Paseo nocturno

Maridaje recomendado: Whisky 

Por: Felipe A. García* 

Foto de portada: Zdzisław Beksiński

Salió de la casa renegando. Sabía que esto iba a pasar. No por gusto se opuso desde un principio a la idea de darle una mascota a sus hijos, pues sabía que ellos todavía eran muy pequeños para cuidarlo y a él le tocaría cargar con las responsabilidades del animal. Pero como su esposa es una manipuladora, no tuvo más remedio que comprarles ese estúpido perro que no sirve ni como guardián de casa. Como el animal apenas era un cachorro, el veterinario les recomendó sacarlo a pasear todos los días para que gastara energías. De no hacerlo, corrían el riesgo de que hiciera destrozos dentro de la casa, como morderles los muebles o enterrarles objetos en el jardín. 

Cuando llegó esa noche del trabajo, cansado después de un día de mierda, su esposa lo esperaba con la súplica de que por favor sacara al perro a pasear. Él protestó, dijo que se sentía cansado y cuestionó el por qué putas nadie lo hizo por el día, pero su mujer se limitó a responderle que ella había pasado ocupada y que los niños eran muy pequeños para pasearlo ellos solos, sobre todo en una ciudad tan peligrosa como esta, en la que cualquier loco podía secuestrarlos. Él, quien ya estaba lo suficientemente malhumorado, quería desatar un buen pleito entre ellos, pero se abstuvo de hacerlo porque sabía que si peleaba no cenaría por toda la semana ya que su mujer se pondría en huelga de cocina.

Buscó la correa del animal, se la ató a su collar y salió de la casa. En el camino, se la pasó exclamando puteadas en contra de su esposa y del maldito perro ese, mientras que este avanzaba entre saltitos despreocupados por toda la calle, deteniéndose de vez en cuando para olfatear el asfalto y luego orinar. “¡Apurate!”, le gritaba de vez en cuando, pero el cachorro le respondía a su malhumor moviéndole la cola de un lado a otro. “Si te llego a volver a sacar, no respondo”, le dijo al animal. “Te voy a soltar y regresaré a casa diciendo que te me escapaste y te perdiste”, amenazó. Pero de pronto se sintió mal con aquella idea. Recordó, de inmediato, cómo el domingo pasado sus hijos se levantaron temprano para jugar con el cachorro. Los recordó acostados en el suelo, con sus pijamas de superhéroes, dejándose mordisquear los cabellos y orejas por el animal, mientras él los contemplaba desde la mesa del comedor, rodeado del olor a café y plátano frito. 

Cuando aquel buen recuerdo lo calmó de su berrinche, escuchó el ruido de unas ramas. Volvió a ver a su derecha y descubrió que había caminado más allá del parque. Había llegado al viejo orfanato. Una mansión abandonada ubicada frente a una pequeña arbolada. La mansión, que en el pasado perteneció a un millonario, ahora se encontraba en total deterioro. Ya no había ni muros ni rejas que la separaran de la calle, por lo que cualquiera podía allanar aquella propiedad donada a la ciudad por aquel hombre de antaño. Se decía que en aquella casa asustaban. Que por las noches se veía a su primer dueño paseando a su perro entre los árboles. 

“Ya voy a contratar al fantasmita ese para que te pasee a vos”, bromeó escéptico mientras jalaba de la correa del animal para retornar a su hogar. Pero el cachorro puso resistencia. A pesar de los forcejeos de su amo, el animal se quedó quieto, mirando entre todos aquellos árboles que retenían sombras en su interior. “¡Qué te pasa!”, lo reprendió, pero el perro siguió sin hacerle caso. En su lugar, comenzó a gruñirle a esas sombras. “Ahora te la llevás de guardián”, trató de hacer un chiste que no le salió natural. Fue, más bien, una respuesta nerviosa al miedo que sin ninguna razón comenzó a sentir cuando notó que su mascota no estaba jugando. “¡Vámonos!”, le ordenó. Pero en respuesta a su mandato, el animal comenzó a ladrar. Supo que algo no estaba bien cuando notó cómo el lomo del cachorro, al cual no recordaba haber visto nunca enojado, se crispó. Entonces advirtió que era el momento de huir. 

Pero cuando emprendió la huida, la correa se le deslizó de las manos y dejó a su mascota en libertad. El perro comenzó a correr en dirección de los árboles. Cuando su dueño se volteó a verlo, pudo contemplar entre aquellas sombras cómo dos ojos de color escarlata brillaron medio metro arriba del suelo. 

Comenzó a llamar al cachorro desde lejos, esperanzado de que este lo obedeciera y regresara a su lado. Pero todavía no habían tenido la oportunidad de entrenarlo. Y aunque lo hubieran hecho, aquel perro estaba tan alterado que no habría obedecido. Entonces él, en un acto de valentía, corrió tras la mascota de la familia. Lo hizo más por sus hijos que por el propio animal. Pero el perro ya le llevaba mucha distancia de ventaja. Sin que él consiguiera aproximársele, el cachorro se adentró a las sombras. 

Los ladridos del cachorro cesaron de inmediato. Fueron remplazados por un desgarrador alarido que heló la sangre de su dueño. Y aunque este no podía ver con claridad lo que estaba pasando dentro de aquella oscuridad, notó cómo esos ojos escarlata comenzaron a agitarse de un lado a otro, acompañados de un gruñido rabioso, que le permitieron imaginarse cómo aquella fiera estrangulaba a su mascota dentro del hocico.

Su sentido común le habría dicho que aquel era el momento de echarse a correr y dejar al pobre animal morir. Pero lo que menos tenía en ese instante era sentido común, el miedo se había apropiado de su conciencia. Lo único que pudo pensar, en aquella fracción de segundo, fue en la vergüenza de regresar a casa con las manos vacías, y la lamentable respuesta que le daría a sus hijos cuando estos le preguntaran por el cachorro. Pudo más su instinto paterno que la razón. Tomó aire y se adentró en aquella oscuridad en un intento por rescatar a la mascota de la familia.

Entró a las sombras y buscó aquellos brillantes ojos escarlata. Trató, temerosamente, de localizar el hocico de la fiera que sacudía al cachorro, para tratar de abrirlo y rescatar al animal, sin percatarse que este ya no chillaba, sugiriendo su posible muerte. Tocó la nariz de la bestia seguido de sus colmillos. Luego descendió más con sus manos y sintió el pelaje de su mascota humedecido por una mezcla de sangre y baba; así como su flácido cuerpo colgar con facilidad, como si todos sus huesos se hubieran quebrado. 

Fue entonces cuando sus ojos se adaptaron a la oscuridad y pudo ver a la bestia que acababa de asesinar al cachorro. Era un lobo de color negro, cuyo pelaje parecía diluirse entre aquellas sombras que los árboles retenían. En el lomo del animal vio una mano que lo acariciaba, como si estuviera recompensando a la bestia por haber matado a su perro. El ser que acariciaba al lobo, reconoció el dueño del cachorro, no era humano a pesar de su forma antropomórfica. “No es de este mundo”, se dijo mientras lo observaba. Y es que a diferencia de los brillantes ojos escarlata del animal, en el rostro de aquella silueta pudo apreciar unas enormes cuencas vacías. 

Cayó de rodillas ante la impresión que aquel ser le provocó. Se quedó sin aire y sintió un temblor en sus extremidades que no le permitió ponerse de pie y huir. Justo cuando creyó que ahora era su turno de ser devorado por aquel lobo, tanto el ser como el animal se dieron la vuelta y se adentraron más a las profundidades de aquella arbolada, hasta que desaparecieron en la oscuridad. Cuando el hombre regresó en sí y la sensación de peligro desapareció, se echó a llorar histéricamente. No sabía por qué chillaba. No sabía si era por el alivio de salvarse, por la muerte del cachorro o la explicación que tendría que darle a sus hijos cuando regresara a casa. Puso sus manos en el suelo y sintió el frío y húmedo cuerpo del cachorro. La sensación que tuvo al tocarlo fue desagradable, nada que ver con aquel cosquilleo que sus niños sentían cuando lo acariciaban, mismo que les provocaba hundir sus rostros en el pelaje. Aunque deseó dejarlo ahí tirado, algo dentro de él no se lo permitió. Sabía que lo menos que podía hacer por aquel animal que sus niños adoptaron como parte de la familia, era darle santa sepultura en el jardín de la casa. Tomó al animal en sus brazos y, esforzándose por dejar de llorar, emprendió el camino de regreso rogándole a Dios por que sus hijos ya estuvieran dormidos tras su retorno. No quería, por nada del mundo, que sus pequeños vieran aquel bulto ensangrentado y descuartizado con el que tanto jugaban.

*Felipe A. García (San Salvador, 1991) ha publicado las novelas “Hard Rock” y “Diario mortuorio” con la Editorial Los Sin Pisto (2018). Es Gran Maestre en perder los Juegos Florales de El Salvador.

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