Antología menor (Adelanto de libro)

Presentamos un adelanto de «Antología menor» (D4rkn355) del escritor guatemalteco César Yumán, quien este jueves 12 de diciembre presentará su libro en la Alianza Francesa de El Salvador. 

Maridaje recomendado: Café

Por: César Yumán*

Yihk         

 

La historia de este cuento es peculiar, pero sumada a la de su autora, Luloah Yihk, aunque ese es su nombre artístico, se hace un tanto hiperbólica. Desde niña le gustó escribir, pero la fama que obtuvo no fue por eso, sino por ser actriz porno. De hecho, era lo que se denomina comúnmente en occidente como pornstar y fue precisamente esto lo que quizás, de una manera lejana, marcó sus pasos literarios.

Debo aclarar que no la conocí directamente, me enteré de su historia al ser jurado del concurso literario donde quedó finalista Nashaly, convocado para autores africanos por una editorial inglesa. Desde luego, me pareció un cuento bizarro y sobresaliente, por eso hice todo lo posible para que quedara en primer lugar. Sin embargo, el resto del jurado no estuvo de acuerdo, ya que el certamen literario estaba comprometido, pues la editorial que lo convocó quería impulsar la carrera de dos de los «autores de la casa». Eso me obligó a renunciar a mi papel de jurado. Insulté a todos por correo electrónico, pues en esa época yo radicaba en Seúl y no dejaba que alguien conociera mi rostro.

Desde ese momento me desentendí del certamen, pero inesperadamente mis argumentos tuvieron algún peso, ya que volví a saber de Nashaly  luego de que se diera a conocer el fallo y el cuento recibiera el tercer lugar. Su autora resultó ser Luloah y eso causó que la editorial obtuviera nuevos lectores y autores; también que algunos lectores y autores se alejaran. Recibí muchos mensajes insultándome y retándome por parte de la editorial, me culpaban por la baja de sus ventas. No contesté a ninguno, me pareció estúpido. Dejé correr los meses intentando olvidarme del asunto, pero llegó un momento en el que no pude expulsar ese cuento de mi cabeza. Busqué información sobre Luloah y encontré su biografía fantasma, en la cual destacaban algunos datos y una visita muy peculiar que, al parecer, únicamente llamó mi atención; jamás supe que alguien la mencionara.

Iniciaba haciendo énfasis en que ella pertenecía a una familia acomodada de Accra, capital de Ghana, y que se había dedicado a la pornografía como una manera de llevarle la contraria a su familia ultra religiosa, aunque no aclaraba la religión que profesaba. Además, como mencioné antes, hacía referencia a una visita a las playas donde el primer mundo estaba [está] construyendo un apocalipsis. Creo que de allí surgió el cuento. Por último, señalaba la fecha de su muerte en un accidente automovilístico luego de la filmación de su último largometraje, el cual había sido producido por ella misma y que había titulado La brecha, el cual jamás se estrenó. Asimismo, me resultó extraño que muriera poco después de que se le otorgara aquel tercer lugar.

 

Nashaly

 

«La lluvia disfraza los gemidos de placer de sedosas mujeres y alimenta muchísimas mentes artísticas, quizás las más brillantes, las que se condenan en lapsos melancólicos.» Esos pensamientos jamás hubiesen tocado a Keitha. Él era un chico melancólico, pero nada tenía de artístico. De hecho, él no sabía algo de arte, aunque siempre deseaba tener una estética distinta en su carne. Frecuentemente se sentía feo y ese sentimiento de incomodidad se alargaba en horas que pasaba viéndose al espejo sin llegar a verse como deseaba, esencialmente porque su espejo apenas era un pedazo que no llegaba a tener siete centímetros de ancho ni de largo. De igual manera, su apariencia no importaba mucho, pues casi no hablaba con los demás y todos a quienes frecuentaba, al igual que él, andaban sucios y desarreglados; pudriéndose. Por eso llamó mucho su atención Nashaly, una chica de unos catorce años que estaba evidentemente embarazada. La encontró inerme, silenciosa, entre las montañas de basura que las empresas de electrónicos de Europa y Norteamérica arrojan en Ghana. Para esos años, este país ya estaba siendo utilizado como pozo ciego.

Desde hace mucho se volvió algo común la llegada de furgones y furgones de basura traídos en barcos que simulan criaturas míticas y que todos esperan con ansias y desprecio. Aunque no parezca posible, las personas ya han perdido varios ríos, en especial uno que serpenteaba con tanta vida que muchos creían que en cualquier momento podía salir de su cauce y deslizarse sin rumbo fijo. Igualmente, han desaparecido kilómetros y kilómetros de playas que ahora son solo depósitos de electrónicos inservibles. Desde la lejanía se mezclan y todos los basureros figuran uno solo, inmenso, donde sombras que aún son humanas recorren en busca de algo para sobrevivir; cada vez se suman más apariciones a esas búsquedas sobrenaturales e infrahumanas.

Nashaly era una chica que bajo ningún punto de vista podía ser igual a los demás pobladores de la zona, pues llevaba ropa inmaculada. Ella estaba con el viento enredado en su cabello rizado cuando él la vio sobre una colina de computadoras y televisiones desquebrajadas. A Keitha no lo atraían las chicas, sin embargo, no pudo evitar el deseo de verla más de cerca. Su silueta destacaba en esas estepas de ratas hambrientas.

Tras aproximarse muy lentamente ella lo vio y permaneció taciturna. Él le dirigió algunas palabras; ¿qué haces aquí?, ¿cómo te llamas?, ¿a quién esperas?, ¿no te da miedo esta soledad?, tal vez… es difícil saber cuáles fueron. Ella, tras un rato, susurró que esperaba la lluvia de luz.

Keitha había escuchado la leyenda de la lluvia de luz desde hacía años; pero él, como todo joven ghanés, creía que más que una leyenda era un mito. Aunque no sabía el significado de mito. Ella, al contrario, se entregaba a la idea de que era una verdad indiscutible; por eso le contó que se sentaba todas las tardes a esperar aquella lluvia, que pronto llegaría cuando el día se extinguiera y las estrellas abrieran los ojos. A Keitha todo eso le pareció muy extraño, creyó que estaba loca y que su ropa blanca tal vez significaba que había escapado de un manicomio. Sí conocía los manicomios, todos los niños y jóvenes sabían que allí eran llevadas las personas que perdían la razón para ser asesinadas. En ningún momento se les ocurría que allí podían recibir algún tratamiento. Hacía años, un amigo suyo fue llevado a un manicomio y nunca regresó, y nunca preguntaron por él.

Contrariamente a todas sus sospechas, Keitha desde ese primer encuentro, la acompañó muchas veces, allí, al atardecer, mientras quemaba las fundas de plástico de los cables que encontraba tirados para extraer metal y venderlo y así conseguir un poco de dinero. En ocasiones tosía demasiado y creía que eso podía molestarla, al igual que el humo. Pero ella nunca le dijo algo al respecto, solo lo veía y frecuentemente, sin ningún motivo aparente, soltaba su llanto.

En Ghana, la población pobre es mayoritaria y la más pobre es la que vive de la basura y de los desperdicios del primer mundo, al igual que tantos países tercermundistas. Muchas empresas, de las más grandes del planeta, mandan sus desechos a este país y lo destruyen en muchos sentidos. Uno de los principales es el daño que le causan a los pulmones de las personas, pues estas necesitan extraer el metal y la mejor manera de obtenerlo es quemando el plástico; es lógico que todo se convierta en un círculo vicioso, ya que el metal que sacan de la basura regresa a los países en desarrollo o a las potencias y estas envían más basura que las fábricas, las instituciones y los hogares comunes ya no necesitan o consideran que ya no necesitan. La excusa más utilizada para enviar sus desperdicios es declararlos mercancía de segunda mano y afirmar que pretenden disminuir la brecha digital entre el primer mundo y el tercero.

Continuamente se ve pasear a la muerte sobre esos campos famélicos y destruidos, pues sin legislación efectiva que las proteja, las personas como Keitha están condenadas; su salud es pésima y su vida no tiene mayor sentido que despertar, sacar las cosas de la basura y venderlas para conseguir algo de comer; son muy pocas las que piensan en educarse o en vivir algo mejor. Muchos ni siquiera tienen la noción de que podrían tener algo distinto, por eso es que él se sorprendió al ver a Nashaly allí, sobre una montaña de basura, asechada por roedores venenosos, esperando la lluvia de luz, vestida de blanco.

Desde los primeros crepúsculos, la vio ajena a ese ambiente pre-pos-apocalíptico, posiblemente fue eso lo que lo empujó a acompañarla. Siempre volvía luego de buscar metal en los desechos y la encontraba allí. Con el tiempo dejó de quemar cerca de ella los cables y las piezas de plástico que encontraba para sacar el cobre, lo hacía antes y en otro lugar. No deseaba perturbarla, ni dañarla, pues el humo surgía como del cigarrillo que fumaba un gigante huesudo y despiadado. También, con el transcurrir de los días, se dio cuenta cómo crecía el vientre de esa chica metida en un vestido quizás demasiado grande para ella. A veces pensaba, que si le atrajeran las mujeres seguramente se hubiese enamorado de Nashaly, pero qué sabía él del amor; aún tenía mucho que sufrir, creía.

Cierta tarde, cuando el cielo era lívido, justo antes de cerrarse en una noche profunda, hablaron de la lluvia de luz que ella esperaba. Hasta entonces solo habían conversado un poco de sus orígenes, siempre evitaban ser precisos, eran conversaciones extrañas. Sin embargo, esa tarde ella le dijo que el cielo anunciaba que, la siguiente puesta de sol, la lluvia de luz sustituiría al crepúsculo. Keitha dijo que volvería a acompañarla. Para ese entonces ya había transcurrido más de un mes desde su encuentro inicial y ella ya tenía al menos tres meses o cuatro de embarazo; su delgadez hacía difícil saber cuántos exactamente, ya que no se alimentaba lo suficiente. El viento que enfriaba sus huesos hizo que ambos permanecieran callados por algunos minutos, hasta que observaron a dos hombres que se acercaban ebrios y harapientos hacia ellos; parecían ogros que alguna vez fueron humanos y que en algún tiempo distante dejaron su piel… Deseaban abusar de Nashaly, arrancarle la ropa y mancharla con la circulación de sus fluidos tóxicos, pero ella tomó uno de los trozos de metal que había recolectado Keitha y le cortó la cara a uno de los agresores que emitían un olor a desesperación y sexo hemofílico. El chico pudo reducir a golpes al otro, él alcohol los había consumido. Después se dirigió al que tenía la barbilla cortada y también lo atacó, lo desquebrajó a patadas, lo mató y todo quedó en silencio.

Dejaron ambos cuerpos tirados y se fueron caminando encima de la basura, agitados, atravesando el chillido en coro de las ratas que adormecía la noche. Ella le contó que solo se defendió por instinto, pero que contra los dos no hubiese podido hacerlo. Esa es la misma razón por la que estoy embarazada, explicó a Keitha. Él se quedó callado, recordando y empuñando las manos. Una noche, no pude escapar, ya me había escabullido muchas veces, desde muy niña y siempre había tenido suerte, pero una maldita noche la suerte se me acabó, le contaba. Yo dormía y tres espectros ebrios, deformes, derribaron la pared de lata y cartón de mi hogar. Allí dormía yo con mi hermanita y mi madre. Mi madre vieja y mi hermanita murieron, no soportaron tanta brutalidad. Yo sobreviví y aquí me encuentro esperando la lluvia de luz. Keitha solo la escuchó y la acompañó por calles y callejones aterradores hasta que llegaron al lugar tan miserable y vacío donde dormía Keitha con sus cinco hermanos y su madre. No sé dio cuenta que se encaminaban hacia allí. Él le pidió que se quedara o que la acompañaría a donde ella quisiera y ella solo le sonrió y se fue caminando entre la suciedad que corría líquida entre esas covachas hacinadas. Él no fue capaz de moverse, su sonrisa lo dejó perplejo.

Cuando Keitha despertó, no pudo evitar recordar la leyenda de la lluvia de luz. Según le contaron, la lluvia de luz era un regalo de los dioses, no tenía muy claro cuáles, pues la religión no era algo que él, su familia, ni nadie que conociera siguiera en ese rincón de inmundicia. La lluvia le daría lo que más deseaba a quien la recibiera. Si alguien deseara felicidad, sin duda se la daría. Si alguien deseara salud, también la recibiría. Si alguien deseara dinero, eso sería algo fácil. Incluso si alguien deseara alargar su vida, sería posible. Por esa razón, Keitha se preguntó después de tantos días de acompañar a Nashaly, qué era lo que ella deseaba. Se lo preguntó e intentó revisar en sus recuerdos, en los recuerdos de sus conversaciones, pero no pudo encontrar siquiera un rastro. Más tarde, cuando salió de casa a vender el poco metal que había recolectado los últimos días, no pudo ser fuerte. Se dejó llevar por otros recuerdos que lo vinculaban amargamente con ella. Esos se los contaría esa tarde, quizás la haría sentir mejor al no ver la lluvia de luz, pues él tenía la seguridad de que no pasaría de ser otra puesta de sol como las anteriores.

Después del mediodía, se dirigió a recolectar más metal, los niños más pequeños parecían animales carroñeros que buscaban donde los grandes ya habían pasado. Hasta no hacía mucho, Keitha tampoco era fuerte y tenía que ser un carroñero, pero ahora que había crecido súbitamente y su voz había cambiado podía hacerles frente a los otros adolescentes y poder conseguir así el material tan preciado. Además, no solo los jóvenes buscaban metal, también hombres viejos armados y mujeres, muchas de ellas ancianas, que no podían encontrar otro medio de subsistencia. Sin los ríos que yacían desaparecidos bajo la basura, la vida en Agbogbloshie había cambiado demasiado; si bien nunca fue un lugar de gente con poder adquisitivo, nunca había sido un lugar con tanta muerte y miseria.

Cuando el cielo se anunciaba más congestionado de colores, Keitha renunció a la búsqueda de metal; todo era plástico, sangre y desperdició. Un niño había sido aplastado por una montaña de basura. La gente no hizo más que llorar y dejar el cuerpo sepultado. Keitha también lloró, no culpó a nadie, pero la presencia de Nashaly le decía que tal vez la vida podía ser mejor, que la vida tenía que ser mejor que estar allí arrojado en ese fin del mundo en expansión, que la vida tenía que ser mejor que la marca absurda en la memoria de un abuso. Keitha era solo un niño de cuatro o cinco años cuando dos hombres, como los que habían asesinado la tarde anterior, utilizaron su cuerpo para expulsar su frustración genital y descargar su furia de alcohol. Eso lo selló y perturbó en muchos sentidos y a veces lo único que deseaba era desaparecer, desaparecer y ya no lidiar consigo mismo y con los problemas de una nación que era destruida por manos propias y lejanas.

Llegó al lugar de siempre, un poco más tarde de lo usual. Vio a Nashaly parada en la distancia. Ella le sonrió y él también lo hizo… extrañamente no se percibía otra persona o animal en los kilómetros y kilómetros de basura que los rodeaban. Cada paso que daba parecía no acercarlo… la lluvia tardó solo unos segundos. Corrió hacia ella y ella se desvaneció entre la luz. Entonces, Keitha, se quedó quieto y escuchó cómo el mundo volvía a recobrar su respiración. Vaya, entonces ella deseaba lo mismo que yo, musitó.

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*César Yumán (Guatemala, 1988). Escritor, editor y profesor de literatura. Ganador del III Certamen Latinoamericano de Editorial Paroxismo (EE.UU.). Aparece en antologías «Peces con alas», ediciones Croupier, Argentina y «Antología del relato corto policiaco» de la Asociación Letras con Arte, España. Ha publicado los libros «Me dicen Zombiie», «Infinito» y «D4rkn355».

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