Maridaje recomendado: Shot bien frío de Whisky de canela
Por: Salvador Marinero*
Imagen de portada: Nicola Samori (Forlì, Italia, 1977); Eraser
Don Jacobo comenzó vendiendo cabezas humanas en un carretón de sorbetes. Lo recuerdo como si los años no hubiesen pasado. Ofrecía dos cabezas al día, con eso le bastaba para vivir. Se quedaba en una de las esquinas de la Plaza Barrios. Usualmente llegaba cuando el sol comenzaba a ponerse, sonaba la campanita y ofrecía su mercancía. Don Jacobo no era un sicario, ni mucho menos carnicero, era un excelente vendedor y de eso no había duda.
El negocio de preservar cabezas humanas, de curarlas y sobre todo de trasplantarlas, era un secreto que había pasado en su familia de generación en generación. Una técnica que don Jacobo apreciaba con mucha humildad. “No es tarea fácil”, decía. Eso incrementaba el valor de las frescas cabezas que a ojos cerrados esperaban dentro del carretón a ser cosidas en un nuevo cuerpo.
Vender dos cabezas al día era un excelente negocio. Siempre había un desesperado que por distintas razones buscaba un cambio rotundo en su vida. Qué mejor que cambiarse la cabeza, pensaban. El procedimiento era sencillo: un corte limpio y fugaz eliminando la cabeza anterior; luego, otra se cosía en el cuerpo pelado del cliente, y listo. Una nueva cabeza satisfecha abría los ojos y se miraba en un espejito de mano que don Jacobo sacaba para mostrar los detalles de su trabajo. Él devolvía la cabeza desechada de recuerdo pero casi nadie optaba por llevársela, así que éste las envolvía en una manta y las metía al carretón.
Mi madre, que solía llevarme de la mano cuando cruzábamos la plaza, me obligaba a ver hacia otro lado cuando don Jacobo estaba parado sonando la campanita. Ella solía aligerar el paso y apretarme la mano cuando al pasar cerca de él, alguien se acercaba al carretón a comprar una cabeza.
—¡Es un negocio redondo. Coserles una nueva cabeza, quedarse con la cabeza rebanada y encima de todo, cobrarles! —decía mi madre muy molesta a mi padre cuando llegábamos a casa—. ¡Un estafador vestido de vendedor de cabezas es más bien ese señor!— mi padre sólo escuchaba mientras seguía leyendo el periódico en la sala. Eran tiempos violentos que lo envolvían en penumbra. Su atención estaba enfocada en El Levantamiento y no en un simple vendedor de cabezas humanas.
Las palabras de mi madre daban vueltas en mí: “Un negocio redondo” y me imaginaba la cabeza de mi padre rodando por la acera de la Plaza Barrios a plena tarde guiñándome un ojo con cada vuelta hasta detenerse. ¿Qué se sentirá que te cambien la cabeza? ¿Mantendría intactos mis recuerdos? ¿Cómo sería llorar en cabeza ajena? El tono del grito, de la carcajada, ¿cambiarían? Esa noche no pude dormir, quería saber más sobre el arte de trasplantar cabezas humanas. Decidí que debía acercarme a aquel vendedor. El único obstáculo: mi madre. Ya encontraría la forma de hacerlo. La curiosidad es creativa.
La siguiente semana me escapé de clases una mañana fingiéndome enfermo. Estuve sentado bajo la sombra de Catedral frente a la esquina en que él solía ponerse, pero don Jacobo nunca apareció. “Vendré mañana”, pensé. Total, no levantaría sospechas el no presentarme a la escuela un día después de haber fingido una enfermedad. Pero el vendedor tampoco apareció al día siguiente.
—Disculpe… —pregunté a un mendigo— ¿Sabe cuándo vendrá el señor que vende cabezas en la esquina?
—¡Esa sabandija! —dijo luego de lanzar un escupitajo— aparece sólo por las tardes.
Me retiré. Tenía que cambiar mi estrategia si quería volver a verlo. Escaparme por las tardes sería prácticamente imposible. La oportunidad se presentó un par de semanas después, yo ya casi olvidaba aquel tema por completo. Mi madre me dijo que me había inscrito para hacer mi Primera Comunión en la iglesia del barrio. Recibiría la catequesis tres veces por semana durante las tardes por un mes y medio. Tiempo perfecto que yo ocupé para vigilar al vendedor.
Fue ahí cuando supe todos los detalles que ahora sé: su horario, el corte fugaz en los cuerpos, las cabezas que ofrecía de recuerdo y que nadie se llevaba. Supe que cambiaba de esquina cada vez que le daba la gana. Se movía entre la Plaza Barrios, la Plaza Morazán y el Parque Libertad; siempre sonando la campanita, a paso lento y con paciencia. Los dos compradores del día aparecían, don Jacobo hacía el trasplante con total serenidad, el acto era parecido al de un vendedor de agua de cocos con su machete. No importunaba a nadie.
A veces no podía quedarme hasta el final, sólo tenía hora y media. Así que siempre, parado desde Los Portales o a los pies de un Francisco Morazán de piedra, mi corazón se batía expectante mientras me convertía en el cómplice de aquellos actos que ocurrían entre personajes que llegaban temerosos pero que desaparecían entre la multitud con aires renacidos. Comía guayabas, guineos y pedazos de anona que mi madre me ponía en bolsitas por si me daba hambre en la catequesis. Y, al irme a casa, siempre corría asustando a las palomas que revoloteaban torpes y con ojos saltones a posarse en otra parte. Yo vivía en el Barrio Lourdes. Camino a casa agarraba un palo y me convertía en Jacobito, cortaba cabezas imaginarias dando de filazos al aire. —De grande seré cortador de cabezas —pensaba—, si don Jacobo aún vive, pondré mi carretón a la par del suyo y juntos cortaremos cabezas todas las tardes, por los siglos de los siglos amén. La catequesis es lo que menos me importaba. Aunque debo confesar que sentía un nudo en la boca del estómago al pensar en el castigo de mi padre o en el sermón de mi madre cuando descubrieran que nunca había ido a aquellas clases. Vivía en constante nerviosismo de sólo pensar que mi madre se podría encontrar con alguien que le dijera que yo nunca había puesto un pie en la iglesia del barrio. No habría oración que me salvase de eso, pero todo valdría la pena al decirles que ya había encontrado mi vocación y que no tendrían que preocuparse más por mí en el futuro. Que yo, el Jacobito de la familia los sacaría adelante decapitando humanos. Fue entonces cuando vino La Gran Guerra y todo se fue a la mierda.
“Yo confieso ante Dios, El Decapitado. Y ante ustedes hermanos, los degollados, que he pecado mucho de palabra, gesto y omisión. Por mi culpa (vuela una cabeza), por mi culpa (vuelan dos), por mi gran culpa (vuela la mía)…”
Por mi Primera Comunión no tuve que preocuparme más. Una noche de sábado mi padre se fue de la casa. Nunca lo volvimos a ver. Dijo que se iba para el monte. Eran tiempos violentos. Mi mamá no me dejaba salir más de la casa. A los meses llegó una carta de mi padre. Informaba que todo se pondría peor, que La Gran Guerra llegaría a la ciudad y que a mí, por mi edad, podrían reclutarme. Tuve que irme con mis primos y un tío para un país del norte. Nunca volví a ver a mi madre. La madrugada en que partí le juré que no volvería a ver a don Jacobo. Le pedí perdón por haber faltado a catequesis, pero las lágrimas y el quebranto le ahogaron la voz y la ensordecieron, nunca entendió a qué me refería con aquellos clamores. A los meses llegó a oídos de mi tío que mi madre y otras mujeres del barrio habían muerto quemadas en una casa a manos del bando contrario al que peleaba mi padre. La reconocieron justamente porque, al querer escapar por una ventana de la casa en llamas, quedó atorada. Su cabeza fue lo único que no se quemó. Con mi padre la suerte fue diferente. Nunca supimos dónde o cómo murió.
Aún a la distancia, siempre quise saber qué había sido de aquel vendedor de cabezas. Lo soñaba seguido. Hablábamos en sueños mientras sacaba de su carretón las cabezas de mis padres. Me decía que buscara dos cuerpos a cuales coserlas antes que se echaran a perder y yo corría desesperado con mi cuerpo de niño empujando a personas a acercarse al carretón para que se convirtieran en los cuerpos de mis padres. Nunca lo lograba. Tenía siempre el mismo sueño, cambiaban las plazas. Nada más.
Cuando volví al país de visita con mis primos, casi treinta años después, busqué noticias de don Jacobo. Vagaba por las plazas de mi infancia preguntando a otros vendedores qué había sido de aquel hombre que tocaba la campanita para ofrecer su mercancía. Todos me creían loco. Vender cabezas era considerado un negocio vulgar. De aquel bello arte ya nada quedaba. Una tarde, después de pasar por el Parque Libertad cumpliendo mi usual rutina de imaginarme el pasado, las puertas de una biblioteca aparecieron frente a mí, “¡cómo no se me ocurrió antes!”, pensé. Entré con la esperanza de encontrarme una pista. La biblioteca estaba ubicada sobre una de las calles que conectaba a las plazas, pronto descubrí que no habría nada que hacer respecto a mi búsqueda en aquel lugar. ¿Cómo buscaría algún registro de don Jacobo? El viejo edificio me invitaba a quedarme, recorrí sus pasillos y vi que aparte de ser biblioteca era también un museo de monedas y billetes antiguos. Al fondo del pasillo principal, antes de llegar a unas hermosas escaleras de caracol hechas de mármol, el museo tenía una exhibición fotográfica: “Personajes de Nuestra Memoria”, leí. El corazón me dio un vuelco, mis manos calientes volvieron a reconocer aquel sudor expectante de mi niñez. Mis ojos buscaban desesperados la imagen que querían ver, y en efecto, el rostro de un don Jacobo arrugado apareció saludándome. Miraba a la cámara con el rostro sereno de siempre. “Jacobo López, Comerciante”, leí. Mis ojos se inundaron de lágrimas. Ver aquel cuadro también me conectaba con todo lo que aquella época había representado para mí. Incluso sentí más concreta la presencia de mis padres. Su muerte. El abandono. La incertidumbre. Mi barrio en llamas. Todo eso me escurría por los ojos adoloridos.
Un guardia del museo se me acercó, y obviando mi rostro trémulo dijo:
—Uno de los más famosos comerciantes de mi época. De eso no hay duda. ¿Lo conoció usted?
—No. Nunca —mentí tratando de burlar el llanto, que silencioso, inundaba mis retinas—. ¿Quién es él?
—Murió durante La Gran Guerra, sabe. Don Jacobo fue reclutado por uno de los bandos para que les enseñara su oficio. Se dedicaba al bello arte de trasplantar cabezas humanas. Los muy picaros, querían ocupar su conocimiento para asaltar al enemigo en sus propias trincheras, algún plan de espionaje que nunca se logró concretar. Fíjese que cuentan que se lo llevaron así, sin más, un día del Parque Libertad en medio del tumulto al pobre. La gente no pudo hacer nada, usted sabe cómo eran las cosas.
El guardia se acercó al cuadro y mientras lo miraba detenidamente, continuó.
—Eran tiempos violentos y don Jacobo siempre mantuvo su postura neutral, era de esas personas que usted no atina si no hablan porque no tienen lengua o porque nunca saben si con lo que van a decir importunarán a alguien. Vinieron a tirar su cuerpo aquí al centro, unos dicen que por el Parque Morazán, otros, que por Catedral. Lo hicieron una mañana de sábado tras haberles arruinado el plan a los perpetuadores. Dicen que lo obligaron a hacer una docena de trasplantes para un operativo, él se había negado rotundamente diciendo que las condiciones en que habían obtenido aquellas cabezas enemigas incumplía con todos los procedimientos del oficio y que así no funcionaría. Y pues, fíjese que cabal, eso pasó. Dicen que en la mañana de ese sábado, encontraron a todititos los hombres a los que les había trasplantado cabezas enemigas muertos. A unos se les desprendieron las cabezas mientras dormían y las encontraron debajo de la cama o a la par de la almohada; a otros les fue peor, desayunando dicen que estaban y se les desprendió la cabeza después de dar el primer bocado, así de “chajazo”, como cuando uno parte un melón y se le sale todo lo de adentro, así dicen que se les salió todo desparramado frente a sus compañeros en pleno comedor. Al mero-mero de la operación que iban a realizar lo fueron a encontrar en el baño de su cuarto, quizás cuando se estaba enjabonando se le cayó la cabeza, “asaber”. La cosa es que culparon a don Jacobo de traición y le cayeron a balazos al pobre en la celda. Aquí lo vinieron a tirar a ver quién se lo llevaba, nadie quiso. A todos les dio miedo…
Dí dos pasos hacia adelante y al quedar cara a cara con el rostro que veneraba odié los años pasados con tanta fuerza, que mi alma parecía una sinfonía de violín violenta a punto de explotar. Le hice una mueca al vigilante que él interpretó como sonrisa. No dejé que terminara su relato y salí de aquel lugar en el que sentía encogerme. Las paredes se achicaban sobre mí, los trozos de mármol corrían a abrazarme dejándome sin respiración. Los olores a madera vieja entraban por mi nariz y se convertían en tronco entre mi garganta y mi pecho. Moriré, pensé. Los cristales de la puerta principal me hacían burla, y las “as” del rotulo SALIDA caían como cabezas cortadas al suelo donde explotaban sangrantes una y otra vez. Al salir a la calle, la segunda avenida parecía un camino donde chocaban mi pasado interrumpido de manera tan abrupta con un presente desconocido donde ya nada tenía sentido, donde ya nada era lo que una vez había sido. ¿Habré quedado atrapado entre la bala y el cráneo? ¿Era yo un niño que corría entre las palomas de la plaza o el hombre sin rostro que deliraba con cabezas paternales a media noche? El olor ácido del asfalto que bordea la esquina de Catedral; los Portales llorando lágrimas sucias y viejas; el Palacio Nacional suplicante ante sus recalcitrantes barrotes. Era yo la agonía del tiempo atrapado en el sintiempo donde a media Plaza Barrios moría de recuerdos entre transeúntes y transeúntes.
Traté de calmarme, de buscar sombra, pero no podía caminar. Caí de rodillas en la esquina en la que vi por primera vez a don Jacobo. La gente se apartaba de mí suponiéndome borracho. Cerré los ojos y todo el lugar se me vino encima dispuesto a devorarme.
—Levantate, te vas a “enchucar” todo —escuché la voz de mi madre—, ¡Apurate que ahí viene ese maitro que me cae mal! — las campanitas del carretón de sorbetes de mi infancia comenzaron a sonar y las palomas volaban raso bajo los vientos tibios del atardecer.
*Salvador Marinero (San Vicente, 1986): Ahora comprende que la soledad es todo aquello que ocurre al soltar las páginas de un libro. Empecinado en que lo escrito es fundamental para el espíritu, siente un inmenso respeto por las letras y por la imaginación que las encausa. Y aunque ya hace un tiempo le dio la espalda al sistema, cumple con un horario de oficina sólo bajo la condición vital de entregarse a sus placeres por la noche.
Salvador, quedé admirada por la imaginación que encausa tus letras.
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Ha jugado descaradamente con mi imaginación, y me encantó.
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Me fascina, me teletransporté a esos lugares y viví todo!
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