Maridaje recomendado: Limonada en las rocas
Por: Jorge Mercado*
Hoy no es nadie quien no protesta, quien no es víctima, quien no se considera injuriado por cualquier cosa, quien no pertenece a una minoría o colectivo oprimidos. Los tontos de nuestra época se caracterizan por su susceptibilidad extrema, por su pusilanimidad, por su piel tan fina que todo los hiere.
Javier Marías
Dicen los iniciados en las ciencias pastoriles que si una Ovis orientalis aries u oveja doméstica se lanza de un risco, las demás del rebaño la siguen sin pararse a pensar en si la decisión resultará provechosa o no, si la acción de lanzarse al vacío lleva razón o es un acto sin sentido que traerá perjuicios a sí misma o a sus seres queridos o a sus seres odiados. En parte porque el cerebro de una oveja no da para tanto, difícilmente podría guardar empatía o abstraerse hacia una inquietud filosófica que la haga preguntarse ¿por qué sigo a estas pendejadas escandalosas?, y en parte también porque no podemos estar seguros de que a las ovejas les parezca menos humillante morir despedazas al caer que ser trasquiladas, y que por eso se hayan puesto de acuerdo. Cabe aclarar que estamos hablando en el sentido literal. Pero este hecho comprobado es el que da paso a la metáfora que tal vez hayamos escuchado o usado alguna vez, sobre todo cuando el cerdointelectual que llevamos dentro mueve la colita y da brinquitos, esa declaración que dice yo no sigo al rebaño. Aquí es conveniente preguntarse si: ¿el hecho de que no siga al rebaño me hace una oveja única? ¿Renegar de las ovejas que se lanzan al vació no significa simplemente adherirme a otro rebaño, al de las ovejas que prefieren ser trasquiladas, por ejemplo? ¿Por qué Jesús es representado por un cordero y no por un saltamontes? Pero basta de ovejas. Abandonemos los prados y vayamos a los chiqueros, que aquí se ha venido a hablar de cerdos.
A sus 105 años a la viuda de Céline, Lucette Destouches, le pareció divertido dar permiso para que se reeditara y volviera a publicar Bagatelas para una masacre, un panfleto antisemita escrito con mucho cariño y que contiene todo el amor que Céline sentía por los judíos. Como era de esperarse, esto causó una serie de polémicas y protestas que llevaron a la editorial Gallimard a titubear en su decisión de publicar el libro. ¿Para qué, podríamos preguntarnos, hacer público un documento de odio racial en una época en que se está luchando por erradicar toda clase de discriminación? No para hacernos brisa con el ejemplar físico, naturalmente. ¿Solo porque lo escribió Céline, el que algunos dicen que es, junto con Proust, el mejor escritor francés del siglo pasado? Por si fuera poco. ¿Quiere esto decir que los artistas tienen permitido ir más allá del bien y del mal sin consecuencias? Y yo qué sé. Lo que sí es seguro es que a Gallimard le pasó lo mismo que a Amazon con A rainy day in New York, la película que Woody Allen postproducía cuando arreciaron las acusaciones de Dylan Farrow. Sí, por aquí va la cuestión.
En los últimos días se publicaron una gran cantidad de artículos analizando, debatiendo, ridiculizado, apoyando, condenando, etc, las acusaciones de abuso sexual que caen sobre Woody Allen. Todavía es incierto si se estrenará la película, que curiosamente va de un adulto que tiene una relación con una menor de edad (tema no tan nuevo en las películas de Allen). La indignación ha llegado a tal punto que algunos de los actores que trabajaron en el proyecto decidieron donar su paga en favor de la causa y sacrificar uno o dos sábados de juerga para menguar la pérdida. El caso es que en algunos de estos artículos surgió una pregunta que fue la detonante para perder el tiempo escribiendo este texto inútil: ¿hay que seguir viendo las películas de Woody Allen a pesar de que sea un “cerdo”? Esta pregunta es más o menos diarreica porque desencadena otra serie de preguntas inquietantes: ¿Es correcto seguir emocionándonos con Judith decapitando a Holofernes a pesar de que Caravaggio fue un asesino? ¿Hay que leer Naked Lunch a pesar de que William Borroughs mató a su esposa? ¿Porque Schopenhauer pensaba que las mujeres son esos seres de cabellos largos e ideas cortas hemos de quemar todos sus libros? ¿Hay que darle valor a la obra de Jean Genet aunque predicara la maldad y fuera un criminal de primera? ¿Hay que seguir sintiendo placer con las devanadas que pega la poesía de Rimbaud a pesar de que el poeta terminara siendo traficante de armas? ¿Vale la pena sentir esas patadas en el culo que da leer Viaje al fin de la noche a pesar de que a Céline le dieran asco los judíos? ¿Hay que darle importancia a las ideas que se plantean en El ser y la nada a pesar de que Sartre fuera tan feo? Los lectores más perspicaces notarán que todos los autores aquí mencionados tienen pene. Y no es que queramos seguirle la corriente a esas ideas lelas de que la maldad y la cochinada solo se engendran con el falo (aunque puede que sí, si lo entendemos a la manera de los espejos de Borges: porque contribuyen a aumentar el número de las personas). Por eso vamos a hacer una revelación arriesgándonos a ser quemados o crucificados o pulverizados o diseccionados por las sectas secretas desconocidas incluso para las teorías conspiratorias y para los extraterrestres que nos acechan con el fin de abducirnos a la menor oportunidad: ¡la maldad, como la estupidez, no respeta ni género ni orientación sexual, ni raza ni idiomas! En todo caso son libres de escupirnos por sexistas o misóginos al incluir en este chiquero únicamente a los puercos y dejar fuera a las marranas. Lo que no se pone en cuestión aquí es que todos estos autores se han ganado con el sudor de su frente lo que la actual moral denominaría como cerdos.
Recordemos que aquí no hemos asistido al juicio número mil para determinar si Woody Allen y los demás autores mencionados son culpables o no, aquí hemos venido a responder si es dañino seguir consumiendo la obra de los Cerdos. Tomémonos el atrevimiento, esperando no herir sensibilidades, de hacer una afirmación al respecto y por aquí debimos haber comenzado: ¡La obra no es el autor! Pero si es algo evidente, dirán ustedes, es una obviedad semántica, algo de sentido común. Claro. Pero actuamos como si no lo fuera. En una carta a su editor gringo, con motivo de la censura de el Ulises en Estados Unidos, James Joyce (a este se le ponía dura con los pedos de Norita, su esposa, incluso disfrutaba viéndola cagar, según se puede rescatar de su correspondencia. Lo consignamos aquí desde ya por si en el futuro estos fetiches son condenables y nos adelantamos a nuestro tiempo), el autor de Finnegans Wake, decíamos, escribió que habent sua fata libelli!, Para ustedes, ignorantes que no saben latín, es decir que ¡los libros tienen su destino! Desde el momento en que ve la luz, o la oscuridad ya que estamos, la obra debería desligarse del creador y apreciarse como un ente individual que respira y se abre camino por sus propios méritos. ¿Entonces el autor no es responsable de sus ideas? ¿O el que consume ideas ajenas es más responsable por las interpretaciones que hace de ellas? Para ilustrar estos planteamientos complicados, demostrar lo lejos que está el autor de la obra una vez publicada, es necesario dar un ejemplo sencillo: si usted compra una novela de Michel Houellebecq (tachado de misógino y xenófobo), y usa sus páginas para limpiarse el culo, es científicamente imposible que el escritor francés sienta algún tipo de sabor fecal en el paladar. Ya, en serio, como aquí parecemos niños de cinco años, no solo por lo estúpidos, sino porque todo lo queremos saber, nos preguntamos si ¿acaso es necesario estar al tanto de que Joyce adoraba que le echaran pedos en la cara para poder disfrutar de Dublineses? Gracias a algunos críticos, académicos y estudiosos, nos hemos hecho a la idea de que mientras más datos biográficos sepamos de los creadores mejor comprensión podríamos tener de la obra, y que mientras más anécdotas de la vida privada de los autores conformen nuestro trompabulario, nuestras posibilidades de tener sexo en los círculos de personas cultas alcanzarán niveles sobrenaturales. ¿Será esto realmente cierto? Esto ha sido así incluso desde antes de la era del internet y las redes sociales, en la que no solo queremos fornicarnos la privacidad de los demás sino que también queremos volvernos públicos como si la vida se nos fuera en ello. Para que vean que lo de ser metiches no es solo síntoma de nuestro tiempo. Para que le restrieguen en la cara a los ñoños y a los posers que se pasean con libros en la mano que la frivolidad del chambre no solo es materia de la prensa rosa o las revistas del corazón. (A mí, por ejemplo, me sigue pareciendo divertido que Joyce le pidiera a Norita en su correspondencia, ahora publicada para tranquilidad de nuestro insaciable morbo, que jamás permitiera que alguien más leyera sus cartas. Equisdé).
La obra no es el autor, decíamos, y esto lo comprendía de una forma encantadora el personaje de Mozart en Amadeus, de Milos Forman, con su: Perdóneme, Su Majestad. ¡Yo soy un hombre vulgar! Pero se lo aseguro, mi música no lo es. Siendo capaces de comprender las diferencias entre los progenitores y los engendrados, ¿por qué la obra debe pagar por los crímenes del que la concibió? Como le dijo Daenerys a Jon Snow, ¿vamos a juzgar a los hijos por los pecados de sus padres? Más grave aún, ¿por qué a estas alturas el arte sigue siendo llevado a tribunales que deciden si censurarlo o no? Y esto incluso sin que el autor sea un cerdo —un ser despreciable que debe ser marcado y desterrado, como Caín, de los territorios de las ovejitas que en toda su existencia no hicieron otro mal que apestar como la mierda—, sino censuradas por su propia hermosa porquería.
A los rebaños más peligros para el arte y para las personas excepcionales siempre se les han prestado atención y no bastando con eso han contado con poder. Hace algunos atardeceres las ovejas de cierto rebaño condenaron a muerte a Sócrates por cuestionar la existencia de los dioses. Atardeceres después otro rebaño quemó en la hoguera a Galileo Galilei por sus descubrimientos acertados con respecto al movimiento de los astros y que iban en contra de la ignorancia bíblica. Similar a lo que le pasó a Giordano Bruno. Muchos atardeceres después otro rebaño quería meter preso a Flaubert por la publicación de Madame Bovary, y la indignación llevó a que otro rebaño censurara por inmorales algunos de los poemas que iban incluidos en las primeras versiones de Las flores del mal de Baudelaire. Ya para finalizar y para que algo de esto se saque en claro, otro rebaño metió preso a Wilde por homosexual. Sin mencionar los posibles motivos del asesinato de Pasolini. Si algo han tenido en común todos estos rebaños, además de que no llegaron a conocer ni las acetaminofén ni el Vick Vaporú, es que sus censuras y condenas estaban basadas en la moral de la época. Pero aquí se puede hacer un divertido ejercicio de comparaciones: si cada uno de los rebaños mencionados hubiera coincidido en el espacio y tiempo, sin duda se habrían bloqueado en Facebook y Twitter (quizá también en Instagram), después de haberse declarado infinito desprecio. Cada uno habría alegado defender la causa correcta y llevar más razón y derecho que los otros. Los que condenaron la homosexualidad de Wilde no verían nada censurable en que un cuarentón se tirara una niña de trece años. Los que hoy condenan el estupro apoyarían la orientación sexual de Wilde. El nombre del dios que se usó para quemar a Galileo le habría declarado guerra santa a los dioses que se la pelaban a Sócrates. Antes a Emma Bovary la condenaron por representar a la mujer inmoral y ahora la condenan por ser la construcción patriarcal de la “mala mujer” que debe ser castigada por no someterse. ¿Quién tiene la razón?…
Alguna vez leí o escuché o soñé, no estoy seguro, que solo los idiotas están completamente seguros de las cosas.
Si tú comienzas a juzgar la literatura en función de la moral y de la ética, la literatura no solo quedaría muy diezmada, es que desaparecería […] la literatura y la moral están reñidas, son enemigas, y hay que respetar la literatura si tú crees en la libertad. Que haya escritores demoniacos, desde luego, hay muchísimos, que no son para imitarlos, pero sí para aprender de ellos.
Vargas Llosa
Aunque actualmente algunos rebaños con cierto poder se denominan progresistas y también luchan por remediar los errores que cometieron los rebaños del pasado, ¿realmente nos hace mejores y más inteligentes indignarnos, condenar, y volvernos a indignar si llegamos a los extremos? ¿Es el arte por sí mismo un cerdo que debe ser condenado? Nada ha cambiado: universidades norteamericanas evaluaron prohibir libros como Las aventuras de Huckleberry Finn o Matar a un ruiseñor por “racistas” o por usar explícitamente la palabra hoy impronunciable Nigger. Un museo inglés retiró Hilas y las ninfas de William Waterhouse por representar a las mujeres como “objeto sexual”. Reino Unido y Alemania han censurado la obra de Egon Schiele por “pornográfica”. En una representación en Florencia modificaron el final de la ópera Carmen de Bizet para que la protagonista no terminara siendo asesinada a manos de un maje despechado y que el público no tuviera que “aplaudir un feminicidio”. Ocho mil setecientos retrasados mentales firmaron un documento para que un museo de Nueva York retirara Teresa soñando de Balthus porque en la pintura se representa a una niña enseñando el calzón y, va, no sea que nos volvamos pedófilos.
Lo que no hemos aprendido es que el arte no tiene por qué tratar de florecitas, unicornios, arcoíris, mantequilla de maní o Nutella. Mucho menos está obligada a contar la realidad como desearíamos que fuera callando lo que nos indigna para no sentirnos amenazados. El arte está poblado de cerdos, de inmorales, de criminales, porque el mundo es así, porque la realidad es así, porque así es La Verdad. Mucha de la buena literatura y el arte es como El retrato de Dorian Gray de la humanidad, ese retrato donde vemos reflejado todo aquello despreciable que nos avergüenza, todo lo podrido que llevamos dentro y que nos hace sonrojar, la propia fealdad que nos incomoda. Parece que aquellos cerdos ejemplares que crearon algunas de las obras más emblemáticas tuvieron que revolcarse en los chiqueros de la vida para poder parir sus trabajos así de deliciosamente enfangados, y tuvieron que vivir una existencia tortuosa para poder crear así de rico, como si tuvieran una estaca con púas atravesada en el recto. La necesidad de juzgar siempre ha sido inherente a la condición humana, porque en cuanto levantamos el dedo para señalar olvidamos que no muy adentro de nosotros también hay un cerdo. Pero la única certeza que puede haber en medio de tantas pendejadas escritas en esta verborrea atropellada e incoherente es que nosotros, rebaños hipócritas al servicio de la moral que muta con los tiempos, nos vamos a morir y no nos va a recordar ni Dios. Mientras que Caravaggio, Borroughs, Schopenhauer, Jean Genet, Céline, Woody Allen, y todos esos cerdos ejemplares que se desgraciaron en caminar por este mundo junto con sus creaciones, vivirán para siempre.
* Jorge Mercado (SAN SALVADOR, 1992) DESERTÓ DE LA UNIVERSIDAD CON LA CONVICCIÓN DE CONVERTIRSE EN ESCRITOR EN UN PAÍS DONDE LA LITERATURA “VALE VERGA”. ES AMANTE NO SECRETO DE LA LITERATURA GÓTICA, JAPONESA, FANTÁSTICA. ES DE LOS “PENDEJOS” QUE CREEN QUE EL CUENTO ES EL ARTE MAYOR DE LA LITERATURA. EN SUS RATOS LIBRES, QUE SON 24 HORAS AL DÍA, TRATA DE QUE NO FALTE EL BLACK METAL.
El autor está comparando tener ciertas parafilias, o la fealdad de Sartre con la violación, el acoso sexual, o aprovechar posiciones de poder para aprovecharse de otros, que admiran a los autores, precisamente porque producen esas obras tan aclamadas. Condenar esas prácticas es distinto a juzgar las obras de los autores porque ofenden la moral en boga. Es distinto ser alguien incómodo para la sociedad, por ser un espejo, como Houllebecq o Genet, a ser alguien que se aprovecha de su posición de poder. Esto es lo condenable.
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