Presentamos un adelanto del libro «Maletas perdidas» de la escritora salvadoreña Jacinta Escudos. Este libro, publicado por la editorial Los sin pisto (2018), recopila una serie de crónicas de viaje de la autora. Pueden solicitarlo a la editorial a través de un correo electrónico a: editexto@gmail.com
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REFLEXIONES DE UNA NÓMADA
Dicen que quienes nacen frente al mar están destinados a viajar. No nací frente al mar, pero desde niña estuve destinada a viajar. Quizás como parte de la herencia espiritual de mi abuela romaní, quien terminó anclada en El Salvador a finales del siglo XIX, parte de una oleada de “húngaros”, como fueron conocidos los roma y sinti que atravesaron el Atlántico y que se establecieron en varios países latinoamericanos, desde México hasta Colombia y Venezuela, países todos donde aún se encuentran kumpanyas (o grupos de familias) de gitanos.
He viajado desde mis primeros años de vida. He subido y bajado de aviones, avionetas, trenes, lanchas, barcos, autobuses y automotores de todo tipo. A más de algún lugar me tocó llegar en bestia y también caminando durante horas y días.
Sin proponérmelo, sin buscarlo, algunas veces sin desearlo, me ha tocado moverme y mudarme mucho. He vivido en 17 viviendas ubicadas en 4 países diferentes a lo largo de mi vida.
Se dice fácil, “mudarse”, “viajar”. Visto desde afuera, hasta parece emocionante. Conocer otras tierras, otras gentes, otras costumbres. Tener la posibilidad de comenzar “una nueva vida”. Pero para quien lo vive, con el paso del tiempo se instala el cansancio. Más que de un cansancio físico, se trata de un cansancio emocional.
Siempre se es extranjero. Uno nunca se integra ni termina siendo parte de ningún lugar. A uno siempre lo diferencian por el acento al hablar o porque no habla el idioma local o por su aspecto físico o porque desconoce las costumbres. Se tiene por lo general una sensación de estar viviendo “para mientras”, de que la vida no es real porque uno no está “allá” de donde uno es originario.
Hay una sensación de pérdida porque se pierden muchas cosas en el camino. Y no me refiero estrictamente a objetos materiales, que también de esos se pierden muchos. Uno trunca relaciones de todo tipo. Uno se confronta con demasiada frecuencia a su propia soledad. Pareciera que uno se pierde de todo y que todos lo pierden a uno.
El viajero cambia interiormente y cuando regresa se siente extraño. El lugar que se dejó atrás también sufre sus vaivenes y revueltas. El viajero regresa y su bulto de viaje va lleno de recuerdos e historias que contar.
No sé cómo se sintió mi abuela ni qué pensó de su propia vida. Jamás la conocí personalmente. Para mí, ella fue una fotografía en un marco ovalado de madera pintada de blanco y las historias que mi padre contaba sobre ella, reiterándome a cada instante que soy su vivo retrato.
Sin embargo, muchas veces durante mis viajes he pensado en ella. En cómo, sin conocernos, me heredó su bulto de viaje.
Este libro recopila crónicas y textos de y sobre viajes. Comencé a escribir crónicas en el año 2000, cuando estuve becada en Alemania y Francia como escritora residente de la Heinrich Böll Haus y La Maison des Écrivains et des Traducteurs Étrangers.
Dicha escritura comenzó como un ejercicio: no tenía cámara y eso me obligó a observar con detalle lo que muchas veces damos por sentado cuando tomamos una foto. Mi ejercicio consistió en observar formas, lugares, colores, luces, sí, pero también lo que una cámara no puede captar: sonidos, impresiones, olores, evocaciones. Tras observar con detenimiento todo, regresaba a donde estuviera hospedada y escribía todo lo percibido, las impresiones más fuertes.
Al mismo tiempo que registraba los detalles de mis viajes en mi diario personal, fui descubriendo y enamorándome de la posibilidad narrativa que ofrece el género de la crónica. Me gusta la idea de registrar desde la no ficción, las impresiones, la percepción y la vivencia personal de un suceso o de un lugar, referencias que no tienen cabida en una nota periodística y que desde la ficción pierden su fuerza, porque hay sucesos y detalles que nos impactan más justamente al saber que son ciertos o que le acontecieron a alguien en concreto.
El libro está divido en cinco partes, según los países y las circunstancias que me tocó vivir y que se explican brevemente al inicio de cada sección. Los textos están ordenados por la secuencia de hechos que narran y no necesariamente por el orden cronológico en que han sido escritas. De ahí que el libro comienza con un texto escrito en el 2009 pero que narra algo acontecido en 1980.
Algunas de estas crónicas han permanecido inéditas y se publican en papel por primera vez. Otras han sido publicadas en revistas y periódicos en versiones resumidas o en mi blog Jacintario. Aquí se presentan en su versión íntegra. Los datos de publicación, fecha y lugar de escritura se detallan al pie de página.
Se han hecho correcciones de estilo y ampliaciones de carácter referencial, pero en lo general, permanecen tal como fueron escritas.
Jacinta Escudos
Antiguo Cuscatlán, 2018
LUNCH EN PEÑAS BLANCAS [1]
Sabés de inmediato que estás en Nicaragua después de esa pequeña verja azul donde obligan a pasar a los peatones que queremos cruzar la frontera y donde hay un revolú de gente, un carretón mal parqueado justo allí, en el estrecho paso y una mujer que no se mueve y otros con bultos, vociferando, y me detengo con mi inútil buena educación, esperando se despeje el desorden, tratando de pedir “con permiso”, “por favor”, “disculpe”, pero nadie escucha mis palabras, así es que me escurro como puedo entre la gente, esquivo un bulto que alguien tira hacia el carretón, camino, entre otra multitud debajo de un palito alguien grita “sshht, ¡el pasaporte!”, un sujeto en actitud de chico-chévere, con anteojos oscuros, mascando chicle con peculiar vehemencia, camisa blanca, es el funcionario de Migración de Nicaragua y quiere ver el sello de salida de Costa Rica, disculpe, le digo, no lo vi, él no dice nada, mira mi pasaporte, me dice que siga y comienzo a chapalear lodo, a esquivar charcos y furgones de carga, a observar con sospecha a los hombres que merodean los furgones, que están por ahí, sentados debajo de unos enclenques palitos que dentro de algunos años, si sobreviven, se convertirán en árboles grandes y fuertes, sigo el letrero que dice “buses, peatones” para llegar al edificio de Migración nica y me pongo en fila, más de alguno me acosa con los formularios, que los pueden llenar por mí y digo que no gracias, insisten, que les puedo dar lo que sea mi voluntad, quiero decirles que soy escritora, que sé escribir, ya no se diga llenar un formulario, pero callo, tengo paciencia ante el acoso que con los minutos se transforma y me ofrecen otras cosas, relojes, fundas para el pasaporte, discos piratas, quesillos, rosquillas, gaseosas, llego a la ventanilla y un hombre gordísimo que suda cebo sella con desgano el pasaporte, me lo extiende y busco la salida por otro enverjado donde me caen encima un montón de hombres ofreciéndome taxi, comida, el bus hacia Rivas está por salir, decido comer antes y además tengo sed, desfilo despacio por las comiderías que tienen un improvisado grill fabricado sobre rines viejos de llantas, carne asada, tortillas, tajadas fritas y e-coli por doquier, cansada por cargar mi maletín, por madrugar tanto, por las 5 horas de viaje, acalorada, con los zapatos enlodados me detengo en un lugar que ofrece pollo con pipián, como mientras escucho la plática de un hombre que tiene 4 niñas y que busca tener un varón, le ofrece a la hija de la dueña de la comidería que tenga un hijo con él, ella ríe, no lo toma en serio, le dice que ella conoce a una mujer que ha tenido 8 varones, que quizás con ella, jajajá, jojojó, yo también río, la plática es para todos los que estamos ahí, no hay secretos, al fin el hombre paga, otra muchacha que está ahí también, reflexiono un par de segundos, es la primera vez que regreso a Nicaragua en 4 años casi exactos, y cuando reí con los otros comensales fue como reír con antiguos parientes, es como volver a la casa que nunca tuve, a la casa que ya no tengo, no me siento extraña como sí me siento en el lugar que me vio nacer, aquí puedo ser extranjera con toda comodidad, pero aunque han pasado años de ausencia, siento que no ha cambiado nada, que no me he ido más que de paseo, que regreso a algo que ya conozco, pago mi comida, tomo mi maletín, salgo y comienzo a andar.
EN BUSCA DE CHAN MARSHALL [2]
Me amarro el pelo de cualquier modo, me pongo los salvadores lentes oscuros y salgo en chinelas a la calle. Espero no encontrarme con nadie conocido porque no quisiera que nadie me viera en estas fachas. Pero y luego pienso que para mí, caminar por San Pedro, es como caminar en casa y no importa que me vean despeinada, sin maquillaje y en chancletas.
El sol está en lo máximo. La calle principal atestada de vehículos. Clientes en la barbería Rex a la que siempre espío porque me gusta ver los asientos rojos y los espejos y el tiempo como detenido en aquel lugar que huele a antigua peluquería y que me lleva a un pasado remoto de barbería a donde me cortaban el pelo como a un niño mientras mi padre leía el periódico y yo sufría pensando el día siguiente en el colegio donde las demás niñas se burlarían de mí, como era costumbre, por mi mal aspecto, mi siempre aberrante fealdad.
Allí junto hay ahora un comedor donde anuncian pupusas y sale un enervante aroma a plátano frito que me dan ganas de entrar y volver a desayunar pero sería gula, pero sería un buen pretexto para preguntar por las pupusas, pero me regaño, pero me digo que a la vuelta, pero me digo que en realidad no extraño las pupusas y me repito que la nostalgia es una enfermedad del alma.
Doblo en la esquina del Supermercado del Sol. Un señor vende frutas las cuales transporta en un carretón de madera que tiene divisiones internas para separar los diversos productos. En la esquina de la fotocopiadora, un hombre vestido en túnica café y sandalias, que no sé si es un loco o miembro de alguna secta religiosa. A veces lo he visto en la esquina de la iglesia y me ha vendido el periódico, mientras el legítimo vendedor está llevándole el periódico a alguno de los conductores que paran en el semáforo.
Cruzo a la izquierda y para espantar recuerdos cruzo la acera para no repetir caminos ya andados, caminos hacia la amargura, y entro a la librería con una determinación insólita. “Chan Marshall de Luis Cháves”, pido, como si estuviera en una pulpería, y la mujer se levanta, toma el libro que está en una mesa vecina, el único ejemplar según veo y pago y me ofrecen una bolsa y digo que no, que total que vivo cerca y pienso que en todo caso, llevar un libro en la mano es lo mejor que puede pasarle a un ser humano.
Así es que salgo Chan Marshall en mano, sin hojearlo, apenas distinguiendo unas hojas de hiedra en la sobria portada de Visor, veo hacia mi querido parque y descubro una fila de teléfonos públicos, todos ocupados, gente llamando a gente a estas horas, y el kiosco pintarrajeado, un hombre se persigna al pasar frente a la puerta de la iglesia, y la gente en la esquina amontonada queriendo cruzar, siempre queriendo cruzar, entro en el cajero del banco y mientras tanto suenan las campanas, supongo que llamando a misa, y renuevo el camino.
Espero en el semáforo peatonal, veo a algunas mujeres paradas en la puerta de la iglesia y nuevamente confirmo que es posible que haya misa a las 11, camino de nuevo a casa, con el libro en la mano izquierda, el cafetín continúa oliendo a plátano frito y mis pies dan un medio paso, me quieren arrastrar hasta allá pero les insisto, ya desayunamos niños, otro día, y en la barbería se siguen pelando tipos y los camiones repartidores de cerveza descargan en la Calle de la Amargura y se abre un nuevo negocio de electrónica en el centro comercial y sigo hacia mi calle, en el gimnasio de artes marciales algo estarán haciendo porque un carpintero serrucha madera y entro a mi rancho (“chante” dicen aquí), y pienso en el sol, las imágenes banales que me impactaron durante la breve caminata, que vi cosas que normalmente no miro en las mañanas porque estoy metida en el gimnasio a esta hora y porque mis mandados los hago por las tardes pero que hoy fue todo de otro modo porque tuve que arreglar un asunto que me impidió salir hasta tarde y pienso que me gusta subvertir el orden del día, la rutina, la mañana, la vida misma y qué bueno es descubrir otras cosas, en otras horas en los mismos lugares, todo por ir a buscar un libro.
[1]Publicada en Áncora, agosto 13, 2005. Este texto narra el primero de los viajes en cuestión. Fue escrita en mayo 30, 2005.
[2]Publicada en Jacintario, junio 14, 2005. Una versión resumida fue publicada en Áncora, julio 2, 2005.
Datos de la publicación:
Obra: Maletas perdidas
Autor: Jacinta Escudos
Editorial: Los sin pisto
Año: 2018
Precio: $11.00
Pedidos: editexto@gmail.com
Lo más interesante para uno de lector de leer estos escritos es recrear las imágenes de lo que tú nos cuentas en nuestras cabezas.
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