20 años de asco

Maridaje recomendado: Cerveza Regia

Por: Pedro Romero Irula*

En 1997, cuando la posguerra ya se revolcaba cuesta abajo en su predestinado fracaso, Horacio Castellanos Moya publicó El asco, un intenso monólogo sobre la vileza que es El Salvador. Esta puteada ejemplar tiene como premisa básica el monólogo de un salvadoreño naturalizado canadiense que debe regresar, veinte años después de su huida, a su país de origen por la muerte de su mamá, y su breve estadía actualiza y reafirma su repulsión hacia El Salvador. Edgardo Vega, que así se llama el narrador, arremete con la más divertida de las indignaciones contra los símbolos más evidentes de la cultura salvadoreña, tanto los más aborrecidos como los que son motivo de orgullo para muchos. Como es natural, la novela provocó elogios y condenas, sobre todo condenas, que pronto evolucionaron, al parecer, en amenazas de muerte a Castellanos Moya, quien se exilió del país y procedió a convertirse en un novelista notable.

Es curioso: la lectura en El Salvador ha pasado de culerada a signo distintivo de cierta etnia de la clase media urbana. Antes no tenía sentido preguntarse qué se lee o cómo se lee en El Salvador: hoy ya podemos entregarnos a este tipo de preocupaciones. Muchos creen, sobre todo los lectores más contemporáneos de El asco, que la novela hace una crítica inteligente a la cultura salvadoreña.

Pero no. En realidad (y, al igual que, espero yo, este texto), El asco es una provocación, y por eso es tan genuinamente inteligente. Los blancos que Castellanos Moya ataca son superficiales, en todo sentido lugares comunes de la identidad salvadoreña, los símbolos de una idiosincrasia a medio camino entre el trauma y la ideología (pasando por el turismo y el caos). No digo que no sean repugnantes, que la mayoría lo son, sino que eso apenas es la capa más visible de una pudrición que se extiende casi hasta el infinito. Gracias a ello es que la novela es una lectura tan divertida. El punto no es conducir al lector por una reflexión histórica o sociológica o filosófica (o pretenciosa y absolutamente errada, como las que tanto surgen en el medio) sobre las causas y las consecuencias de un país tan aborrecible como el nuestro. El chiste es más noble: sacarnos una reacción primate, visceral, convertirnos en gente dispuesta a, como se dice, montarle verga al cerote que tuvo los huevos de hablar mierda de mi birria nacional o de mi Fasito o de mi Alianza o de mis insustituibles pupusas dominicales o de etcétera. Y eso es lo que pasó. Moya construyó una novela que retrataba al salvadoreño promedio como un engendro bruto, brutalizado, poseído por la violencia, con un pie en la humanidad y el otro en el reino animal. Y con las reacciones –deliberadamente conseguidas– de buena parte de sus lectores salvadoreños (sobre todo quienes la leyeron en su estreno), corroboró ese retrato de una manera radical. El asunto es chistoso por donde se le mire.

Con todo y todo, El Salvador dejó de leer a Castellanos Moya con El asco, aunque quizás decirlo de esa manera sea una exageración. En todo caso, para los lectores salvadoreños, al menos en su mayoría, El asco es la novela definitiva de Castellanos Moya. Esta percepción resulta de lo más irónica ya que esta novela no se parece en nada al resto de la obra del que es, aún más irónicamente, el novelista salvadoreño más reconocido, al menos en la actualidad, al menos fuera de las fronteras patrias. Esta diferencia notoria entre El asco y las demás novelas de Moya se debe a que la primera es, principalmente, un ejercicio de estilo, un homenaje, una sátira, un pastiche y una adoración (bien merecida) a Thomas Bernhard.

El asco, en tanto presentación de Thomas Bernhard en la literatura salvadoreña, me parece el evento cívico (y quizás también literario) más importante de este lado de la guerra civil. Bernhard, un pesimista recalcitrante de alma pura, es una lectura obligatoria para cualquier salvadoreño, y obligatoria el sentido en que ésta ayuda a la supervivencia, en que ésta propone una estrategia para sobrevivir y otorga un sentido a la ya mencionada supervivencia. No concibo a un salvadoreño que pueda prescindir de darse con cierta frecuencia razones válidas para no matarse. A lo largo de toda su –a Dios gracias– extensa obra, Bernhard masticó, remasticó y recontramasticó una repulsión y un horror del más alto grado ante la existencia y sus circunstancias, que él aborrecía, al igual que nosotros, como salvadoreños, debemos aborrecer la nuestra. Y sin embargo, a pesar de lo vil que le resultaba cuanto lo rodeaba (que era, valga la aclaración, Austria: un Primer Mundo plácido que es en apariencia la absoluta antítesis de El Salvador), Bernhard no sucumbió ante ello, sino que se obligó a ir contracorriente con una resistencia decidida, urgente, vital. Ya lo dice él mismo en una de sus novelas autobiográficas:

“(…) un giro así solo es posible en el punto absolutamente más alto de esfuerzo afectivo e intelectual, en el momento en que hay que dar el giro o sólo queda matarse, cuando la resistencia contra todo que tiene un hombre como era yo entonces era la mayor resistencia, una resistencia mortal. En uno de esos instantes salvadores tenemos que existir simplemente contra todo o no existir ya, y yo tuve la fuerza de existir contra todo.”[1]

Más allá del escándalo, más allá de nuestras ganas de ser “críticos” y sesudos con este país de ripio, más allá de su propio mito, El asco y su referente Thomas Bernhard son lecturas imprescindibles. Son enervantes, salvavidas y nos recuerdan que en medio del sin sentido más completo conviene tener a la mano un sentido del humor a prueba de mierda.

[1] La cita la tomé de El sótano. Un alejamiento, específicamente de la página 126 de una compilación de las cinco novelas autobiográficas de Bernhard que publicó la editorial Anagrama y que pueden sentirse en libertad de regalarme, yo no me hago del rogar.
Pedro Romero Irula* (San Salvador, 1996): Lector y narrador. Dos veces perdedor de los Juegos Florales en la rama «Cuento» de El Salvador. Estudiante universitario.

2 respuestas a “20 años de asco”

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