Maridaje recomendado: Whisky
Por: Josué Parras*
No había dormido mucho. Dos horas y media, tal vez tres. Me levanté sin tener nada por qué hacerlo. Nada qué hacer. Nada para pensar. Nada para soñar. La nada infinita. Me invadió una sensación intensa de soledad. Sé que nunca he estado completamente solo, pero sí he sentido el peso abrumador de la soledad. Estar y sentir. ¿Qué será lo real? En el piso de mi habitación moribundeaba un libro. Muy sucio, muy usado y se notaba un poco desdichado. Memorias del subsuelo, Fiodor Dostoievski. Abrí la primera página: “Soy un hombre enfermo. Soy un malvado. Soy un hombre desagradable. Creo que padezco del hígado. Pero no sé absolutamente nada de mi enfermedad. Ni siquiera puedo decir con certeza dónde me duele”. Cada palabra era una daga que se enterraba en mi pecho, lo abría y acción seguida perforaba mi corazón. Yo soy un hombre enfermo, me dije. Soy malvado y desagradable. Leí de un golpe la mitad del libro. Lo dejé. Me levanté de la cama y puse Summertime, de Ella Fitzgerlad. Me puse de buen humor. Miré un poco de porno en la computadora y me masturbé por media hora tranquilamente. Volví al libro. Lo volví a dejar. Tenía ganas de vagar un poco, pero había mucho sol y la resaca no me permitiría disfrutar la caminata. Fui a la cocina y, como siempre, ahí estaba el café preparado por mi ancianísima abuela. Una señora de ochenta y nueve años, que todavía daba guerra. Una guerrera de diez mil batallas. Nació en La Paz, en San Juan Nonualco. Tiene rasgos indígenas muy marcados, que yo he heredado. Sobrevivió a la época del militarismo, una guerra civil, dos terremotos, dos accidentes, uno con bus (mientras ella esperaba en la parada, un bus sin frenos le pasó encima) y otro en un bus (el conductor perdió el control y cayó en un barranco), un esposo alcohólico que la vergueaba, una madre que no la quería, un padre que se alejó de ella, cuatro gobiernos de derecha, dos gobiernos de izquierda. Me cuenta que cuando era niña, tenía que levantarse a las tres y media de la madrugada para poder preparar el maíz e irlo a moler, regresar a casa, bañarse e ir a la escuela comiendo una tortilla con sal en el camino. Se graduó para maestra y llegó a ser directora del centro educativo en donde estudió. Ahora se encuentra alumnos en la calle y se sonroja cuando le dicen que si se acuerda cuando les pegaba con el renglón de madera. Ahora, después de todo eso, sigue guerreando. ¡Mierda, qué jode! Agarré un poco de café algo ralo y me senté en la mesa. Encendí la televisión. Estaba sintonizado en un canal en donde pasaban un programa matutino. Cagada de todas las mañanas. Perras con buenas piernas. Nada en la cabeza. Hombres que disimulaban no ver las buenas piernas. Me dan asco este tipo de programas. Hablan de medicina, de cómo evitar el mal olor en los pies. A mí me gusta el mal olor de mis pies. Es mi marca. Así marco mi territorio. Todos sonríen en ese programa. Parecen tan estúpidos siempre sonriendo y hablando de cosas de las que en realidad no saben nada. Sonríen y sonríen y me entran unas ganas casi incontrolables de conseguir una nueve milímetros, esperarlos en la salida del canal y echármelos a todos. En el centro de la ciudad no es tan difícil conseguir una nueve milímetros. Siguen sonriendo. ¡Mierda! ¿No les dolerá la cara? ¿No les dolerá el alma? Fingir atrofia el alma. Actúan como si todo estuviera bien, como si todo ha estado y va a estar bien. Nada nunca ha estado ni está ni va a estar bien. Nos vamos a extinguir y nada estará bien. Tranquilo. Es de mañana. No permití que los cabrones me quitaran el buen humor con el que desperté. Pero solo era la primera trampa del día para quitarme mi charquito de felicidad ilusoria. Apagué la televisión. Esa realidad endulzada me quita las ganas de reproducirme. Tomé un pedazo de papel estrujado y un lapicero. Escribí: la total destrucción del interior es un bello escenario para la creación. Me quedé releyendo muchas veces la frase. Reflexioné al respecto. Hice puño el pedazo de papel y lo tiré a cualquier lado. Al olvido. De verdad que no tenía nada que hacer. Nadie con quien hablar. Nada. La nada me envolvía en su fría y liberadora paliza. Así transcurrió la mañana y parte de la tarde. Tenía ganas de unas cervezas, pero quería ambiente de chupadero. No quería beber solo en la casa. Es decir, en el chupadero también estaría solo, pero podría ver gente y escuchar sus conversaciones y saber de lo que habla la gente normal, con vidas normales y no tan miserables como la mía, al menos a mí me parecía que no eran tan miserables. Disfruto ver a la gente, pero no tener contacto con nadie. Una especie de voyerismo, catalizado más por una curiosidad hacia la comicidad de la conducta diaria de los que se consideran ciudadanos de las pequeñas y grandes ciudades. Ser un alien que observa el flujo de vida de la raza humana. Sabía a dónde ir. Al norte de la ciudad, en los límites, por el INFRAMEN, había un chupadero de atmósfera lúgubre. Para eso solo debía tomar un bus de la diez. No me bañé, me vestí con la ropa menos sucia que tenía, me puse mis botas cafés y salí. Tomé el autobús y al subirme hice una inspección rápida para escanear los rostros de las personas, en busca de mareros o potenciales asaltantes. No cargaba nada que tuviera verdadero valor, pero por este lado del mundo te matan por eso mismo, por una nada. Eso vale la vida por acá. Un montón de nada. Habíamos bajado por la calle de Antigua Huizúcar y cruzado a la izquierda. El bus hizo una parada enfrente de la escuela Brasil. Un tumulto de gente se abalanzó hacia la puerta de entrada y otro salía en la puerta de atrás. Todos se empujaban y gemían y se empujaban más y caminaban apresurados hacia los asientos para no irse parados. Era una terrorífica escena. Se asemejaban a un grupo de animales de granja corriendo por llegar a la persona que los va a alimentar. Entre ese violento movimiento de gente, un hombre muy gordo, moreno, con barba de varios días y muy sucio se subió por la parte de atrás y se sentó detrás de unos asientos elevados, de los que están sobre la ruedas. Yo iba sentado en el final del bus. Él estaba frente a mí. Frente a él, en los asientos elevados, iban dos niñas, una de unos once años y la otra rondaba los siete años. Iban hablando de su viaje al zoológico. Era domingo. Los domingos se llena de gente del interior del país y se divierten viendo a su familia enjaulada. El hombre no se levantó a pagar el pasaje, como normalmente hace la gente que sube por la puerta trasera por una u otra razón. El conductor no se enteró de nada y continuó su marcha sin ningún inconveniente. Cuando habíamos recorrido unas cinco o seis cuadras, nos detuvimos enfrente del Trovador, un chupadero de mala muerte. Un grupo de hombres vestidos de mariachis, con requintos, guitarras, maracas, contrabajos, trombones y trompetas, salían de ahí. Eran un grupo de doce hombres. El semáforo en rojo me permitió contarlos. Parecían felices y relajados y realizados. Vivían de lo que amaban. Si tan solo pudiera ganarme la vida con mis letras estúpidas. Sería estúpidamente feliz. Y me compraría un buen whisky Jack Daniel´s. Lo he probado una sola vez en mi vida y quedé enamorado. Amor al primer trago, se podría decir. El bus avanzó y pasamos el bullicio del centro. Olía a humo de automotor y a frutas y verduras podridas. Todas las calles estaban forradas de basura y en el alambrado eléctrico se formaban filas entrecortadas de decenas y decenas de palomas. Toda la gente me parecía hostil. Niños caretos corrían sin dirección con mocos que les resbalaban de las fosas nasales hacia los labios. Putas muy viejas en los parques vendiendo polvos ácidos y peludos. Ancianos vendiendo tickets de lotería, sentados frente a la biblioteca nacional, vijeando las piernas celulíticas de las putas y tomando café con piquete de Chaparro en vasos blancos desechables. Jóvenes con aspecto mafioso chiveando en las esquinas y gritos por aquí y por allá y por más acá y más allá. Todos matando el tiempo que los mata a ellos. Un pedazo de tierra electrizante. Estábamos a punto de llegar a la parada de la colonia Atlacatl, en donde me bajaría. Escuché unos gemidos que provenían del maitro de enfrente. Se movía muy violentamente. Parecía que se la estaba pajeando. ¡Sí, mierda! Se la estaba pajeando con intensidad y miraba fijamente a las niñas del asiento elevado. Los asientos elevados tenían un pequeño agujero entre sí y lo vi tratar de meter la mano por ahí. No creo que haya querido meterla para tocar a las niñas. Lo percibí más como un juego para excitarse más, pero de repente se le fue toda la mano, tocó a una de las niñas y él se estremeció con un salto. Las niñas gritaron y corriendo a los asientos del otro lado del autobús, hacia su padre, a la derecha. El padre de las niñas parecía un toro. Un maldito y fornido toro del infierno. Casi vi los cuernos salir de su cabeza. Estaba inundado por la ira, enrabiado hasta los huevos. El otro hombre era fornido, pero no tanto y era más pequeño y creo que estaba borracho o pasando una goma terrible. El padre de las niñas se levantó y vi volar una patada que terminó con la cabeza del hombre de barba descuidada contraminada con la ventana. Escuché crujir el vidrio. Se había rajado un poco. Le asestó dos derechazos en la mejilla izquierda y en la nariz. Cayó al suelo y pidió clemencia. No tuvo tiempo de guardarse la verga. Todos veían fascinados la puesta en escena. Todos disfrutamos de un poco de violencia y dolor ajeno. Caminé entre unos condominios algo fríos, viejos y descoloridos, con mucha sombra de árboles. Unos majes fumaban marihuana en una escalera. Se me quedaron viendo. Me les quedé viendo. Hice un movimiento de cabeza, como un disimulo de saludo. No me regresaron el gesto. No me dijeron nada. Seguí caminando. Me siguieron. Tenía una navaja española Muela, en el bolsillo trasero izquierdo. Me la había mandado una amiga que había ido de vacaciones a Milán, a la casa de su padre. No se llevaba bien con él. En una ocasión llegaron a los golpes. Se fue a la casa de un peruano que había conocido en una discoteca. Todo fue muy rápido. Medio año después estaban casados y venían de vacaciones a El Salvador y me traían botellas de guaro artesanal, de melocotón. En una de esas me trajo la navaja y un destapador con un grabado de la Torre Pisa en un lado y del Coliseo romano en el otro. Toqué la navaja. Saqué el filo, siempre dentro del pantalón. Cinco metros adelante, cruzando uno de los edificios, había una patrulla, con unos juras que estaban comprando unos panes mataniños. Los cabrones desistieron de perseguirme. Yo tampoco quería encontrarme con los chotas y giré en una esquina y los esquivé disimuladamente. Llegué al bar, bueno, al chupadero. Había tres borrachos dispersos, muy ebrios. Me senté a la par de una ventana. Sonaba una canción en la rocola de Marco Antonio Solís. Sé que era de él, pero no el nombre de la canción. Música de mierda. La odiaría en cualquier otra circunstancia, pero estaba en un chupadero. Uno se acostumbra. Pedí un balde de morenitas. Las llevaron bien frías. Iba por la cuarta cuando uno de los borrachos se acercó. Noté que me miraba desde hacía un rato, pero no me importaba. Pensaba que me iba a pedir fuego o un cigarro, pero se sentó delante de mí y me dijo:
— No es bueno chupar solo, amigo.
— Hay quienes dicen que simplemente no es bueno chupar. Yo no le hago caso a ninguno de los dos.
Tomé un trago largo. No me daba buena leche este men.
— ¿Estás esperando a alguien o venís solo? me dijo.
— Solo.
Hubo un silencio pesado. Él esperaba que dijese algo. No tenía nada que decir. Ni a él, ni a nadie. Las palabras de un cabroncito de 24 años valen tanto como un Kotex usado. Noto a muchos de mi edad desesperados por ser escuchados; política, fútbol, mujeres, ropa, tintes de cabello, el cuido de la flora intestinal, las canas prematuras por una pubertad y adolescencia fumando tabaco; todos son expertos sobre todo y lo saben todo. Pero no perciben la mierda que tienen en frente de las narices, que les sirven en sus platos y que se tragan en la radio y en la televisión. No vale la pena. Hay que vivir sin joder a nadie. Al final solo hay traición. Brindemos y no nos preocupemos por los bufones del mundo.
— No hablás mucho, veá.
— …
— Ya se te va a acabar el balde. Cristy, vení —llamó a la camarera—. Traeme otro balde y dos bocas de pata de cerdo.
La camarera era una vieja mal encarada, con lonjas de grasa cayendo como cascadas por todos los lados de su cuerpo. Usaba un pantalón gris de lona muy ajustado, excesivo maquillaje, una blusa negra de tubo muy pegadita y con un escote pronunciado, que luchaba por mantener sus tetas adentro. Sudaba a chorros. Apestaba a una mezcla de sudor y perfume barato. Nos trajo las cervezas y las destapó con desgano. Anotó la nueva orden en una lista y se marchó. El viejo siguió hablando:
— Ayer en la noche me di ese culote. Se pone loca cuando me ve la verga parada. Cobra quince pesos.
— No le doy ni dos coras.
— ¡Ayyy! Te la llevás de fino, pues.
— Me la llevo de no querer SIDA.
Tomé la última cerveza que me quedaba de dos tragos largos.
— Ahí hay más. Agarrá, garrá. Yo invito.
Está bien, pensé. Es cerveza gratis. Tomé otra y la acabé con otros dos tragos largos.
— Este bicho sí sabe chupar, ve. Así son los hombres de verdad. Así era yo de joven, cuando estudiaba Derecho en la Nacional… ¿vos qué estudiás?
— Yo no hago nada.
— Ah… cuando yo estudiaba Derecho en la Nacional, al no más salir de clases, me iba con mis cheros a chupar donde las putas. Vendíamos marihuana ahí adentro de la u, en el bosquecito, y siempre teníamos para estar jodiendo.
— Ah, ya.
— Sí, pero de ahí todos nos casamos, tuvimos familia y trabajo y todo y ya no nos vimos. Yo perdí todo por chupar demasiado. Mis hijas y mi mujer me echaron de la casa. No tengo hermanos ni nadie en esta puta vida.
¡Puta madre! —pensaba— Por qué siempre se me tienen que pegar estos bolos sentimentalones. No es que yo no piense que la vida sea una mierda, pero no ando embarrando mierda en los rostros de los demás.
Tomé otra cerveza. Se consumió como lo hicieron las anteriores. Me levanté para irme. Me detuvo.
— No te vayás, no te vayás. Quería preguntarte algo.
— ¿Qué?
— ¿Cuánto me cobrás por dejarte que te la chupe?
— No valgo ni dos coras.
Me levanté y salí del chupadero. Rodeé los condominios y llegué a la parada de la diez. En casa no había nadie. Entré a mi cuarto y me desnudé. Me eché a la cama. Tomé de nuevo el libro moribundo: “La suprema finalidad, señores, es no hacer nada en absoluto. La inercia contemplativa es preferible a todo ¡por lo tanto, viva el subsuelo!”. Dejé caer el libro en el suelo, a donde pertenecía, y dormí con placidez. No sé cuánto tiempo dormí, pero desperté con una oscuridad a medias y con mi madre sosteniendo el teléfono a un lado de la cama. Me llamaban. Estaba totalmente desubicado en tiempo. Pensé que era de madrugada. Contesté y una voz muy grave contestó al otro lado.
— ¿Josué?
— ¿Quién habla?
— ¿Josué?
— Sí, soy yo. ¿Quién habla?
— Soy Douglas, pendejo.
— ¡Ahhhhhh! Qué pedos, cerote. Qué hay.
— Al suave, maje.
Douglas era un amigo de la infancia. Habían pasado cuatro años desde la última vez que nos habíamos visto y hablado. En esa oportunidad fuimos a la playa el Tunco, con mucho dinero, pero lo gastamos todo en chupar. No nos quedó para pagar ni una habitación hecha mierda. Dormimos en el pick-up de mi padre. Lo dejó a la familia cuando se fue a trabajar de ilegal a los yunáis. Yo había ido con un chero y él había llevado a su novia. Fue un buen trip. Cuando ya no aguantamos, parqueé al lado de un rancho, que se notaba que era de gente de mucho dinero. Creo que pensé que, si algo pasaba, la gente de dinero no iba a querer problemas alrededor de ellos e iban a defendernos de cualquier cosa, aunque después nos echaran del lugar. Pensamientos de un borracho imbécil. Mi chero y yo dormimos en la cabina, en el asiento de piloto y copiloto y Douglas y su mujer en la cama del pick-up. Al rato sentí que el carro se movía. Pensé que estaba temblando. Miré hacia la parte de atrás, a través de la ventana y vi la pierna arriba en el aire de la mujer de Douglas. Las ventanas tenían un leve polarizado, además ellos andaban a verga y era de noche. Era muy poco probable que notaran al voyerista de dos coras viéndolos coger, bañados por la luz de la luna (qué poesía más barata la que me acabo de sacar del culo). Ella reprimía los gemidos, pero aun así se escuchaba rico. Me masturbé muy fuerte. Mi chero no se enteró de nada. Estaba totalmente borracho. Estuvo bueno. Con Douglas habíamos pasado mucho. Cuando éramos muy pequeños, como de ocho años, quemamos un predio baldío de media manzana, con silbadores. Nos sentimos orgullosos del caos que creamos. Llegaron los bomberos, la policía, los medios. Todo lo hicimos nosotros. Empezamos a fumar y a beber juntos ahí por los doce o trece años. Veíamos porno con otros dos cabrones más en su casa. Uno se sentaba en el sillón, otro en la cocina, otro en un cuarto, otro en una silla, pero siempre de forma que ninguno le viera la pija al otro y todos pudiéramos ver la televisión y nos la pajeábamos con el porno ochentero, que Douglas se había conseguido en algún lado del centro. La madre era una maestra alcohólica que le daba verga por todo y para más joder lo dejaba cuidando a su hermano mongolito, mientras ella andaba en chupaderos cogiendo con viejos asquerosos. Se mudaron de la colonia porque los querían extorsionar. Se fueron a vivir a Ayutuxtepeque, a la Santísima Trinidad. Más caliente que la Holanda, pero ahí se quedaron.
— ¿Y esa mierda que me estás hablando?
— Necesitaba hablar con vos.
— ¿Y eso?
— Es que no sé con quién más hablar de esto.
— ¿De qué maje, hablá pues?
— Puta, maje. Estoy metido en un gran pedo, en gran pedo, en un gran pedo.
— ¿Qué te pasó?
— Puta. Tengo tres meses de estar encendido en coca.
— Ah, no jodás. – Traté de sonar interesado, aunque creo que no lo conseguí.
— Sí cabrón, estoy encendidísimo. El viernes me pagaron la quincena en el trabajo y ahora ya no tengo nada. Es lunes y ya no tengo ni para ponerle gas a la moto. Ni para irme en bus al trabajo mañana.
— Está perro, maje.
— Puta sí. Tengo la boca como si me hubieran vergueado. Mi mujer pensó que alguna puta me había mordido, pero igual se enojó cuando le conté que era por estarme metiendo tanto polvo.
— Puta es que a huevo es rico. Yo no me haría adicto. No es mi droga. Sabés que soy más de weed, pero sí es rica. Lo que no me llega es la insidia. Cuando a mí me pasaba y no tenía para meterme más, me daban ganas de matarme. Así era de perro el bajón. O al rato soy muy culero.
— Sí, maje. Yo puedo estar tranquilo aquí en la casa, con la mujer. Cogiendo, viendo películas, escuchando música. No es que me dé un par de birrias y ya me enciendo con el polvo. Y como solo chupando paso.
— Entiendo.
— Maje, no sé qué hacer, no sé, no sé qué hacer.
— Puta, cerote. Mirá, si creés que sos adicto, pues dejame decirte que eso no existe. Las adicciones no existen. Tu cuerpo puede sentir la necesidad de consumir, pero está en vos la decisión de hacerlo. La cuestión radica en dominar al demonio, no que el demonio te domine. Porque si lo dominás, podés jugar con él.
— Esperáte, esperáte. No hablés, que ahí viene.
Pensé que estaba teniendo un ataque de paranoia o algo parecido, porque mientras hablábamos escuchaba las grandes esnifadas de polvo que daba. Eran casi eternas. Se ha de haber metido unas tres equis.
— ¿Quién viene, maje?
— Mi mamá.
— Ah.
— Hablále, maje. Hablále.
Quería que le hablara para darle tiempo de esconder las bolsas de coca.
— Dale. Pasámela.
— ¡Mamá, te habla Josué!
La mamá no entendía.
— Ma´. ¡Te habla Josué!
Le pasó el teléfono.
— Aló – dije
— ¡Heil Hitler! – escuché decir a la señora, que se escuchaba muy a verga.
No supe qué responder. Repetí:
— ¿Aló? Buenas niña Morena, soy Josué, de la Holanda.
— ¡Ahhh chis! ¡Josué!, pensé que eras José, el primo de Douglas. Anda
estudiando música en Alemania.
— ¿Y así lo saluda?
— Sí, así lo jodo.
— …
— ¿Y cómo has estado Josué?
— Bien. —Nunca me va bien— En la lucha de la universidad.
— ¿Y cuánto te falta?
— ¿Ya casi egreso? —Mentira—.
— Qué bueno. Qué me alegra. Tu mamá ha de estar bien orgullosa. Yo de este cerote estoy decepcionada. Terminó en nada, como el tata. Este ha sido mi mayor bendición y mi mayor cagada. Yo vivo decepcionada de este hijueputa.
Yo no sabía qué decir.
Uno les da los mejores años de su vida a sus hijos y ellos le escupen en la cara a uno. Pero bueno, hijo. Así es la vida. Te dejo. Te cuidás.
— Adiós, señora. Se cuida.
Me pasó a Douglas.
— ¿Qué te dijo? — me preguntó.
— Que sos una decepción.
— Ah, vale verga.
— Jaja.
— ¿Maje, sería bueno que nos viéramos otra vez?
— Está vergón. Dale.
— Un día de estos con mi mujer nos estábamos acordando de la vez que fuimos al Tunco. Fue loco.
— Sí, estuvo loco. Casi no me acuerdo de nada —mentira.
— Hay que repetirlo.
— Hay que hacerlo.
— Te la pasaría, pero ya se durmió.
— ¿Ya vive con vos?
— No. A veces se viene a dormir acá. Es que sólo peleada pasa con la nana. ¿Nunca te conté el pedo con ella?
— No.
— Ella es bien hecha mierda. La Georgina vive con la mamá del padrastro y las dos hermanastras. Tiene un hermano mayor, pero está preso por homicidio. Es marero el maje. La onda es que a veces le hablo y le pregunto que si ya cenó y me dice que no. Le pregunto por qué y me dice que no hay nada en la casa. Compro algo y se lo voy a dejar y me la encuentro a ella en el sillón viendo tele y a la familia hartando en la mesa.
— Está perro así.
— Simón. Por eso le digo que se venga para acá cuando no quiera estar allá. Y de todas formas mi mamá la quiere más que a mí. Jajaja.
— …
— ¿Ya tenés sueño?
— No. ¿Qué hora es?
— Las once y cuarenta.
— Puta. Pensé que era de madrugada.
— ¡Pendejo!
— Come mierda. Vos me has despertado.
— Está bueno pues. Entonces te hablo algún día y hacemos algo.
— Démosle con todo.
— Vergón. Me voy a dormir. Tengo que trabajar mañana y a saber cómo putas voy a hacer para irme.
— Dale pues.
— Va, pues
Colgó. Nunca nos reunimos.
Me quedé viendo la oscuridad del techo. Sentía que tenía abierto los ojos, pero no estaba seguro. Era lo mismo si los abría o los cerraba. Pensé en el día. En los mariachis. Cómo podía hacer para vivir como ellos. Yo sería feliz con espacio y libertad para escribir, ganar dinero suficiente para poder pagar ese espacio y comprar dos pupusas en la mañana, tener birrias en la refrigeradora, ver al Aguila en el estadio e ir a algunos toques decentes. Esa es mi definición de felicidad: espacio, libertad, escribir, dos pupusas, futbol, música y birrias en la refrigeradora. Pensé en las dos únicas personas con las que hablé ese día. Por lo menos saqué algo de ellos. Algo. Grotesco, grosero, desesperado, repugnante, lascivo, pervertido, patético, estúpido, malsano, como fuera, pero algo tenía que significar. Tal vez no. Debía ser una señal de la vida diciéndome: aquí hay una historia, contala. Una señal de confirmación. Tal vez sí sea escritor. Tal vez no.
*Josué Parras (San Salvador, 1992) es escritor de cuentos para niños y amante de la música cristiana. Fue expulsado de dos colegios y no sabe cómo ha llegado a la universidad. Se debate entre iniciar su propia religión e inducir a sus creyentes al suicidio masivo o morir como un artista desconocido y panzón. Piensa que el rock n’ roll es la música del diablo y que el objetivo fundamental de la vida es convertila en una explosión continua de placer, de principio a fin.
Foto de portada: Recuperada de http://www.friki.net/fotos/65518-fotos-antiguas-de-ninos-fumando.html, Abril del 2018
Siempre me parecieron mediocres los escritores (y son legión actualmente, engañados por leer a Bukowski) que piensan que son dignos de contar sus sufrimientos por andar con resaca, que creen que la transgreción es poner alcohol o drogas o sexo. Todos unos malotes.
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