El Gran Deseo

Presentamos nuestro 4to cuento del «Especial de Halloween 2019» de Revista Café irlandés. Un relato de Salvador Marinero, escritor salvadoreño que en agosto de este año, hizo un debut con el cuento «Negocio redondo».

Maridaje recomendado: Un vaso de agua fresca

Por: Salvador Marinero*

Foto de portada: Bartolomé Bermejo (1475); Descenso de Cristo al limbo

Voy a contarte un secreto: nací de una lágrima del diablo. El muy desdichado dio un bostezo y del brote del ojo nací yo. ¡Te aborrezco!, me dijo de inmediato y supe que sería su duende favorito. El niño de sus ojos. Su pícaro consentido.

Aburrido me mostró sus dominios; con cara larga me señaló a los hombres. Me dijo que en su reino podía ser lo que quisiera, así que decidí ser Voluntad. Le fascinó la idea. Me besó apasionadamente la boca y depositando en mí toda la infamia del mundo, me dejó marchar.

I

 

Paseaba yo pacífico por la costa, haciendo espuma el agua del mar. Como soy Voluntad, puedo vagar convertido en lo que me plazca. La tarde en que la muchacha apareció era yo la brisa caliente del mundo. Ella sollozaba sentada donde las olas no podían mojarla y yo alboroté sus negros cabellos con mis brazos de brisa huracanada. Pude sentir el calor de sus pechos tostados, el embriagante olor de sus acantilados. Lágrimas hundían sus mejillas y triste se batía su corazón. —Extrañas criaturas los humanos—. “¡Alabadas sean por siempre las profundidades oscuras!”, pensé y me transformé en rumor.

Por esos lados del mundo existía el rumor de un príncipe castigado y convertido en pez: el Hombre Pez. Tomando ventaja de dicha creencia, con picardía me transformé en el Hombre Pez.

La muchacha lloraba sentada sobre la gruesa arena. Gotas de dolor mojado rodaban de su rostro —estrellitas pecadoras que se reventaban al caer sobre su pecho—. Salí de entre las olas celestes de la tarde de mar. Ella se puso en pie de inmediato tratando de dar crédito a lo que veían sus ojos: mi extrema delgadez, mi piel hecha escamas, mi boca roja, mi frente afilada, mis manos como las de una mariposa mojada…

—Daba yo mi rutinario paseo vespertino bajo las olas de la costa y me he detenido al escucharte llorar.

—Soy toda la tristeza del mundo —dijo y se volvió a sentar—. Mi vida no tiene compostura.

—Todos tenemos un mal que atormenta nuestra alma, querida. Si no, mírame a mí.

—Eres mi imaginación, que por desolación, me ha jugado una broma. ¡Tú no existes!

—¡Existo si me imaginas! —sugerí—. Pero lo relevante aquí es el motivo de tus lágrimas. Motivo por el que he suspendido mis juiciosas actividades de mar y he salido a tu encuentro.

—De ser una pindonga, me acusan. Una pelandusca mala vida —dijo y se echó a llorar de nuevo, esta vez, cubriéndose el rostro.

“¡Alabado sea por siempre el Soberano de las Tinieblas!, proclamó mi corazón. ¿Qué duende en su sano juicio desperdiciaría la oportunidad de depravar un alma joven? —Extrañas criaturas los humanos, destrozados y debilitados siempre por la injuria—. Mi padre estará feliz, y al verme aparecer con un alma bajo el brazo, me dará por fin la potestad de demonio. Lilith y Bael bailarán la danza del placer: desnudos defecarán y vomitarán toda la malignidad del mundo mientras bailan sobre el cuerpo inerte de la muchacha.”

—De brujas, prostitutas y altaneras está repleto el mundo. Eso no es nuevo. Que te llamen como te llamen no debería causarte dolor —dije, acariciando sus negros cabellos con mis escamosos dedos.

—En el vientre cargo el pecado —dijo y me excité—. Que me amaba, me decía. Profanó mi cuerpo infantil y lo convirtió en miseria. Ahora cargo en mi vientre la semilla. Un bastardo que será mi hijo y mi hermano a la vez.

“Miles de maldiciones recibiré, adorado en las profundidades seré. Cuerpos pondrán a mis pies, caminaré sobre ellos con paso triunfante. ¡Dejaré de ser duende y recibiré una corona de demonio! Blasfemias levantarán en mi nombre, tendré pecho de tempestad, de león que lanza llamas de muerte. Todos me envidiarán y se postrarán ante mí.”

Toqué su vientre y dentro crepitaba como leña ardiente el motivo de sus lágrimas. Marchito y bastardo. Un hijo de esperma prohibida.

—En el pueblo se burlan de mí. Que de adentro me saldrá un murciélago, me dicen; un gato sin dientes o una rata sin pelos.

Convertido en toda la mentira del mundo, le dije:

—Hace ya mucho tiempo fui príncipe de las tierras que ahora habitas. Engañado por mi pueblo fui y transformado en lo que ahora ves me dejó la injuria. No debí dejar que aquello afectara mi débil corazón de príncipe. No debí confiar. Es por eso que las lágrimas ajenas me enfurecen. Te ofrezco toda la venganza del mundo, tómala con descaro y te mostraré lo que todos los hijos de los hombres hacen cuando nadie los ve. Te garantizo que al revelar sus incendios encontrará tranquilidad tu alma.

Incrédula y ofendida se apartó de mí. Yo sabía que esta no sería tarea fácil, una labor así requiere de tiempo y paciencia. No estamos hablando de crear algo en siete días. Por el contrario, gota a gota se llena el vaso; de pequeños pasos está conformado el Gran Deseo.

II

 

Levitando sobre veinte mil almas desnudas se encontraba Lilith cuando entré a visitarla en los Abismos Oscuros. Aburrida volteó su mirada hacia el fuego eterno al verme aparecer. Un simple duende, pensó. Y siguió comiendo y bebiendo del manantial de los pecados.

Sin tiempo que perder le conté de la muchacha de la costa, de su embarazo y de las injurias de las que el pueblo la acusa por su condición. Enojada hizo temblar la oscuridad y las llamas vivas del fuego abrazador de los Abismos Oscuros resaltaron su hermoso rostro de madre condenada. Rápidamente intuyó mi plan de ganar su alma para mi padre y, encantada de la idea, me obsequió La Oportunidad para demostrar la maldad de todos los hijos del hombre. Me hizo marchar no sin antes hacer las reverencias y blasfemias correspondientes. Y yo, convertido en toda la avidez del mundo, salí no sin antes jurarle que pronto bailaría la danza del placer sobre el cuerpo de la muchacha, a lo que ella respondió con una carcajada maldita de la que miles de hermosos lamentos volaron a perderse tras los fuegos que arden eternamente.

III

 

Convertido en todo el rechazo del mundo hacía travesuras en casa de la muchacha: tocaba el pan de la mesa y lo pudría mientras se lo llevaban a la boca; tiraba de un zarpazo la vela puesta a la madre muerta luego de escupir su fotografía y dejarla boca abajo; me paraba con mi cuerpo de hombre pez en la oscuridad de la sala y hacia llorar al perro guardián toda la noche; le hablaba tiernamente al padre con la voz de la madre mientras dormía hasta hacerlo despertar y me orinaba sobre el agua fresca.

Le advertí a la muchacha que mis travesuras seguirían hasta aceptar mi ofrecimiento de mostrarle al verdadero hijo del hombre —extrañas criaturas los humanos, ofréceles la venganza y preferirán lamer sus lágrimas sufridas—. Ella seguía poniéndose de rodillas por las mañanas y abriendo las piernas para el padre por las noches. Y en aquella desolada choza de la costa, alejada del pueblo, éramos los tres toda la miseria del mundo:

El padre que buscaba en la muchacha a la madre muerta. La muchacha que clamaba al cielo para que no fuese de noche. Yo, el duende travieso entrando por la grieta de los dos con la esperanza de convertirme en demonio.

El padre que hurga dentro del cuerpo de la muchacha embriagado de recuerdos y dolores. La muchacha que no encuentra destino ni aquí ni allá, que no pertenece al mundo de los vivos pero que no se atreve a pedir la muerte. Yo y mi inexperiencia para robarme un alma.

El padre ve crecer el vientre de la muchacha y lo odia. La muchacha siente crecer el vientre y se quiebra su alma. Ella solo debe desear la muerte para dejarme entrar. Que llegue el deseo quiero. Que me llame con todo el dolor del alma y del cuerpo. Que la noche se acerque, que eso que ocurre en un segundo maldito se cumpla. Que suenen las campanas de su infierno, que flaquee, que me entregue su alma.

IV

 

“Decidido tengo el nombre que utilizaré una vez me den la corona de sangre. Levitaré castigando a los condenados con mi mazo hecho de los huesos del Cordero. ¡Maldito seas por siempre, padre mío! Exclamaré excitado. Y dignas de la saliva que saldrá de mi boca serán las prostitutas de la Gran Babilonia. Pronto estoy de llevar el alma de la muchacha a arder por siempre entre los fuegos eternos de los Abismos Oscuros…”

Excitado desde lo oscuro de la habitación y convertido en el Hombre Pez puedo ver cómo el padre toma a la muchacha y la desnuda sobre la cama. Ardiendo en lujuria, él despedaza toda la ilusión humana con los dientes y desnudo se monta sobre la muchacha como perro. Llora sobre ella porque recuerda a la madre, la penetra con furia porque quisiera cambiar ese cuerpo por el que anhela su corazón. Yo, en éxtasis, acaricio mi miembro de hombre pez mientras escucho los sollozos quebrados de la muchacha. Desde mi posición en la habitación puedo verlos de lado: ella, acostada sobre la cama con las piernas abiertas, la barriga más inflada que nunca y con la mirada parecida a la profundidad del mar; él, desesperado, moviéndose como matando todos los recuerdos amargos con el cuerpo. Entra en ella con fuerza. Duro. Doloroso. Eterno. Y luego sale y baña con semen la barriga de la muchacha.

Al irse de la habitación quedamos solos ella y yo. Paso a paso me acerco aún excitado. Reconozco en su mirada vencida que he ganado.

—Me quiero morir —se lamenta.

Me acerco a su cuerpo desnudo, le sugiero con un ademán que guarde silencio. Quiero acariciarla tiernamente. Unto mis dedos con los residuos del líquido caliente que aún le chorrea sobre la barriga y luego los conduzco con toda la malignidad de mi primera vez a su sexo enrojecido. De pronto, me convierto en toda la compasión del mundo mientras mis dedos consuelan sus cavidades blandas. Ella llora. Le pido que cierre los ojos porque quiero ser placer y hacer de su camino a mi morada oscura un valle de orgasmos violetas en compensación por lo que ella nunca será. Se deja llevar.

Y mientras nos perdemos en las sensaciones, su deseo de muerte inunda la habitación transformándola en un túnel de luz enceguecedora.

V

 

¿Estamos en la costa? —me pregunta asombrada.

El cielo es color violeta intenso y las nubes son negras. Las olas oscuras se baten con fuerza en la orilla. Una fuerte brisa de pre lluvia le golpea el cuerpo y se descubre completamente desnuda. Aquí ella no está embarazada. No hay pecado creciendo en su  interior. Yo estoy por entrar al agua, vestido con mi piel de Hombre Pez. Le extiendo mi mano. Le digo que me acompañe. Que adentro del agua todo es al revés, no hay mentira, no hay máscaras. Le digo que adentro el hijo del hombre no tiene velos. Estamos bajo el hechizo de La Oportunidad que me regaló Lilith —Oh, madre mía, lamería tus seis senos toda mi vida—.

Al entrar juntos al agua y sumergirnos, el mar se convierte en cielo. Bajamos como volando en un nuevo espacio donde a lo lejos, muy en el fondo, está un pueblo, que es el mismo pueblo de la muchacha. Le digo que no tenga miedo. Que aquí todos son los mismos pero sin velos. Le pregunto hacia dónde quiere ir y me señala la iglesia. La tomo fuertemente de la mano y bajamos a gran velocidad hasta el campanario. Al poner los pies sobre el tejado me pregunta por qué aquí no está embarazada y convertido en toda la mentira del mundo le contesto que así es como debería ser. Me sigue, bajamos por el campanario hasta el gran salón y un desfile de santos nos acoge, algunos con cabeza de león; otros con lágrimas de sangre. La muchacha aborrece el dolor del mártir. Lo ácido de sus lamentos, el sufrimiento perpetuo. La desdicha del alma que para poseer la vida eterna decide la vida humilde del polvo entre los labios y los pies descalzos.

—Extrañas criaturas los humanos, ¿no crees?— le digo a la muchacha. Ella no quiere ver más y me pide que salgamos de allí, que la lleve lejos.

Salimos de la iglesia con nuestros cuerpos sobre el aire y nos topamos con la gente de la plaza, que es a la vez un mercado, donde todos los habitantes se encuentran como en un trance eterno. Vendiendo. Comprando. Furiosos. Siempre queriendo  más. Codiciando. Mostrando los dientes. Hurtando. Quebrando huesos. Hundiendo puños. Robando llantos. Montados sobre caballos. Desnudos. Unos encima de otros. Vendiendo piernas, cabezas, cuellos y espaldas. Hombres comiendo miembros de hombre. Mujeres amamantando mujeres. Niños con piel de plaga. Látigo, correa y serpiente; escudo, lanza y llamas.

La muchacha extrañada, al borde de la histeria me pregunta qué es todo eso, yo le respondo contemplando con placer:

—Mírala, es la humanidad.

VI

 

“Poseedor de una delicada cola de espinas que arrastraré por todas las profundidades. Un demonio entre lamentos, como ave de paraíso entre llamas con alas de volcán que escupe sangre. Tendré. Seré.”

Convertidos en toda la alevosía del mundo planeamos juntos el final:

Ella sentiría los dolores del parto y me haría aparecer. Juntos, saldríamos de la casa. Yo, con ella en brazos. Pero antes, nos acercaríamos al padre, lo besaríamos en la frente y  al cerrarle los ojos, yo, con mis afiladas uñas de Hombre Pez, cortaría de un solo tajo violento el paso de aire por su garganta. Analizaríamos con pasión si darnos un baño con su sangre para festejar nuestra victoria o no.

Ensangrentados iríamos hacia la costa, yo con ella en brazos. Y cuando estuviéramos parados en el lugar donde alguna vez nos conocimos, ella le entregaría al mundo al bastardo de entre sus entrañas. Lo dejaríamos ahí tirado en la arena, dando gritos de hambre o de muerte. Lo veríamos para reconocer en él al murciélago, a la rata o al gato de las injurias profetizadas.

Luego, caminaríamos hacia el agua. Ella entraría para nunca más salir. Se quedará a vivir del otro lado del mar, allá donde el hijo del hombre no tiene velos. Su cuerpo sería encontrado sin alma un par de días después, la marea lo entregaría de vuelta; Yo, —y esto es lo que no sabe la muchacha— coronado seré por tan apasionante labor. Dejaré de lado mi disfraz de Hombre Pez y ella me mirará traicionada. Entonces yo le diré:

—Extrañas criaturas los humanos, dales algo en qué creer y te entregarán su alma.

*Salvador Marinero (San Vicente, 1986): Ahora comprende que la soledad es todo aquello que ocurre al soltar las páginas de un libro. Empecinado en que lo escrito es fundamental para el espíritu, siente un inmenso respeto por las letras y por la imaginación que las encausa. Y aunque ya hace un tiempo le dio la espalda al sistema, cumple con un horario de oficina sólo bajo la condición vital de entregarse a sus placeres por la noche. 

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