a leer todo lo que estaba en la biblioteca de mis abuelitos. Me encontré con mucha literatura del Siglo de Oro. Habían clásicos muy viejos, pero muy pocos autores contemporáneos. Después de unos dos o tres años de esa decisión, empecé a escribir relatos que nunca terminaban, no podía terminarlos. Pero me entró la valentía de escribir una novela. Trataba de un tipo que estaba en un parque separado de otro terreno por una malla metálica. La novela iba a ser del tipo tratando de pasar al otro lugar durante una noche. Solo eso iba a pasar. No pude escribirla. No sabía de qué hablar. Me faltaban lecturas, saber qué se podía hacer con ese tipo de temas que no dicen nada, pero con los que se puede hacer mucho. Cuando comencé a terminar los cuentos, ya tenía 19 o 20 años. Me regresó la necedad de escribir una novela. Esa otra trataba de un tipo que trabajaba en una carnicería y se extraviaba. Tampoco pude terminarla, me faltaban cosas por resolver como la tradición. Con la tradición me refiero al de dónde viene uno, escribir con coordenadas muy claras. No sé si ahora las tengo claras, pero sí más que antes. Fue cuando trabajé con la tradición que empecé una tercera novela. Esta tenía que terminarla y lo logré. Me vi obligado a escribirla cuando pasó algo desafortunado. Había mandado unos papeles para una beca relacionada con la ciencia, yo me dedico a la microbiología, pero nunca me respondieron. Estaba muy frustrado. Comencé a escribir la novela y la terminé en tres meses. Esa fue El diluvio universal. Trata de un científico que manda una carta para una beca, al igual que yo, pero nunca obtiene respuesta. Y mientras está tratando de averiguar qué hacer ante aquella falta de respuesta, hay un diluvio y desaparece todo el mundo. Solo sobrevive él y otra persona. Eso es lo que pasa en toda la novela. Ahí me di cuenta que quiero trabajar con materiales muy escasos. Horca va por el mismo camino. Me llamaba la atención el desierto, primero por el paisaje. Yo nunca he estado en un desierto como el que imaginamos cuando pensamos en el desierto africano. Pero sí he estado manejando en el desierto mexicano. Es un paisaje muy agotador. Uno se cansa por ver siempre lo mismo. Pero de pronto aparece algo que te llama la atención, cosas que parecen que no están pasando. Me di cuenta que ese desierto es un paisaje en el que pueden pasar cosas, pero que a la vez no pasa nada. También tenía antecedentes literarios del desierto como El desierto de los tártaros o Esperando a los bárbaros, que son paisajes muy áridos en el que los personajes viven cosas sin que transcurra el tiempo. Yo quería trabajar eso. Una novela del tiempo, del desierto, pero no sabía qué iba a pasar. Recuerdo que fui a visitar a una amiga (Tatiana Lobo) y le conté que estaba iniciando esa novela sobre el desierto. Ella, quien también es escritora, me preguntó qué iba a hacer con él, tenía que hacer algo con ese desierto. Ella tenía razón. Una vez empecé a escribir, ya no paré hasta terminar. Hice con la arena del desierto lo mismo que con el agua en El diluvio universal. Lo llené a puro lenguaje. Eso puede resultar muy complicado y parecer que no lleva a nada, pero por lo menos la terminé. Vi que había una mujer en la historia, un pasado, un presente con calor, deshidratación y un montón de cosas con las que podía haber un futuro relacionado con lo que encontraba y con lo que iba creando. Eso es muy importante dentro de la novela, la construcción a partir de elementos precarios. Porque eso es Horca: una construcción lingüística con elementos de ficción muy precarios.
F.G. Para escribir una novela hay dos pasos fundamentales: la construcción de la historia y la construcción del narrador, a quien se le dota de una personalidad que determina el registro lingüístico de la obra. Pero en el caso de su novela, donde ya establecimos que la historia no es lo importante, pero sí su lenguaje, ¿cómo fue la construcción de este narrador, quien a la vez es su protagonista?
G.B. No creo tener una respuesta muy directa. Si vos me preguntás qué me dice la novela visualmente, sigo pensando solo en el desierto. No puedo pensar en el personaje. La veo caminando, pero casi no puedo determinarla. Cuando escribo, no puedo trabajar con un plan. Simplemente comienzo, avanzo y termino o no. En el caso de Horca fue más dramático porque no solo no tenía un plan, sino que tampoco tenía un final. No sabía qué iba a pasar en medio, solo lo que iba a pasar al principio. De la parte del lenguaje puedo decirte que no es que haya sido más fácil escribir esta novela que hace unos años, sino que ahora me aferro más al peso de la tradición. Uno tiene muchas influencias, coordenadas para trabajar. Hablo de los epígrafes del libro. Los epígrafes son de Aurora Venturini (Argentina), quien tiene una novela que se llama Los rieles donde hay una señora muy mayor que tiene un accidente y trata de recuperarse. Me llamó la atención cómo hizo ella para hacer avanzar esa historia en la que no pasa nada. La segunda referencia es Sara Gallardo (Argentina), quien en el libro de relatos El país de humo, me llamó la atención la sintaxis, la posibilidad de decir cosas haciendo uso de inversiones, repetición, con un ritmo que te empuja a los acontecimientos aunque el personaje no lo quiera. La tercera referencia es de Samuel Beckett, un autor al que me he tomado el tiempo de estudiar en todos los sentidos. Molloy es para mí la primera de las mejores novelas de Beckett. En ella hay un hombre, en una cama, tratando de saber qué ocurría en el universo. Suena a que copié por completo las novelas de Beckett, pero es una cosa que no me da vergüenza decirlo, porque para mí él es un gran referente. De él tomé ese empuje que me permitía amplificar lo que hace Sara Gallardo. Esa sintaxis increíble con la que uno se pregunta cómo es posible que usen el español así. Beckett lo hace con su francés. Pero además tiene un mecanismo rítmico y poético que es muy importante y que hace que sus historias se muevan aunque sus personajes nunca salgan de la cama. ¿Qué me hace pensar eso? Que el lenguaje hace avanzar la historia de la novela. Esos eran los elementos que quería trabajar. Horca no se trata de alguien perdido en un desierto. Sí llega a tomar relevancia, pero no es lo que desató la novela. La novela la produce ese torrente de arena que es la palabra. Todo eso me fue aclarando el panorama, pero no me di cuenta. Cada quien tiene su sistema de trabajo. El mío es pensar una historia insistentemente, escribo una parte en la mente, sin pasarlo a ningún lado. Luego la transcribo cuando ya la tengo clara. Pienso en cuántas palabras me tomará escribir esa historia que estoy tratando de contar. Con Horca sabía que no me iba a tomar menos de 70 mil palabras. Uno lo sabe por experiencia, puede imaginarse el ritmo que debe tener. Yo no trabajo ni por tiempo ni por número de páginas, sino por palabras. Porque al final uno las va contando y se da cuenta que está llegando a la meta que más le sirve para expresar lo que quiere.
F.G. Generalmente, con este tipo de novelas en donde hay un despliegue del lenguaje, siempre hay un ejercicio de auto exploración o descubrimiento del ser. Me imagino que en algún punto de la novela la protagonista hará algún descubriendo. En su caso como el autor de la obra, ¿cuál fue ese descubrimiento que le dejó Horca?
G.B. Sí, tenés razón. Como no trabajo con un proyecto predefinido, entonces no sé realmente qué va a pasar. Cuando la protagonista comienza a encontrar objetos dentro de la historia, fue cuando comencé a resolver cosas dentro del universo. Eso puede pasar, que ella encuentre ramas, huesos, un esqueleto, para que se de cuenta que en ese lugar hubo una violencia antes. Mientras que ella está experimentando la violencia de otra forma, con las inclemencias que tiene el desierto. Yo no sé si cuando se lea la novela, parecerá todo planeado, pero las cosas iban sucediendo tal cual. Ella descubría lo que iba encontrando. Con esos objetos que recolectaba y llevaba como bulto, se preguntaba si podría salvarse. Esas preguntas también me las iba haciendo yo a medida iba escribiendo. ¿Qué tenía que descubrir para terminar esta novela? Si no lo hacía, no iba a terminar nunca. Era imposible terminarla sin ese descubrimiento y no quería que me pasara como con la novela de la malla en el parque. Hasta que ella descubrió que esos objetos podían ser su salvación. Probablemente voy a contar el final, pero por algo la novela se llama Horca. No hay secretos. Con esos objetos puede hacer algo. Y ese algo quizás no es para preservar la vida, sino acelerar la muerte. Yo no digo que eso me sirva a mi para vivir, pero la instrumentalización que ella encontró en ese momento, podía subvertir la búsqueda original de la que se dio cuenta a mitad de la novela. Ella encuentra esas cosas, pero si no le sirven para nada, mejor que le sirvan para morir. Así se puede resumir Horca a final de cuentas. Y claro, para mí es una exploración tremenda porque descubrí que con eso tan precario con lo que trabajé podía estar, no aniquilándome como ella, pero sí descubriendo un universo que me llevaría por el futuro, existiera o no. También me llevaría por el presente, porque es una novela del presente. Al igual que iba a darme un instrumento que era el pasado. En la novela hay una carga importante del pasado. ¿Cómo es ese pasado? Pues es uno que tiene que ver con mi vida, al menos una parte. La otra parte o es ficción o está mezclada. Cuando leo la novela reconozco que estoy contando gran parte de mi vida, pero no digo en qué parte.
F.G. En el acta del jurado hablan del tono constante que logra en la novela. Mantener un mismo tono, en una obra que trabaja tanto su lenguaje, me imagino que no es nada fácil. ¿Cómo hizo para no perder ese tono a lo largo de toda la historia?
G.B. No es fácil. La disciplina es muy importante. Yo tengo una disciplina que es férrea en todo sentido. No me canso. Cuando puse el punto final al último manuscrito de Horca, yo estaba tan lleno de energía que comencé a escribir otra novela dos días días después. Estaba electrizado. Y yo lo vivo así, no porque sea especial, sino que tengo algo que me permite escribir ese tipo de obras con las que habito en esos lugares. Si ese personaje está en un desierto, yo estoy también en ese desierto mientras escriba la novela. Es un proceso cansado, demandante. ¿Qué cómo se mantiene el tono en la novela? Con esa disciplina. Debo agregar que la primera escritura fue bastante especulativa. Yo iba descubriendo al lado de ella. Para mantener ese tono, además de la disciplina, estaba la revisión del manuscrito. No había más secreto que leerlo y releerlo hasta que me cansé de su lectura. Hubo un momento en que tuve que parar, imprimir la versión y leerla unos días después para descansar. La relectura es otro tipo de disciplina, una más auditiva. A mí me gusta leer en voz alta. No solo mi obra, todo lo que leo. Ese ritmo de la repetición, la negación, la afirmación de las cosas dichas, todas esas figuras retóricas, era muy importante para que la novela no se desarmara. Cuando uno ve que la obra está cambiando su tono, que parece que tiene partes de otra novela, hay que devolverla a su cauce a partir de la relectura.
F.G. Además de escritor, usted es fotógrafo. Hace poco le preguntaban por la relación entre la fotografía y esta novela. Me sorprendió escucharlo decir que la imagen y la literatura no son tan opuestos. ¿Podría ampliarnos cómo incide la fotografía en su narrativa?
G.B. La única diferencia entre la foto y la escritura es el medio. De lo contrario, todas esas formas que tienen como expresión el trabajar con referentes, para mí son la misma cosa. Estos medios como el texto, la película, el sensor digital, la cámara del celular, todos responden a lo mismo. Todos toman referentes del mundo y los transforman. Ya lo decía otro día. Creo mucho en eso del papel de mentira que tiene la ficción. La ficción miente, la fotografía miente. A pesar de que parecen que son una copia directa de la realidad, no lo son. Para nada. Es por eso que a mí me interesa más meditar sobre la foto, no tanto en su ejecución, sino que en su filosofía. La filosofía de la foto se reduce a hablar de la relación entre referente y la imagen final. Las novelas son lo mismo. Me interesa ver la relación entre el referente que puede que no exista, porque en la escritura uno puede partir de algo que nunca ha visto, pero sí tenés la forma de hacerlo y plasmarlo de forma física. La foto sí depende de algo que existió. Pero eso que existió no es la foto. La foto es el cómo vos ves que existió. Es más, podés darle la forma que querrás. Y no hablo de Photoshop. Con Photoshop podés inventar lo que nunca existió en el mundo. Pero también con la película se podía hacer eso. Con negativos uno puede inventar cosas que no existieron. El fotomontaje es algo que existe hace 150 años. No es nada nuevo. Esas cosas de fotomontaje, de invención, de mentira y referente, existe tanto para la foto y la literatura. Solo son mecanismos que tienen medios diferentes para hacerse, pero el trabajo referencial es el mismo. Además, más allá de ese ensayo, para mí la fotografía me permite generar imágenes que luego se convertirán en insumos para mi propia escritura. No necesariamente mis fotos, también las de otros autores. Con ellas puedo hacer un ejercicio de plasmar en palabras las fotografías.
F.G. Ya me comentaba previamente, en términos de número de palabras, cuánto trabajo significó la novela Horca. Pero en términos de tiempo, ¿cuánto tiempo tardó en terminarla?
G.B. La gran primera parte de escritura de la novela me tomó al menos unos diez meses. Ya con el trabajo posterior de revisión, ese trabajo que es más fino, que ocurre cuando me salgo de ese desierto de la novela, cuando ya no vivo en él ni me produce nada, tardó un año y medio ya sumado a lo anterior. Suena que es un tiempo breve, pero en realidad si es un trabajo intenso y diario, es un tiempo largo. El tiempo es un poco subjetivo, aunque sea una medición objetiva. Por eso, en vez de tiempo, yo prefiero más hablar de las palabras que me tomó.
F.G. Ahora que ganó el Premio Mario Monteforte Toledo, ¿ya tiene alguna propuesta para publicar la novela?
G.B. Sí he tenido un par de conversaciones, pero vos sabés que eso hay que llevarlo lento, de forma prudente. Tanto ha costado llegar a esto que ya correr no tiene sentido. De pronto te caés llegando a la meta. No quisiera que pasara eso. Este premio para mí, como lo concebí a la hora de enviar el manuscrito, era un fin por sí mismo. Ya se cumplió ese fin. Jamás me imaginé que iba a ganar. Uno manda una obra como quien compra la lotería. Y más tomando en cuenta que se enviaron muchas obras en esta edición del premio. Uno se pregunta cómo es posible que ganara, pero gané, aquí estoy. Ya eso para mí es un objetivo cumplido. Pero una cosa es el trabajo de escritura, que es muy intenso, y el otro es el trabajo de edición. Ese trabajo prefiero tenerlo por aquí, tener conversaciones para luego ver qué se puede hacer. Claro que quiero ver la novela publicada. Quiero verla bonita, que se pueda leer bien, que sea una obra agradable para la vista. Porque eso es lo que uno quiere a final de cuentas, tener una obra bien editada.
*Felipe A. García (San Salvador, 1991) es autor de las novelas «Hard Rock» y «Diario mortuorio», publicadas en 2018 por la Editorial Los Sin Pisto. Es comediante de Stand Up Comedy en el grupo Comedia ES. Actualmente estudia el Master en Escritura Creativa de la Universidad Internacional de La Rioja (UNIR).