Presentamos «Culpar al sol» un cuento nuevo de Jorge Mercado, incluido en la recopilación digital «Palabras aleatorias» de Revista Café irlandés, para estos tiempos de cuarentena.
Maridaje recomendado: Agua y Vitamina C
Por: Jorge Mercado*
Por fortuna, este es un semáforo que tarda en devolver la luz verde. La mujer está tirada sobre las líneas blancas que indican el paso peatonal debajo del semáforo. Líneas que ahora han dejado de ser del todo blancas porque han quedado salpicadas por la sangre que salió disparada del hombro de la mujer cuando uno de los dos machetes con los que hacía malabares se le ensartara ahí, en el hombro izquierdo.
El sol, dice la mujer malabarista a la otra mujer que se ha bajado de su vehículo para socorrerla. Le habría gustado agregar, a la mujer malabarista, que no era específicamente el sol cegador el que provocó tan desafortunado percance, sino que en realidad había sido el sol reflejado en la hoja del machete que disparó el haz de luz que le acertó en la pupila. Y ya que estaba envuelta en ese dilema de las cosas que hubieran sido mejor decir si lo que ya está dicho se pudiera cambiar, también le habría gustado confesarle a su bienhechora que los machetes que suele usar son de plástico, que el hecho de que este día tenga un machete real en su poder viene a significar un sabotaje con las peores y más mortales intenciones dirigidas hacia su persona, que la principal sospechosa de ese malicioso intercambio debe ser su hija, la mayor, porque la menor nació con una extraña enfermedad que la ha esclavizado de por vida a una silla de ruedas y que hace que se filtre en exceso la saliva a través de su boca entre abierta que nunca puede cerrar del todo. Que aunque su hija menor haya quedado petrificada con la expresión del más aberrante odio hacia el mundo, es completamente inofensiva. A la mujer altruista también le hubiera gustado decir unas palabras, pero no está acostumbrada a intervenir en situaciones que afecten solo a otras personas, que los insultos y las palabras de consuelo que conoce están destinadas únicamente para sí misma y nunca ha sabido a ciencia cierta si esa terminología suya pueda tener el mismo efecto en los demás.
En cuanto la mujer altruista vio lo ocurrido, lo primero que pensó fue en salir rápidamente a ver si el machetazo había sido letal, en un ataque de morbo, pero luego se dio cuenta de que al hacer esto quedaría obligada a prestar algún tipo de ayuda a la víctima, en caso de que la víctima continuara con vida, y eso la llevó hasta el paroxismo de una emoción que no había sentido ni imaginado antes. Todo el mundo la ha tratado siempre como a una mala persona, los muy hijueputas, y sabe que solo una vez en la vida se presenta la oportunidad de mandar a todo el mundo al carajo, demostrando lo equivocado que está. Pero en ningún momento le pasó por la cabeza que todas estas acciones impulsivas también la obligarían a abrir la boca para decir alguna palabra, que son tan necesarias para los afligidos. En el camino desde su vehículo hasta el cuerpo de la mujer tirada en el suelo no se le ocurrió nada para decir, a ella, que siempre actúa con el más frío de los cálculos. Por eso está inclinada con esa expresión de horror en el rostro, no por la sangre que continúa saliendo de la herida de la mujer malabarista, sino porque se acaba de dar cuenta de lo duro que es ayudar a la gente sin pensar antes en las consecuencias.
Además de no saber cómo responder o en el mejor de los casos comprender las palabras que la mujer malabarista acaba de decirle culpando al sol, ni siquiera ha podido preguntarle si está bien, o cómo se siente, o si puede ayudarle en algo, algo que es un alivio, piensa, porque es evidente que la mujer malabarista no está bien, que debe sentirse como la mierda, y que necesita con urgencia la ayuda de algún médico, y hacer esas tontas preguntas la habría hecho quedar como una estúpida. Y ella es todo menos una estúpida. Y la experiencia le ha enseñado, más a la manera de los espectadores que de los protagonistas, que lo peor que puede pasar para el orgullo de alguien es quedar como un imbécil cuando se quiere ser buena persona.
Los otros conductores de la fila delantera también salen de sus carros. No se acercan. Se limitan a quedarse a un lado de sus respectivos automóviles con una mano sosteniendo la puerta abierta y la otra sosteniendo el aire. También se han asomado a la esquina bajo el semáforo las personas que estaban esperando el autobús en la estación de la otra calle, la de enfrente. La mujer malabarista comienza a sentir el peso insufrible de todas las miradas que ahora la acosan, como abofeteándola con su morbosa curiosidad, lacerándola aún más que el machete que tiene encajado en el cuerpo, que ya ha empezado a dejar de doler y en cambio le ha inyectado un leve sedante alrededor del área afectada. Después de pasar un año entero practicando a todas horas los movimientos y perfeccionando los reflejos de su cuerpo lo único que quería era ser vista, que alguien aplaudiera y admirara su trabajo. Ahora todas esas miradas la aquejan sin que ella pueda comprender el motivo.
La mujer malabarista comienza a preguntarse porque no se ha puesto de pie. Si bien la parte izquierda de su busto ahora está completamente adormecida, la parte inferior de su cuerpo se encuentra en buenas condiciones. Por lo menos para sentarse, o arrastrarse o lanzarle una patada a la mujer altruista que ya lleva varios minutos sosteniendo su mano sin decirle nada y ha comenzado a asustarla. Quizá esta desconocida está capacitada para dar los últimos ritos aunque no sea cura, como todas las personas están capacitadas para hacer arrestos ciudadanos aunque no sean policías, y está esperando a que ella confiese sus faltas para mandarla al otro mundo con los pecados perdonados.
La mujer altruista lanza una mirada a su alrededor, se da cuenta de que los conductores de las filas traseras que formaban unos cincuenta metros de vehículos detenidos también han salido de sus vehículos y se han unido al grupo de testigos que ,emocionados, esperan la oportunidad para ver en primera persona a alguien ganar la muerte. ¿Será verdad que los ojos quedan abiertos? ¿Será verdad que el cuerpo queda entumecido y las extremidades extendidas? ¿Será verdad que si la persona ha sido muy mala en vida el hedor de la putrefacción es más intenso? ¿Todo lo que sabemos de la muerte no es más que una mentira que nos han hecho creer en las películas, la televisión o los noticieros? A mi mamá, cuando murió, se le cayeron todos los dientes, dice una de las mujeres que estaba en el grupo de los que esperaban el autobús en la estación al otro lado de la calle. Entre todos hacen esta clase de comentarios hasta que una mujer, que lleva a un niño constipado de la mano, da muestras de una sensatez aguda sugiriendo que alguien debería llamar a la ambulancia. Aquella sugerencia hace que se cree una reacción en cadena que transmite de espectador a espectador el mensaje que alguien llame a la ambulancia que poco a poco se va alejando hasta convertirse en un murmullo apenas perceptible por culpa de los motores de los autos de la otra calle, la del semáforo que sí está en verde. También se han detenido al ver el tumulto. Algunos graban videos con sus celulares. Otros, más considerados, han llamado a la policía.
La mujer altruista ha comenzado a recuperarse de su desconcierto. Toma de las dos manos a la mujer malabarista para ayudarla a ponerse en pie. Es inútil. La mujer malabarista ha comprendido que toda esa sangre que se ha escapado de su cuerpo y que nadie se ha tomado la molestia de detener, también ha ido drenando la energía que le permitiría ponerse de pie. Ahora es imposible. Unos minutos atrás sí habría sido posible, exactamente en el momento en que consideraba lo posibilidad de patearle el coño a la mujer altruista. Ahora las ganas ya no sirven de nada.
Aquella excitación desconocida que la invadió al principio ha comenzado a desaparecer de las entrañas de la mujer altruista. Ahora ya piensa con más claridad en todas las posibilidades. Ya han pasado varios minutos desde que el semáforo pintó el color rojo. Pronto volverá el verde y la mujer malabarista ya habrá dado su último aliento para entonces. Tragando un poco de saliva, luego humedeciéndola con la nueva saliva que segrega su boca, la mujer altruista hace toda clase de movimientos con su lengua para asegurarse de que lo que está a punto de decir sean palabras y no gemidos o gruñidos o ladridos o quién sabe qué clase de sonidos sobrenaturales. Te voy a llevar a la acera. Ayudame un poquito, dice la mujer altruista, sin dejar de preguntarse al instante, asegurándose de formular las preguntas solo en su mente, de qué manera podría ayudarla aquella mujer moribunda que a duras penas mantiene los ojos abiertos y de qué carajos va a servir llevarla a la acera. En ese instante las dos mujeres cruzan miradas y sus ojos se paralizan dos segundos. Solo las mentes más audaces se dieron cuenta del hecho. Las dos piensan que quizá estén pensando lo mismo, pero están equivocadas, porque lo que la mujer malabarista está pensando es que la voz de la mujer altruista parece demasiado grave para ser de mujer y que sin embargo es una voz que volvería loco a cualquier hombre debido a su extraña sensualidad, musical e inmaculada, como si fuera una voz que se ha conservado a lo largo de los años debido a su uso restringido a lo necesario, incluso menos de lo necesario. La diferencia de pensamientos es algo que ellas nunca sabrán, pero nadie va a venir a aclarar el error y la creencia de que las dos están pensando en lo mismo permanecerá cada día que les reste de vida –o cada minuto, en el caso de la mujer malabarista–, y eso las hace sonrojarse y esquivar las miradas con algo de vergüenza.
No hay otra salida, va a tener que arrastrar el cuerpo de la mujer malabarista, que ahora comienza a tratar de decir que ya comprende un poco lo que siente la paralizada de su hijas, sin que la mujer altruista se percate a causa del ruido de las respuestas que han comenzado a llegar súbitamente a su cabeza. Va a arrastrar el cuerpo –dicta una de las respuesta en su cabeza– porque así, cuando el semáforo se ponga en verde y ya no haya nada más que hacer por esta pobre mujer, no habrá obstáculo en medio de la calle que le impida subirse a su carro y largarse lo más pronto posible del lugar. Sin mirar atrás. Sin ganas de querer ser buena persona nunca más.
La mujer altruista arrastra a la mujer malabarista asiéndola de los tobillos. El machete incrustado en el hombro izquierdo chisporrotea al hacer contacto con el asfalto de la calle. No es muy difícil arrastrar a la mujer malabarista, el peso faltante de la sangre ausente ha comenzado a notarse. Las dos mujeres llegan a la acera. Perdoname, dice la mujer altruista, por el cabezazo que dio la mujer malabarista en el borde de la acerca cuando la otra intentaba subirla. La mujer malabarista ni siquiera pudo sentirlo. El adormecimiento se ha apoderado casi por completo de ella. Tampoco pudo sentir el sonido de la sirena de la policía que venía a toda velocidad abriéndose camino entre el centenar de vehículos detenidos. Es la policía de tránsito. Los presentes reparan en ello desconcertados. La sección de la policía encargada del tránsito está incapacitada para proceder en accidentes en los que los vehículos no estén involucrados. Los policías lo comprenden nada más bajarse del carro patrulla. De nuevo no ha sido más que otra de las llamadas que los hacen perder el tiempo como si ellos no tuvieran cosas importantes en las que ocuparse y como si tampoco fueran personas que cargan sobre sus hombros los abominables problemas de la vida cotidiana, como todas las personas del mundo las cargan.
Son dos agentes los que se han hecho presentes a la escena. Por la expresión en el rostro, es difícil asegurar si llevan diez días o toda la vida padeciendo de rabia. Si no hubiera tantos testigos, podrían desahogar su enojo con el primero que se les pusiera en frente. Pero con tantos ojos, tantos teléfonos inteligentes, tantas bocas flojas y calumniadoras, podrían reportarlos por abuso de autoridad y perder sus trabajos y en el peor de los casos terminar presos, si para su mala suerte les toca comparecer ante un juez incorruptible. Y por este mismo motivo se ven obligados a realizar su trabajo al descubrir que una de las luces traseras del auto de la mujer altruista está quemada. En caso de que se fueran sin hacer nada al respecto también podrían ser sancionados por incompetentes, si alguien va con el chisme. La mujer les da sus documentos. Ellos apuntan sus datos y los motivos de la infracción. Ella firma la multa. El semáforo se pone en verde.
Los otros carros comienzan a circular lentamente esquivando el de la mujer altruista , que todavía no ha alcanzado a alcanzarlo luego de la orden del oficial que fue más dolorosa que si le hubiera dado un puñetazo. Toda la demás gente se ha largado del lugar en cuanto vieron la cara de muchos enemigos que cargaban los policías. Uno de los agentes se toma la molestia de llamar, por el radio, a la sección de la policía a la que sí le compete la mujer que tiene el machete atravesado en el hombro izquierdo. Desde el radio se le informa que se le dará aviso a la ambulancia. Los policías se suben a la patrulla y se marchan. La mujer altruista hace avanzar su carro, frena un poco al pasar frente a la parte de la acera donde yace la mujer malabarista. De nuevo cruzan miradas, esta vez por más de dos segundos y sin pensar que las dos están pensando en lo mismo. La mujer altruista vira a la izquierda y se va para siempre. Nunca volverán a verse. Esto sí lo han pensado las dos al mismo tiempo, pero la mujer altruista ya está muy lejos, en la carretera, alcanzando los ochenta por hora, y tampoco habrá nadie que pueda confirmarles tan abrumadora coincidencia.
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ÍNDICE DE PALABRAS ALEATORIAS
*JORGE MERCADO (SAN SALVADOR, 1992) DESERTÓ DE LA UNIVERSIDAD CON LA CONVICCIÓN DE CONVERTIRSE EN ESCRITOR EN UN PAÍS DONDE LA LITERATURA “VALE VERGA”. ES AMANTE NO SECRETO DE LA LITERATURA GÓTICA, JAPONESA, FANTÁSTICA. ES DE LOS “PENDEJOS” QUE CREEN QUE EL CUENTO ES EL ARTE MAYOR DE LA LITERATURA. EN SUS RATOS LIBRES, QUE SON 24 HORAS AL DÍA, TRATA DE QUE NO FALTE EL BLACK METAL.