Quasi una fantasía

Maridaje recomendado: Cerveza alemana

Por: Flor Aragón*

Detrás de la jarra de cerveza no se parece en nada al personaje mítico de las historias en los libros, internet y las películas de Hollywood. Una sonrisa se le dibuja después de cada sorbo que hace despacio, calculado, premeditado. La ceremonia termina con su lengua pasando sobre el residuo de espuma que queda sobre el labio superior. Vuelve a sonreír. Vuelve a dar otro sorbo. Pudiera pasar toda la noche contemplándolo en esa rutina, pero en su amable llamada de respuesta a mi invitación para la entrevista me había comentado que andaba escaso de tiempo, porque estaba dedicando de lleno al último movimiento de su décima sinfonía. Me había prometido, incluso, enseñarme las partituras.

— Siempre las traigo conmigo —me dice apretando el bolsón de cuero negro contra su pecho—. Ya no confío en las mucamas que llegan a casa. Descubrí a la anterior tratando de intercambiar mis borradores de Fidelio por un iPhone de segunda mano.

Lanza una carcajada sonora que hace moverse todo su cuerpo como a punto de convulsionar, lo que también hace convulsionar la mesa, los dos vasos de cerveza, el servilletero y el bote de chile Jalisco. Yo, apenas puedo sostenerle la mirada, pero aprovecho para verlo de reojo mientras se ríe. ¿En dónde está aquel genio neurótico y atormentado de donde salieron todas esas maravillas inhumanas?

Ha llegado el momento de atacar.

— Herr Beethoven —digo desperezándome en la silla, alzando un poco la voz.

— Llámame Ludwig, querida, vamos, entremos en confianza. Y no es necesario que me grites. Toda esa historia de mi sordera es un invento de mis publicistas. Para generar más word of mouth, dijeron, que Haydn está subiendo en fans y el estreno de la décima podría ser un total fracaso.

La coincidencia me hace dibujar una leve sonrisa, ya que el asunto de la sordera era de mis primeras preguntas. Había oído el rumor de su falsedad en una reunión de pseudo intelectuales unos meses antes. Entre copas y copas uno de los presentes bajó la voz, sabiendo que estaba a punto de contar uno de los secretos mejor conservados de la historia de la música, y, sin más, lo lanzó entre los concurrentes que, a saber, éramos unos cuantos periodistas, dos escritores frustrados y un redactor publicitario.

Ludwig ronda ya por su cuarta cerveza cuando yo apenas termino la primera. El tema de la sordera parece no hacerle gracia y desvía la atención hacia su vaso de cerveza alemana, que nunca la ha preferido, dice, pero que de alguna manera siempre las pide a donde vaya.

— Creo que es lo que la gente espera de mí. Eso, y que mis sinfonías y sonatas siempre sean un éxito. Aunque yo, sinceramente, dudo que cualquier composición mía pueda superar a la Novena. Eso pasa, lo sé. Llega un momento culmen en la vida de cualquier compositor y de allí en adelante todo va en bajada. Claro, lo de la Novena tiene que ver nada más con la predilección del público. Te diré, querida… ¿Cómo me dijiste que te llamas?

— Elisa

Su carcajada esta vez hace que las pocas personas que se encuentran en el antro vuelvan a ver al unísono, con el inevitable sonrojamiento de mi cara y la convulsión de la mesa, la espuma de mi segunda cerveza se desliza por el vaso hacia abajo. Ludwig la detiene con el puño de su camisa.  Se pone serio esta vez. Una línea profunda se le dibuja en la frente, arriba entre los ojos. Hace una señal para llamar al mesero y sin decir palabra aún, le pide que limpie la mesa. Me mira con la línea entre los ojos y yo no paro de sentir  el calor a punto de estallar en mi cara.

— Elisa, sin muchas pretensiones, una bagatela. —Y poniendo los codos sobre la mesa y la barbilla sobre las manos, ataca él con otra pregunta:

» Y dime, ¿cuándo empezó tu embobamiento? —Se ríe otra vez y añade:

» Mi manager asegura que todas las mujeres están bobas por mí, ¿de cuándo viene tu bobería, querida?

¡Oh, Díos! La bobería y el compositor súper estrella con las mangas largas y blancas de su camisa subiendo al descuido hasta sus manos grandes, hasta sus dedos infinitos que han aporreado hasta el cansancio el claroscuro de un piano, que han sostenido nota tras nota, tras nota, tras nota.

— Soy una niña tonta de catorce años que recién descubre sus sonatas tiradas en la parte de atrás del viejo tocadiscos. Soy esa niña que pone la aguja despacio sobre los surcos y que, más patética que la melodía, salta hacia atrás sorprendida por las primeras notas. Usted no puede saber lo que significó para mis atardeceres de adolescente. El patio de la casa, con sus paredes de enredaderas moradas me envolvían. Los ladrillos, todavía tibios por la luz del sol que ya se iba ocultando, me abrazaban, irremediables, con las notas aquellas de Quasi una Fantasia. Las nubes se movían allá arriba, desoxigenándose por el viento. La luna aparecía. La luna era amarilla y no blanca. Nunca fue blanca. Digamos que no se llama bobería, tal vez encantamiento. Porque luego, años después, allá a principios de mis veintes, cuando no era nada más que un pobre gato buscando asilo en la vida de alguien, me sentaba frente a la ventana a contemplar cómo caía la lluvia, y el viento y el agua y los rayos y los truenos se dejaban explicar por el segundo movimiento de la Novena. Se dejaban acariciar y todo era más real, ¿entiende?

¿Entiende? ¿Dije entiende? Él baja las manos. Otro sorbo de cerveza alemana y su mirada se clava en mí haciéndome sentir como aquel pobre gato de hace más de una década. La línea se vuelve a dibujar en su frente, arriba de los ojos. No hay sonrisa después del sorbo de cerveza. Solo mirada, línea, pelo largo y casi blanco cayendo arriba de los hombros.

— Entiendo

Un puente se construye entre nosotros. Un puente sostenido. Una cadencia. El aire se vuelve más espeso dentro del bar. Todas las mesas están llenas, el humo del cigarro se eleva hasta el techo convirtiéndose en una capa flotante que no encuentra por donde salir. Las risas y las pláticas suben de tono. La pareja de la mesa de al lado, unos veinteañeros desteñidos, se besuquean como si fuera a el último día de sus vidas.

— Entiendo —repite.

Se levanta y, de un golpe, pasa el brazo derecho sobre la mesa haciendo volar las cervezas, los vasos, el cenicero, el servilletero y el bote de chile Jalisco. Murmullos, gritos, pláticas, música, besos; quedan suspendidos en el techo con el humo de cigarro que no encuentra por donde salir. La línea en su frente se vuelve más pronunciada, una vena se le subraya en la sien izquierda.

— Te diré, querida Elisa. La genialidad de la Novena no es más que una leyenda urbana. Un cuento que se ha inventado la gente. Mis fans. Mis queridos fans. Un día voy a morir y habrá medio millón de ellos para llorarme en las calles de Viena. Será una fiesta y un horror, y las notas de la Novena van a sonar, van a sonar para siempre, tal vez llueva, tal vez truene, y tal vez, entonces, suene el segundo movimiento y todo se va a explicar. Todo va a estar claro.

Se para entre las mesas abriendo el bolsón de cuero negro, sacando una a una las partituras como si de dirigir una orquesta se tratara. Las partituras caen desparramadas de sus manos emocionadas sobre la mesa. Papeles y más papeles amarillentos desfilando frente a los ojos de todos los presentes, papeles con tachaduras y borrones, manchas como de odio,  líneas de desgracias, salpicaduras de tintas y medias tintas, páginas completas tachadas a destajo, notas que al caer sobre la mesa subrayan sus acentos, sosteniéndolos más de lo posible, más de lo esperado. También hay bajos y bemoles, andantes que son caprichos, largos que son azules, que se derraman, que se elevan hasta mezclarse con el humo. Y hay notas, y más notas, notas como liebres que saltan de la mesa, que saltan entre las manchas, entre los tachones. Hay Mis que brillan en amarillos, Dos que saltan verdes de mesa en mesa, Fas que se enrollan como bufandas alrededor de los dos enamorados.

Y el gran final suena con orquesta completa, con timbales y cornos, bajos y contrabajos, violines y violoncellos, trompetas y clavicordio. La gente en el bar aplaude enardecida. Se levantan de sus asientos. Gritan bravo elevando las manos.

Ludwig ya no está allí. Ha salido a la calle por aire. Lo encuentro sentado en la cuneta de la acera de enfrente. Dentro de la camisa blanca su cuerpo se ha encogido. Ha envejecido doscientos años.

* Flor Aragón:Cuando era pequeña quería ser trapecista. Esas vueltas de la vida me llevaron a convertirme en comunicadora, cuentacuentos y estudiosa de la tristeza humana. En mi librera podrán encontrar algunos tomos aún sin leer y en mi imaginación, muchas historias por contar.

2 respuestas a “Quasi una fantasía”

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