Maridaje recomendado: Té de limón con miel
Por: Alu Mora*
Era muy temprano, la mañana de un miércoles a mediados de abril, cuando Simón se despertó sintiéndose más ligero y con esa extraña sensación similar al cargo de conciencia de cuando sabes que algo va a pasar. Se dio cuenta de que algo andaba mal con alguno de los miembros de su familia, y que dependía de él evitar que lo que sea que fuese a pasar, pasase. Tendría que escoger con mucho cuidado a quién acompañaría hoy.
Salió de su habitación y, como todos los días, la observó desde el umbral de la puerta con una mezcla de sentimientos, preguntándose cuánto faltaría para que su madre dejara de limpiarla y ordenarla con tanto cuidado y se diera cuenta de que a él no le importaba el estado en que sus pertenencias se encontraran.
A su lado, su hermana pasó casi volando en dirección al baño. Simón la escuchó tarareando su canción favorita del momento por lo que a él le pareció un aire despreocupado. Hacía bastante que no la escuchaba tararear; desde sus últimos exámenes bimestrales, si no recordaba mal. Simón supuso que estaba feliz.
Eso era bueno. Podía descartarla como el objeto de su mal presentimiento.
Tomando como buena señal la jovialidad de su hermana, decidió bajar las escaleras y dirigirse a la cocina, donde encontró a su madre preparando tostadas francesas (el desayuno favorito de él y de su hermana) mientras escuchaba la radio portátil que solía mantener sobre el microondas a un volumen lo suficientemente bajo como para que solo ella pudiese escucharlo. En la mesa, su padre leía distraídamente un artículo del periódico.
Simón se sentó silenciosamente en la silla más lejana a la puerta, la misma que había proclamando como su puesto desde que sus padres habían comprado el comedor hacía casi seis años, cuando él tenía siete. Sonrió ante aquel recuerdo sin poder evitarlo.
Observó con cuidado, en busca de alguna señal —por más mínima que fuera— que le diera la información necesaria para saber a quién debía acompañar. Solo esperaba ser capaz de evitar que lo fuera que fuese a pasar, sucediera.
—¡Nastasia, apurate! —gritó su madre mirando el reloj en la pared de la cocina, y Simón tuvo que reprimir una sonrisa. Su hermana había nacido con el don de la tardanza— ¡Ya llegaste tarde tres veces este mes! Una más y te pondrán un reporte…
Justo en ese momento, su hermana entró corriendo en la cocina terminando de acomodar los cuadernos de su mochila y con un bolígrafo aún destapado en la mano.
—Lo siento —dijo recuperando el aliento—. Estaba ordenando mi cuarto —agregó, tomando un vaso de la alacena para servirse lo poco que quedaba en el cartón de leche que había en el refrigerador.
Su padre hizo un sonido burlón sin levantar la vista del periódico. Frente a él, su madre puso un plato con tres tostadas y una taza de café recién hecho.
—¿Vos ordenando tu cuarto? —se burló— Es más probable que a mí me den un ascenso… —agregó, ganándose un zape por parte de su esposa.
Todos se rieron.
Esa clase de comentarios eran normales. Cualquiera que conociera a su padre sabía que esa era su forma de bromear. Pero Simón pudo distinguir un casi imperceptible toque de amargura impregnado en su voz que no le gustó, y al observarlo con un poco más de atención se dio cuenta de que su risa era fingida y que había un dejo de preocupación en sus ojos que se estaba esforzando por esconder.
—Pensé que sería bueno ordenarla al menos una vez en mi vida —respondió su hermana, antes de beber el contenido de su vaso y llevarlo al fregadero.
—¿Qué tenés en los ojos? —preguntó su madre acercándose a ella.
— Nada —respondió su hermana, confundida—. ¿Por qué?
—Los tenés rojos…
—¿Ah sí? —Anastasia sacó de uno de los estantes de la cocina un paquete de galletas y tomó la última naranja del frutero con un poco de vacilación. Luego fue a la gaveta de los cubiertos y sacó uno de los cuchillos nuevos que su madre había comprado dos días atrás—. Quizás me entró agua en los ojos cuando me bañé. Ya me va a pasar —agregó, guardando las galletas y la naranja en la mochila, y poniendo el cuchillo en su cartuchera sin mucho cuidado.
—Llevate uno de los viejos —le dijo su madre—. Los nuevos tienen tanto filo que parecen bisturís. Te vas a cortar.
Anastasia terminó de acomodar las cosas en la mochila antes de pasársela por los hombros.
—Por eso lo llevo —respondió, dirigiéndose a la puerta—. Cortan mejor… —dicho esto se despidió con una sonrisa traviesa y se fue.
Simón suspiró y volvió su atención a sus padres.
Debía ser uno de ellos.
—¿Vas a venir tarde ahora? —le preguntó su madre a su padre, comenzando a lavar los trastes.
Su padre vaciló.
—¿Franco?
Simón se acomodó mejor en su silla, creyendo haber encontrado el motivo de su preocupación.
—Es… —dijo su padre con voz grave— es probable que hoy regrese temprano…
Su madre dejó de lavar los trastes y se giró hacia su esposo al comprender lo que aquello significaba. Simón se hizo a un lado por puro reflejo, intentando no quedar en medio de sus padres mientras hablaban.
—¿Qué pasó?
—Están haciendo un recorte —su padre suspiró derrotado—. Recibí la notificación ayer.
—¿Cuánto te queda?
—Treinta días… —Simón distinguió en la voz de su padre un sollozo reprimido y supo que era más grave que un simple despido.
Su padre amaba su trabajo. Era el único trabajo que había tenido desde que se graduó de la universidad, y todos en la casa sabían que esperaba quedarse ahí hasta el momento de su jubilación, justo como el abuelo de Simón. Perder este trabajo era mucho más que estar desempleado para su padre. Su despido significaba destruir el plan de vida que con los años había elaborado. Ahora tendría que empezar de cero, llevando a cuestas la preocupación constante de tener que mantener a su familia.
Un impulso casi irreprimible de abrazar a su padre lo inundó. Simón tuvo que aferrarse a su silla para no levantarse y correr hacia él. Definitivamente era su padre a quien iba a acompañar. Debía cuidarlo.
—Ya va a salir algo —le dijo su madre a su padre, masajeando los hombros de su marido, a pesar de que la preocupación era casi palpable en sus ojos— La indemnización nos dará algo de tiempo, y tu currículum es bueno. Vamos a estar bien…
Su padre asintió no muy convencido.
Simón suspiró.
Aquel iba ser un laaaargo día.
. . .
Por segunda vez, Simón sintió la necesidad casi incontrolable de abrazar a su padre.
En cuanto salieron de la casa, su padre dobló la esquina y al salir del vecindario se estacionó de nuevo para sacar su celular y reportarse enfermo en el trabajo. Luego de eso, se dirigió al banco para pagar la mensualidad del préstamo que había hecho hace poco más de tres años por culpa de Simón y que aún no terminaba de pagar.
Simón se sentía terriblemente mal sabiéndose culpable de todos los problemas financieros de su familia. Se sintió aún peor luego de acompañar a su padre a una agencia de viajes para cancelar una reservación que había hecho dos meses atrás para una estadía de diez días en un hotel de algún lugar de España, que había estado planeando como regalo sorpresa de aniversario para su esposa.
Algo se quebró dentro de él cuando su padre rompió a llorar desconsoladamente en el auto y se quedó ahí por lo que a él le pareció una eternidad. No pudo evitar entrar en pánico cuando se dio cuenta que su padre contemplaba con demasiada insistencia la guantera del auto, donde solía mantener una pistola desde hacía un año, cuando un asaltante intentó atacarlos a él y a su hermana mientras esperaban a que el semáforo cambiara. Por fortuna para Simón, su padre recuperó un poco la compostura y decidió seguir adelante con su día.
Dos horas más tarde, luego de lo que para Simón fue la salida en auto más deprimente y estresante de la vida —en más de una ocasión se le pasó por la cabeza que su padre estaba planeando dejar todo en orden, para luego volver a concentrar su atención en el contenido de la guantera del carro—, éste último decidió pasar por algo de comida para llevar y volver a casa, donde su esposa lo recibió de un inesperado buen humor, agradeciéndole por la comida y diciéndole que tenía buenas noticias.
Una sonrisa se dibujó en el rostro de Simón al escuchar a su madre decir que su tío había llamado en cuanto él y su padre salieron, que le había contado lo del despido, y que en respuesta su tío le dijo que había una vacante disponible en la empresa donde él trabajaba y que podía mover sus influencias para que lo contrataran. La paga era mejor que la de su actual trabajo y los horarios más flexibles.
En cuanto vio a su padre sonreír con sinceridad y sus hombros —tensos durante todo el día— se relajaron finalmente, Simón supo que todo estaría bien.
Satisfecho, decidió dejar solos a sus padres por un momento y deambular por la casa, como solía hacer cuando se quedaba con su madre y, por primera vez después de tres años de acompañar silenciosamente a su familia, después de todos los problemas que les había causado —primero cuando le diagnosticaron leucemia y luego con su muerte precipitada— creyó que finalmente estarían bien, y que ya no lo necesitaban.
Entonces la vio.
Al pasar junto a la puerta de la habitación de su hermana, ahí estaba ella, incorpórea y gris, justo igual que él, sentada en su cama examinando sus brazos con expresión confundida; la misma expresión que él tenía en el rostro tres años atrás, justo después de su muerte, preguntándose qué había pasado y por qué seguía ahí.
—Nastasia… —dijo involuntariamente con voz temblorosa, los ojos abiertos de par en par.
Ella lo miró de la misma forma. La incomprensión y el miedo claramente reflejados en su rostro.
—¡¿Simón?!
—¿Qué hiciste? —preguntó furioso.
—¿Q-Qué?
— Anastasia, ¡¿Qué hiciste?!
Fue entonces que Simón se dio cuenta de que había comprendido todo mal. El mal presentimiento con el que despertó no era a causa del desempleo de su padre, sino de su hermana.
Había dejado pasar todas las señales.
Anastasia solía tararear las canciones que le gustaban para reducir su ansiedad, como un mecanismo de defensa. Simón confundió la señal con despreocupación. Su comentario de “arreglar la cama al menos una vez en su vida”. Los ojos rojos, probablemente por estar llorando y no a causa del agua de la regadera. El cuchillo afilado y la excusa de “cortan mejor”. Simón había creído que hablaba de pelar la naranja. ¡Las tostadas francesas! Eran el desayuno favorito de su hermana y esa mañana ni siquiera les prestó atención, seguramente por estar demasiado ocupada pretendiendo estar bien.
¿Por qué no lo notó? ¿Qué iba a pasar con sus padres cuando se enteraran?
¡SUS PADRES!
Escuchó el teléfono sonar en la estancia, a su madre contestar, y dos segundos después ella y su padre lloraban desesperados, corriendo por toda la casa, preparándose para salir hacia la escuela de su hermana, seguramente para identificar el cuerpo.
Simón miró a su hermana con una mezcla de emociones y sentimientos encontrados, exigiéndole una explicación con los ojos. Ella le devolvió la mirada llena de lágrimas.
—Lo siento, Simón…
*Ana “Alu” Mora (San Salvador, 1996). Actualmente es estudiante de Lenguas Modernas en la Universidad de El Salvador. Desde muy pequeña encontró una gran pasión en la escritura y la lectura. Es amante del género de terror, lo paranormal y la fantasía. Le encanta cualquier cosa relacionada con la mitología (especialmente la griega), cree firmemente que sin música la vida no tiene sentido y su mayor sueño es publicar una (o muchas) novelas de terror.
¡Excelente! ¡Felicitaciones Alu!
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Hola Alu… wow wow wow este delirio está orgullosa de vos y de la genial escritora en que te estás convirtiendo 💛
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Que bonita está, breve y al mismo tiempo profunda. Felicidades hija.
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Esta brutal!! Hahaha me encanta 💕💕💕
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Me atrapó.
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