Maridaje recomendado: Chocolate con leche
Por: Jorge Mercado*
A Felipe
Me tomó por sorpresa porque mi hijo siempre había sido un niño sano. Nunca nos dio ningún problema a mi esposa ni a mí, ni siquiera en los primeros meses de vida. Tampoco era de los que despertaban llorando a la media noche, como suelen hacer esos bebés que terminan por hartar a todo el mundo y que desde entonces comienzan a sembrar ese rencor que hace que sus padres, como venganza, les den patadas en el culo a medida van creciendo. Mi hijo, en cambio, despertaba de madrugada y carcajeándose. Eran tan hilarantes las risotadas que pegaba que nosotros en vez de enfadarnos terminábamos uniéndonos al jolgorio. Muchas veces tuve que sobornar a los policías cuando llegaban dando tumbos en la puerta porque los vecinos se habían quejado, acusándonos de que nuestro piso se prestaba para Dios sabe qué clase de orgías. Que ese edificio, decían los vecinos en las reuniones comunitarias, era solo para gente decente, porque la gente decente no se divierte, la gente decente no comete faltas a la moral sonriendo, mucho menos imitando las carcajadas de júbilo de los diablos del infierno.
Fue entonces cuando decidimos mudarnos. Para nuestra suerte, mi esposa recibió una oferta de empleo en otro lado de la ciudad, en el que no solo recibiría cinco dólares más de paga que en el trabajo que abandonaba, sino que además, como beneficio extra, tendría cada primer lunes de mes el 50% de descuento en cualquier película que se estuviera exhibiendo en el cine, siempre y cuando la película estuviera en su último día de cartelera. Los dos amábamos las películas. Nos conocimos en un cine una tarde en que pasaban un drama ambientado en la Segunda Guerra Mundial. Ella estuvo sentada a mi lado desde el principio, pero yo no me habría percatado de su existencia si no hubiera sonreído, al mismo tiempo que yo, cuando vimos todo aquel sufrimiento retratado en la pantalla. Esa misma noche nos fuimos a la cama. No a follar porque solo queríamos dormir un poco. Nos había dejado agotados la persecución a la que nos sometieron los descendientes de personas que habían muerto en campos de concentración y que se prolongó hasta muy entrada la noche. Cuando logramos escabullirnos le dije que, si quería, podía venir a dormir conmigo, en un cuartucho que alquilaba en las inmediaciones de la ciudad, que llevaba dos semanas desde que no me suministraban el servicio de agua potable, pero que en el refrigerador guardaba dos chocolatinas que todavía estaban muy lejos de caducar.
Después de esa noche nos vimos todos los días, a excepción de los lunes, martes, miércoles y jueves, que eran los días en que ella asistía a sus clases en el campus. Nos sentábamos en mi cama a hablar de cine y luego escribíamos ensayos intentado explicarnos a nosotros mismos por qué nos producían tanta gracia las masacres, los genocidios, la crueldad en los campos de concentración, etc., y, sin embargo, llorábamos a moco tendido cuando veíamos Dancer in the Dark de Lars von Trier o Los olvidados de Buñuel. De cuando en cuando se nos acababan las chocolatinas y yo bajaba a un mini súper que estaba a dos cuadras del edificio en donde vivía. En una de esas, al regresar con un six de chocolatinas y una cajetilla de gomitas sin azúcar, la encontré desnuda sentada en el lado de la cama que minutos atrás yo había abandonado. Me gustó, sobre todo, la forma en que su enmarañado y rojizo vello púbico me hizo recordar El barco de esclavosde Turner.
Decidimos vivir juntos. Para ese entonces yo había abandonado definitivamente la universidad y durante el día me dedicaba a recorrer las calles de la ciudad recolectando botellas vacías de chocolatina, que luego vendía a las empresas de reciclaje para conseguir los centavos faltantes de mi gasto diario en gomitas rojas, a las que me había vuelto adicto. Ella se había graduado de la universidad y había conseguido un trabajo en una rama diametralmente opuesta a la de sus estudios, pero la paga era buena y nos permitía, además del pan en nuestra mesa, ciertos placeres que hasta podíamos considerar lujos. Los sábados por la noche íbamos a las salas de baile. Además de nuestro gusto por el cine, coincidimos en el gusto por la música y en la imperiosa necesidad de bailar. Ella se ponía su ropa interior negra, sus ajustados pantalones negros, su top negro, su muñequera con púas negra, su pintalabios negro, su rímel negro y su piel blanca brillaba con la luna de otoño a las nueve de la noche. Era difícil no fijarse en ella cuando en las pistas de baile se unía al mosh, perdía el juicio en el wall of deathy danzaba frenéticamente en medio del circle pit. Resultaba hipnótico verla descargar tanta violencia mientras hacia headbangy formaba los cuernos con su índice y meñique, apuntando hacia el cielo, como si tratara de hechizar al mismísimo Dios. Parecía poseída por una particular dosis de poder sobrenatural siempre que los músicos tocaban el fragmento endiablado del 2do Movimiento de la Sinfonía No. 11 de Shostakovich o cuando al final de la noche el baile cerraba con la Scythian Suite, Op. 20 de Prokofiev, entonces sí había que tener cuidado de no estar cerca de ella cuando el lanzar de puntapiés, codazos y puñetazos comenzaba.
Como ella pasaba todo el día fuera de casa, yo me encarga de preparar la cena. Sabía hacer sopa de maíz, sopa de fideos, sopa de vegetales y para agradarla, para demostrarle que todo mi mundo giraba a su alrededor, aprendí a hacer sopa de champiñones viendo un tutorial en internet. Ella quedó encantada con mis atenciones. No discutíamos muy a menudo, solo cuando discrepábamos en si era conveniente ver las películas de Tarkovski antes o después de comer. Dependiendo de cuál fuera la elección uno podía correr el riesgo de quedarse dormido. Pero incluso, después de nuestras disputas más acaloradas, yo lograba hacerla ceder gracias al incomparable sabor de mi sopa de champiñones. Ella nunca se atrevió a decirme que sendas sopas la indigestaban y la mitad de las veces le daban diarrea, no por hacerme sentir mal, sino porque realmente le parecían las mierdas más hermosas que he probado en la vida, y que no sería una de tantas mojigatasipocritasdoblemoral, de esas que decían ingerir solo alimentos saludables para el bienestar de la salud, y te lo decían mientras le daban la última calada a su cigarrillo.
Yo me di cuenta de sus malestares estomacales por mi cuenta, no por sus idas al retrete, sino porque siempre que preparaba mi célebre sopa de champiñones ella no quería que hiciéramos, mientras follábamos, ni la unión del antílope ni la postura del gato, mucho menos tener sexo anal. Desde entonces traté de prestar más atención a las señales que ella inconscientemente me lanzaba con su lenguaje sexual. Así fue como también descubrí que estaba embarazada. A manera de juego nos habíamos propuesto inventar nuestras propias posiciones sexuales. Ese día practicábamos La sublimación del Profesor X: yo introducía mi pene erecto en su vagina, nos quedábamos paralizados y teníamos sexo por medio de sugestiones telepáticas. Llevábamos varios minutos fornicando mentalmente cuando comencé a escuchar gemidos que no eran los de ella, que más que gemidos eran sonrisas sonoras. Ya no tuve la menor duda de su estado cuando, esa misma noche, comenzaron los cólicos y la expulsión de líquidos con olores extraños. Dos horas después me encontré en el mundo siendo culpable de una nueva vida.
Nunca pudimos sacar provecho a las entradas de cine a mitad de precio, en parte porque era difícil adivinar cuál sería el último día que la película estaría en cartelera, pues las estancias eran irregulares, y en parte porque con la llegada de nuestro hijo otros intereses comenzaron a ocupar nuestro tiempo. Al menos el nuevo sitio al que nos habíamos mudado estaba dentro de un barrio tranquilo, donde a la gente le daba igual si a las veintitrés horas se escuchaban detonaciones que hacían temblar las bisagras de puertas y ventanas, o si a las veintitrés con treinta se escuchaba el ruido de todos los gatos del mundo practicando sadomasoquismo sobre los tejados, o si a las cero con veinticinco una familia entera comenzaba a carcajearse hasta sentir el aliento de la muerte. Abandoné mi recolección de botellas de chocolatina para dedicarme a tiempo completo en el cuidado de nuestro hijo. Solo interrumpía mi custodia infantil los diez minutos que me tomaba ir hasta la esquina de nuestra calle, golpear en la sien al anciano vendedor y robarle una o dos cajetillas de gomitas rojas.
Nuestro hijo fue realmente un niño encantador. Desde muy pequeño mi esposa y yo nos dimos cuenta de que había heredado nuestro amor por el cine, y no solo eso, como si fueran ciertas aquellas premisas que plantean que los conocimientos se van acumulado en el inconsciente de generación en generación, nuestro hijo hacía referencias empíricas a películas que ni siquiera había visto aún y que mi esposa y yo adivinábamos devanándonos de orgullo: por ejemplo la vez que en un descuido dejé abierta la puerta de su habitación y una razón aparentemente inexplicable le impedía salir como a los tipos de El ángel exterminador, o la vez en que, aprovechando que yo había ido por mi cajetilla de gomitas rojas, se escapó de casa y lo encontré en la acera comiendo mierda de perro como Divine en Pink Flamingos.
No sabría decir con seguridad en qué medida la noticia afectó a mi esposa. Cuando nuestro hijo cumplió dos años, ella comenzó a perder esa energía nuclear que reventaba las salas de baile y que partía en dos nuestras camas cuando ella se empoderaba encima de mí. Los fines de semana se encerraba en nuestra habitación a ver Vivre sa Vie una y otra y otra y otra vez hasta que se quedaba dormida con el rostro irritado por el llanto. Yo me encerraba en otra habitación para masturbarme como insecto saboreando visualmente la desconcertante adolescencia de Jennifer Connelly en Phenomena. Lo que más me preocupó fue su actitud una noche en que nuestro hijo se le acercó gateando y le habló en ese idioma ininteligible y de retraso mental con que hablan los bebés, y ella simplemente se limitó a soltar un sonrisa plagada de tristeza, pero no le sonreía a nuestro hijo, le sonreía al objeto invisible que estaba frente a ella y que solo ella podía ver.
Dos años después llegó la muerte súbita. Salí de la casa sin rumbo, solo quería caminar hasta llegar a esa otra dimensión en donde encontraría mi casa pero sin mi hijo muerto sobre la cama. Llegué al centro de la ciudad, di tres vueltas frente a una circunvalación, subí y bajé dos veces un edificio de trece pisos, subí y bajé tres veces otro edificio de ocho pisos, alcancé la autopista y llegué hasta los límites de la ciudad sin suerte. No pude encontrar el lugar que buscaba. En el camino de regreso comprendí que lo que más me aterraba era la responsabilidad que tenía de ser yo quien estaba obligado a decirle a mi esposa que nuestro hijo había muerto. No sabía si la noticia terminaría de hundirla. Consideré que tal vez la noticia podría ser un alivio para ella. En cualquier caso mi deber era decirle la verdad. Pero cuando recordaba su actitud de los últimos dos años, no podía hilar ninguna frase que concentrara la mezcla exacta de delicadeza y contundencia. Me licué los sesos recordando las tardes que pasamos juntos en mi piso en las inmediaciones de la ciudad, en los ensayos que se volvían polvo dentro de las gavetas, en el cuidado que ponía en prepararle las sopas que a ella tanto le gustaban. Si algo tenía claro era que la noticia debía ir acompañada de una de mis sopas para amortiguar un poco el golpe, alivianado el luto o con el placer de ingerirlas o con el malestar de la digestión.
Cuando regresé a casa encendí la computadora dispuesto a buscar en internet una nueva receta para sorprenderla, con la intención de sacarle por lo menos una chispa ínfima de aquel brillo con que antaño me miraba dándome las gracias después de saborear la primera cucharada. Supe que mis nervios estaban muy cerca de descarrilarse cuando caí en la cuenta de que había buscado Google en Google y temí que mi laptop hiciera cortocircuito o explotara o paralizara los servidores de internet. Las listas de recetas me parecieron infinitas, pero el navegador que todo lo sabe también me sugirió aquel juego que animaba mis tardes solitarias cuando era niño: la sopa de letras. Aunque no tenía un solo centavo en el bolsillo, abracé la idea de visitar al anciano vendedor de la esquina para sacarle algunas monedas y comprar de esas sopas que traen pasta en forma de letras, formaría la frase que había elegido para darle la noticia y por fin saldría de todo ese asunto, pero recordé que el anciano vendedor llevaba dos días hospitalizado por una contusión en el cerebro. Debía ingeniármelas de alguna manera. Me senté en la orilla de la cama, con el cadáver de mi hijo a un lado, mitad desgastado por la resignación y mitad animado por que todavía faltaban tres horas para que mi esposa llegara del trabajo. No me quedaba otra opción que vender algunas de mis películas. Tomé, sin pensarlo dos veces, el ejemplar de Naked de Mike Leigh en DVD y el de La grande belleza de Paolo Sorrentino en Blu-ray. Escogí específicamente esas películas por tratarse de dos de mis favoritas. De algún modo me sentía culpable de lo sucedido y era mi manera de expiar mi consciencia. Después de casi irme a los puños con el tipo que me atendió, conseguí que me pagara el dinero justo para comprar la sopa de letras. Herví el agua a fuego lento, observando los cambios en el líquido desde la pasividad hasta el burbujeo. Vacié el empaque de la sopa cerciorándome de incluir únicamente las letras que formarían la frase con que había decido darle la noticia a mi esposa. Ya solo era cuestión de tiempo
Ella llegó tres minutos veinticinco segundos antes de lo normal. Puso su abrigo sobre el sillón y ahí mismo se quitó las sandalias. Me abrazó. Me susurró unas palabras al oído y luego me dio un beso en la frente. Advirtió que la cena ya estaba servida y todavía humeante dentro del tazón. Al fin se sentó en la silla de siempre. Había llegado el momento en que siempre dedicaba unos instantes antes de llevarse la primera cucharada a la boca para preguntarme por nuestro hijo. Yo estaba de espaldas, intentando limpiar en vano el chiquero que como todas las noches dejaba en la cocina cuando preparaba mis célebres sopas. Cuando la pregunta no llegó, me di la vuelta y la vi con esa sonrisa suya plagada de tristeza, pero esta vez no le sonreía a ese objeto invisible frente a ella y que solo ella podía ver, le sonreía a mi sopa.
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*JORGE MERCADO (SAN SALVADOR, 1992) DESERTÓ DE LA UNIVERSIDAD CON LA CONVICCIÓN DE CONVERTIRSE EN ESCRITOR EN UN PAÍS DONDE LA LITERATURA “VALE VERGA”. ES AMANTE NO SECRETO DE LA LITERATURA GÓTICA, JAPONESA, FANTÁSTICA. ES DE LOS “PENDEJOS” QUE CREEN QUE EL CUENTO ES EL ARTE MAYOR DE LA LITERATURA. EN SUS RATOS LIBRES, QUE SON 24 HORAS AL DÍA, TRATA DE QUE NO FALTE EL BLACK METAL
Una respuesta a “Sopa de letras”