Presentamos «El Rey Bolo de Depp Sívar», un cuento del escritor salvadoreño Pedro Romero Irula, autor de relatos como «La divina providencia» o «Aquí viene la tiniebla», publicados en este mismo medio. Este autor forma parte de la muestra «Lados B: voces nuevas» de la Editorial Los Sin Pisto.
Maridaje recomendado: Un trago generoso del Guaro de los Guaros
Por: Pedro Romero Irula*
Conocí a un George Blues cuando aún vivía en la Escalón. Al final del pasaje había un parque diminuto. No tenía un solo árbol, solo columpios y subibajas y mesas de cemento y unas metas de fútbol también diminutas. Una malla lo separaba del barranco que daba a la quebrada y a la comunidad que ahí se había asentado. Esa gente, al igual que muchos animales, era invisible. El monte alto de las laderas del barranco cubría las champas como una ola. Solo por las noches, en medio de las cañas, se veían las luces de la comunidad. Así se comunicaban. En un código por todos aprendido, lanzaban señales con sus linternas. Qué podrían anunciarse era algo que nadie sabía. Resultados de partidos de fútbol, los cambios del clima, tal vez la llegada de enemigos. A veces se escuchaban risas de niños, pláticas de maitras y pleitos apagados, como si se tratara de grabaciones gastadas por el tiempo.
Lo único que podía verse en un claro entre el follaje era un pozo oscuro. El vigilante de la colonia nos decía que, en determinadas noches, del agua profunda salía una mano negra, cubierta de pelos, a cazar lo que pudiera y llevárselo a su cueva de terrores al fondo del pozo. Viejo cerote. Por meternos miedo lo despidieron. El pendejito de la casa 3, Sebastián se llamaba, le contó el cuento a su mamá, una vieja católica que le prohibía hasta ver tele porque todo lo juzgaba demoníaco. De inmediato corrió a la caseta del vigilante para putearlo a los gritos. Poco después lo despidieron. Lo vi escupir y hacer un gesto oscuro sobre el portón el último día que vino. Entonces la mamá de Sebastián, junto con la abuela y sus clones de la parroquia, reclutaron a un cura para que mojara la caseta con agua bendita y luego dirigiera un rosario ambulante que recorrió unas ocho veces el pasaje. Parecían viejas bolas que buscaban sin éxito sus casas en medio de la zumba e intentaban cantar juntas para no desanimarse. Empezó a llover y todas huyeron. En alguna reunión de vecinos, mi papá sugirió sustituir la valla por un muro de ladrillos, y aunque al principio la idea fue bien recibida, nunca pasó a más.
Un día que entrenaba a solas en el parque, le solté una patada demasiado fuerte al balón y salió disparado barranco abajo. Si dejaba perder esa pelota, mi papá me iba a reventar el culo a cinchazos, así que me preparé para empezar el descenso.
Escuché que desde abajo subían voces. Un par de siluetas se acercaban al pozo. Grité: se me fue la bola. Pasen la bola. ¡Balón! Un cuchicheo (o una brisa) recorrió la comunidad y se impuso el silencio. Las siluetas, ahora detenidas, me ignoraban. Volví a gritar. Escuché ruidos ásperos, como si dos personas movieran tierra. Emisarios del mundo invisible, como toda esa gente de la quebrada, felices de haberse ganado sin mayor esfuerzo mi pelota.
Ni siquiera lo pensé. Escalé la valla, trastabillé barranco abajo y me perdí bajo el techo de cañas y monte crecido. Al fondo las hojas muertas lo cubrían todo. El pozo era mucho más alto de lo que se adivinaba desde la altura de la colonia. Dos o tres niños de mi tamaño tendrían que pararse uno sobre los hombros del otro para traer agua. Un motor sonaba en lo profundo, como si una bomba prehistórica se encargara de abastecer de agua a la comunidad, como si la comunidad fuera el resto de un pueblo diezmado a través de los siglos, como si este agujero de Rich Sívar fuera el último reducto de un asentamiento gigantesco de una gente que conocía más de algún secreto sobre los ríos subterráneos del volcán.
Entonces vi mi balón. Un bolito intentaba tecniquear con él mientras chupaba con ganas de una botella de gaseosa que emitía un olor acre, impropio. A su lado, otro bolo de edad incalculable excavaba con una piocha casera y una pala medio rota. Este último me pareció más bien un rey. Era delgado y correoso, como si las fibras de su cuerpo estuvieran hechas de alambre. Tenía manos enormes y peludas que la tierra ennegrecía aún más.
Dejá de pendejear, le dijo al que tenía mi balón. Regresá esa pelota y vení ayudame. Vas a botar la pacha.
Permítame, es que ya agarré paja, se rio el bolo futbolista. Entonces levantó la mirada y me vio.
¡Hey, bicho, andate a la mierda! ¡Vos no sos de por acá!
El susto me golpeó tan de improviso que me mareé. Pero había descendido a esa grieta de Rich-Sívar en pos de mi balón y antes caería en mi aventura que regresar derrotado. El Rey Bolo dejó de cavar y se acercó.
Quitá, Churro.
El llamado Churro se apartó sin vacilar. Retrocedió un paso ante el Rey Bolo y plantó un pie (tembloroso) sobre mi balón.
¿Qué pasó, bicho? ¿Qué andás haciendo?
No me dejó contestar.
Esa pelota es tuya, va. Dásela al cipote, Churro.
Sí, don Blues, dijo Churro. Ya se la doy. Pero primero que nos ayude, va. Yo ya me siento bien pijiado. Este cipote está bicho, todavía aguanta.
No seás huevón, hijueputa. Dejá de estar metiendo al bicho en cosas que no son con él.
Entonces, cagado de miedo, pregunté si acaso estaban enterrando a alguien.
Churro tomaba un trago interminable del guaro rojizo de la botella y se atragantó. Escupió un rocío cochino sobre mí. No paraba de carcajearse mientras tosía con gran energía. El Rey Bolo entonces depositó, no hay otra manera de decirlo, su mirada sobre mí, y me pareció que una mano sabia, prieta, maliciosa pero justa, hurgaba en mis aposentos interiores, y si algo buscaba, entonces lo halló. Supe que ahora era un cómplice de los bolos.
No, bicho, no andamos enterrando a nadie. Pero tiene razón Churro, ya vi. Nos vas a ayudar, aunque sea un rato, a buscar un tesoro. ¿Podés usar la pala?
Yo no podía.
Vení, me dijo. Obedecí. Olía a guaro, por supuesto, pero debajo de la estocada del alcohol había otro aroma, distinto, de alguna manera familiar y reconfortante. En sus manos negras la pala se veía como un cetro. Me enseñó a excavar. Me dejó hacerlo por una media hora. Yo no sabía bien qué buscaba. El Rey Bolo me vigilaba desde el borde del pozo, atento al primer signo de haber encontrado su tesoro. Churro cabeceaba a la sombra de un árbol, derrotado por el guaro. Una correa de baba gruesa le asomaba por la boca. El Rey habló.
¿Cómo te llamás, bicho?
Le dije mi nombre. Lo sopesó un momento, como si decidiera si le había dado la respuesta correcta, y sacudió la cabeza. Era claro que no estaba sobrio, pero tampoco actuaba como los demás bolos.
Mucho gusto, me dijo. Sos buena onda. Yo soy George Blues.
Se puso a silbar y luego a cantar. Era una canción con muchos requiebros, prendida, y no necesitaba mayor elaboración que la voz bien templada del Rey Bolo George Blues, como si se tratara, ya bien pensado, de un conjuro, un salmo de protección de un pueblo de bolitos casi extinto. Y si se entonaba en la región precisa de Sívar (¿de esta pequeña grieta de Deep Sívar en Rich Sívar?), sucedían portentos.
¿Te cansaste, bicho?
Al contrario: ese canto me había fortalecido de tal manera que el hoyo era casi medio metro más ancho y más profundo. Me sentía capaz de taladrar los cimientos de la colonia hasta dar con el botín que tanto afanaba a mis nuevos compañeros.
Para nada, le dije, pero me iría mejor si supiera qué putas estoy buscando.
No había motivo para tirar una mala palabra, pero lo hice porque nada me impedía hacerlo. Sentí como una cosquilla. A pesar de todo, aún era tan solo un bicho estúpido.
Entonces George Blues, ese rey sobrenatural de Deep Sívar, tuvo a bien explicarme un par de cosas. En todo el mundo, en algún momento, debe haber alguna cantidad de personas justas. Un ejército de Jobcitos, gente tan buena y recta que serían capaces de llevar a Dios a litigio y ganarle la demanda. Y hay partes del mundo donde se necesitan más justos que en otras. El Salvador, por ejemplo. Centroamérica, incluso. Pero esta historia concierne tan solo a El Salvador.
El hermano de George Blues era uno de los justos. Era además un bolito, y uno más esmerado que el propio George. Caminaba con el Señor, fosforescía cuando chupaba y por donde anduviera llevaba la paz y el buen vacil. A veces se le mostraban visiones en sueños. Su reinado coincidió, sin embargo, con la guerra y las abducciones. Muchos bolitos que caían doblados en cunetas, quebradas y arenales desaparecieron. A otros tantos los mataron, claro, los atraparon y los torturaron y lo que quedó de ellos lo fueron a tirar a los acantilados de la Carretera del Litoral o a los baldíos calizos de Nejapa. Pero la flota de las abducciones se ensañó con ellos porque eran blancos fáciles para entrenar, y porque en sus patines y zumbas atestiguaban muchas cosas y porque nadie preguntaba por ellos.
Pero el Señor no iba a abandonar a su desgracia a los bolitos afligidos. Entonces habló con el hermano de Blues en sueños y le reveló la receta de un guaro salvífico, de alegre color dorado, muy sabroso además, que volvía a quien sea que lo tomara invisible ante los ojos de quienes quisieran hacerle daño. Entonces el hermano de Blues, rey de los bolos, se perdió en un escondrijo en lo más profundo de las fincas de café de las laderas del volcán, porque el Señor le había revelado que la rabia de la magia campesina que durante siglos dio guerra contra el mal, sería un buen fermento para el Guaro de los Guaros. Y cuando estuvo listo, iniciaron las peregrinaciones hacia la cueva del hermano de Blues, donde muchos bolitos probaron la Regia Bebida y se salvaron, y muchos entraron en los campos de un placer más allá de cualquier expresión, y quedaron, como se dice, directos, o guindados del palo, empatinados con un gozo que nadie podría quitarles. Ahora bien, los bolitos también sabían ser perversos y timadores y algunos empezaron a vender falsificaciones del guaro divino de Blues, al que le ponían cualquier cochinada, y por causa de esto murieron otros tantos.
Entonces el hermano de Blues montó en cólera, y encabronado como estaba maldijo al pueblo de los bolos y enterró las reservas del Guaro de los Guaros en un túmulo oculto en las laderas del volcán. Él mismo se esfumó de la faz de la tierra y lo que algunos cuentan fue que murió a manos del Enemigo en alguno de los operativos que hicieron los militares en las colonias obreras de Mejicanos y Soyapango, unos años después.
Eso estamos buscando, dijo George Blues, las reservas del Guaro de los Guaros, porque otra vez nos están desapareciendo. Claro y pelado te lo digo: a otros cerotes de la colonia del Churro se los llevaron hace menos de una semana. Estaban zopeando en la cuneta cuando les cayeron encima unas luces. Nadie da razón de ellos. Dicen que estaba lloviendo esa noche y que la tormenta arrastró una correntada que se los pasó llevando y que ahorita han de estar en alguna cloaca. Mis huevos. Esas cosas no pasan así.
Creo que está de más decir que ese día no encontramos nada en nuestras pesquisas. O nada útil, en todo caso. Fragmentos de ollas viejas, colones oxidados, huesitos de poco valor. Es obvio que la tierra había cambiado mucho desde los días del Rey hermano de George. De seguro la cueva donde había emprendido la gran obra del Señor en Rich Sívar se vino abajo con el terremoto, o la destruyeron cuando iniciaron la construcción de estas empinadas colonias de ricos (pienso en mis primos, en mis compañeros de colegio, en las viejas gordas católicas que marcharon por el pasaje), o la reventaron en los últimos años de la guerra, cuando una avanzada de la guerrilla peleaba en el volcán. O estaba en otro lado, muy lejos de aquí.
Cuando caía la noche, el propio Blues me llamó, me dio las gracias por mis servicios y me aseguró que seguiría buscando el Guaro de los Guaros. Le pregunté si podía quedarme con él y con Churro. Creí que se iba a reír, pero tan solo me dijo que me fuera mientras aún hubiera luz.
Había llegado al borde de la valla, por sobre el techo de monte, cuando una revelación se prendió en mi mente. Quizás era una corazonada arbitraria, pero a lo mejor era la última esperanza del pueblo de los bolos. Me volví y los llamé a gritos. Nadie me respondió. Escuché que algo caía al fondo del pozo, un objeto concreto y pequeño como una moneda o una piedra. Corrí hacia abajo sin ver nada, pero Blues y Churro ya no estaban. Todo lo que conseguí fue reventarme la trompa contra el borde del pozo.
Y mi teoría era esta: el tesoro del primer rey bolo de la dinastía de Blues ya había sido descubierto. Para nadie es secreto que esta ciudad de juguete creció como un cultivo de bacterias, sin mayor orden, como si la hubieran construido unos albañiles miopes en medio de una noche oscura de guaro y confusión. Y no me refiero solo a estas colonias a medio colgar de un barranco, sino además a las comunidades que se cuelan en las grietas de las viejas fincas cafetaleras. Pensé: el Guaro de los Guaros se ha derramado en la tierra y ha permeado el agua del pozo cavado por la comunidad vecina a mi pasaje. De ahí la capacidad de esa gente para ocultarse de nosotros y todo eso.
Pero pronto descubrí que tan sólo me estaba engañando, porque unos años después llegaron policías y cámaras de televisión a investigar la abducción de casi veinte habitantes de la comunidad. Y al rato escuché a mi papi decir que ni modo, que era necesario, que le había dicho a uno de sus amigos de la Fuerza Armada que hicieran algo al respecto de ese hijueputerío que cualquier día iba a subir a hacer destrozos al pasaje.
Y fue entonces, con un ardor insoportable, cuando supe qué había visto en mí el Rey Bolo George Blues, y por qué me permitió servirle toda una tarde, y que además nunca, nunca, podría terminar de expiar la culpa de los míos.
*Pedro Romero Irula (San Salvador, 1997): Narrador y estudiante universitario. Junto a Luis Contreras preparó y participó en la muestra de nueva narrativa salvadoreña “Lados B” (Los Sin Pisto, 2019). Uno de sus cuentos fue publicado en “Refugio asistido: letras en emergencia” (Los Sin Pisto, 2020, edición digital gratuita). Cuentos y artículos suyos han aparecido en diversas revistas digitales.