Presentamos nuestro séptimo y último cuento del III Especial de Halloween en Revista Café irlandés. En esta ocasión, Felipe A. García, autor de cuentos como “Paseo nocturno” y “¡Alabaré, alabaré!”, nos comparte “Esa maraña sobre su cabeza”.
Maridaje recomendado: Cerveza de calabaza (Cadejo)
Por: Felipe A. García*
Es que el Camilo estaba enculadísimo de la Pao. Desde siempre. Desde la primera mañana del curso preuniversitario, cuando ella tomó asiento en el pupitre frente a él y pasó las casi tres horas que duraba la clase contemplando su cabello. El instructor de la clase hablaba y hablaba, pero Camilo no le prestaba atención. Mientras aquel nerd fanfarrón explicaba las técnicas de estudio e investigación, Camilo sólo se imaginaba al lado de la Pao, abrazándola, acariciándole su irresistible cabellera castaña. Había quienes decían que sin ese pelo, la Pao, no hubiera sido ni por cerca la mitad de atractiva de lo que era. Era una versión femenina de Sansón a quien, si le cortaban el pelo, perdía toda su belleza. Mientras algunas de sus compañeras le envidiaban el brillo y la tersidad, sus compañeros se excitaban con la idea de jalarle ese pelo con fuerza mientras ella se las mamaba. Pero ella jamás lo hubiera permitido. Por muy enculada que estuviera de algún tipo, no dejaría que le maltrataran su cabellera. Cuidaba ese pelo más que a su propia vida. Desde niña. Y es que cuando tenía seis o siete años, jugando en el patio de su casa, se recostó en la grama sin darse cuenta que ponía su cabeza sobre un nido de arañas patas largas. Las arañas se esparcieron y se le subieron a la cabeza. Pao sintió las picaduras y trató de espantárselas con las manos. Cuando las primeras arañas cayeron al suelo, soltó un grito que advirtió a su mamá. Ella salió corriendo de la casa para socorrerla y, cuando vio aquellos bichos, buscó de inmediato el insecticidas y se lo roció en el pelo. Pao lloraba y lloraba. Su madre intentaba calmarla, pero era imposible estar sereno mientras le aplicaban veneno en la cabeza. Cuando creyeron que ya habían matado todas las arañas, le lavaron el cabello con mucho jabón para luego peinárselo. Pero para la mala suerte de ella, muchas de esas arañas se le quedaron enredadas. Por más que pasaba el peine, estas no se desprendieron. La mamá de Pao tomó unas tijeras y, sin importarle nada, cortó uno tras otro los mechones hasta que no quedó ninguna araña en la cabeza de su hija. Pao se fue a llorar a su cuarto, mirando de reojo aquel corte de pelo con el que terminó. Su mal corte fue motivo de burlas en el colegio. Tuvo que ocultárselo con gorras y sombreros hasta que le volviera a crecer. Cuando finalmente volvió a tener su cabello largo y lacio, se obsesionó con él al punto de convertirse en la típica niña fancy que se la vive en los salones de belleza, usando cremas y haciéndose tratamientos caros en el pelo. Por eso, incluso, habían cheras que la tenían por plástica. Pero eso la hizo atractiva. ¿Qué compañero no se la quería dar? ¿Quién no se la voló por lo menos una vez pensando en la Pao? Y siempre era la misma fantasía. Tenerla de rodillas, mamándoles la verga, mientras ellos hundían sus grasosos dedos entre aquella sedosa melena castaña para jalársela mientras la Pao gritaba de placer y dolor. Aunque lo niegue, Camilo también tenía esa fantasía, pero como lo que sentía por ella era algo más allá de lo sexual, lo negaba. Aquel la amaba tanto que se avergonzaba por tener esas fantasías con la Pao. Con el tiempo comenzó a convencerse él, a pesar de lo enculado que estaba de ella, que Pao no merecía su respeto. Ella lo tenía en la friendzone. Aquel se la pasaba viendo al vergo de cabrones topándosela mientras que él fingía ser un buen amigo al que no le importaba que otro se la estuviera cogiendo. Chillaba cuando llegaba a su casa. No tenía de otra que jalársela con esa fantasía. El último tipo con el que Pao salió antes de enfermar, no recuerdo su nombre, tal vez Jorge o José, qué importa, era un imbécil con ella. Una tarde, por ejemplo, después de clases, Camilo y la Pao discutían sobre una tarea en el campus cuando el tal Jorge o José llegó a buscarla. Interrumpió la reunión de trabajo zampándole un gran beso en la boca, por el que Camilo no tuvo más remedio que desviar la mirada. Se quedó sentado a la par de ellos, interrumpiendo a cada segundo intentando tocar a Pao, cuando de pronto él visualizó a lo lejos algo peludo. Un animal. Era pequeño. Pensaron que era algún ratón muerto o algo así. A los tres les invadió la curiosidad y trataron de aproximarse. “No parece un ratón”, dijo Camilo. Pao tomó por el brazo a Jorge o José para evitar que este se acercara al animal y lo tocara. Temía que este comenzara a moverse y corriera hacia ellos. “No”, le ordenaba. Pero el maje ese la ignoró y, con una risa burlona, tomó una rama del suelo para puyar al animal con intenciones de provocarlo. “No lo toqués”, gritó Pao asustada, temerosa de aquella criatura no identificada. Pero era tarde, el bromista de su novio golpeó al animal y este se movió. Entonces comenzó a desintegrarse. Esparcirse entre el suelo. No era un animal, eran cientos de aquellas arañas patas largas a las que Pao tanto le temía desde su incidente de niña. Pao gritó tan fuerte que llamó la atención del resto de estudiantes que se encontraban en aquel momento cerca. Dio un par de brincos en un intento por evitar que las arañas se le acercaran, se le subieran por las piernas y ascendieran por su cuerpo (en el peor de los casos llegaran hasta su cabeza y se le enredaran en el pelo). Saltaba, también, para caer sobre ellas y pisarlas. Camilo se molestó con el tal Jorge o José. Lo llamó pendejo por asustar a Pao y no haberla obedecido. “Sos un imbécil, pendejo”. Ambos comenzaron a reñir, a putearse. “Yo que culpa tengo de que a vos te tenga ignorado, cerote. Frienzoniado”, se burló de Camilo. Pao no se dio por enterada de aquel comentario, se había alejado todo lo posible de aquel lugar donde las arañas seguían corriendo. Camilo estuvo a punto de golpearlo, pero llegaron a separarlos algunos curiosos. Después de aquel incidente, Pao y el tal Jorge o José rompieron. Ella comprendió lo imbécil que era el tipo. Cuando le dio la noticia a Camilo este se alegró. Trató de consolarla y, torpemente, intentó seducirla. Pero su técnica era tan mala que Pao ni lo percibió. Esa misma semana del rompimiento, Camilio se emborrachó, se armó de valor y le escribió un mensaje a la Pao declarándose, pero para su desgracia ella lo rechazó. “No podía verlo más que como amigo”. Y a partir de aquella noche, aunque Camilo fingió seguir con la amistad, él se fue apartando poco a poco de ella. No podía verla más como amiga y no quería hacerse más daño de verla saliendo con otros. Al final de aquel ciclo, el segundo del tercer año de universidad, Camilo y Pao estaban distanciados. Ella siguió saliendo con otros compañeros de clases, mientras que él, en un intento por desquitar aquel amor frustrado, se fue a acostar con una puta que compartía ciertos rasgos con la Pao. Mismo color de piel, ojos y labios pequeños. Podrían hacerse pasar por hermanas y la gente lo creería, aunque lo único que las diferenciaba evidentemente eran sus cabelleras.
Faltaba muy poco para terminar la universidad cuando a la Pao le diagnosticaron cáncer. Y por absurdo que parezca, más allá del desgaste físico y el riesgo de muerte, cuando el doctor le explicaba el tratamiento al que se sometería, la única pregunta que Pao pudo formular fue si perdería su cabello. “Es muy probable”, respondió a secas el médico, pues para él, el pelo, era lo de menos. A pesar de los cientos de mensajes motivacionales que recibía a diario, la primera vez que Pao prefirió morir a seguir luchando contra la enfermedad, fue aquella noche después de su primera quimioterapia en que, mientras vomitaba en el retrete, pasó su mano sobre su cabellera y se quedó con un mechón enredado entre sus dedos. “La fe, esperanza u optimismo son la mejor cura”, le decían, pero ella no tenía ninguna de las tres. De un día para otro había perdido su tan amada cabellera. Y aunque eso no era lo peor, pues una mañana despertó con uno de sus dientes sobre la almohada, algo que seguiría ocurriendo a lo largo del tratamiento, su cabello seguía siendo lo que más le dolía. Perdió todos sus dientes al punto de comenzar a usar prótesis. Una blanca dentadura postiza ocupaba su boca y, trataba de ser optimista, decía se veía mucho mejor que sus verdaderos dientes, los cuales eran chuecos. Pero con el cabello no opinaba lo mismo. No encontraba peluca que remplazara su tan hermoso y cuidado pelo. Por más que se veía al espejo, no se reconocía con aquel cabello ajeno y tostado que tenía sobre su cabeza. Ni siquiera parecía real, le costaba creer que alguien lo donó para las asociaciones que velan por los enfermos de cáncer. Tocaba cada peluca y no sentía naturalidad en ellas. Más bien, tenía la impresión, que era algún material sintético o, en todo caso, una de esas pelucas de antes que se fabricaban con las colas de los caballos. Se resignó a la perdida de su pelo y decidió no usar ninguna peluca. Se cubrió su cabeza con una pañoleta y esperó a la muerte o su recuperación. Si se salvaba, trató de consolarse, su cabello volvería a crecer. Fue lo mismo que le dijo el médico al ver los resultados de sus exámenes poco después de concluir su tratamiento. Todo indicaba que había vencido el cáncer. Lo había superado como toda una guerrera. Estaban orgullosos de ella, pero a la Pao solo le interesaba el día en que su hermosa cabellera castaña volviera a crecer.
Tardó meses en comenzar a brotar. Un cabello tan fino y delicado que se caía con facilidad. Eran mechones rizados, nada que ver con aquel pelo liso que tanto presumió. Era, más bien, una maraña espantosa sobre su cabeza. Pao intentó de todo para arreglárselo. Aplicarse cremas, tratamientos de keratina o incluso pistoleados para recuperar el brillo y la tersidad de antes, pero que en esta ocasión sólo conseguía quemarlo y hacerlo caer. La Pao no volvió a ser la misma. No recuperó su cabellera. Era una Sansón derrotada. En un ataque de histeria, tomó las tijeras y se lo volvió a cortar para dejar de verse como la bruja esa que parecía. Camilo fue de las últimas personas que la vio con vida. Fue a visitarla dos o tres veces a su casa. Aunque se había distanciado de ella poco antes de su enfermedad, no ocultaba lo que sintió por ella y cuánto sufrió al enterarse del estado de salud de quien fue su crush. Su miedo a la muerte lo hizo reaccionar huyendo de ella, para no verla sufrir y, si por desgracia no conseguía sobrevivir al tratamiento, según él, sufrir menos por su pérdida. La primera visita fue poco después de haber terminado el tratamiento y ser declarada sobreviviente al cáncer. Pao quería darle una segunda oportunidad a la amistad entre ellos. Saber por qué él se había alejado de su lado, principalmente cuando más lo necesitó. Camilo le fue franco. Le explicó que después de que ella lo rechazara, lo que menos deseaba era fingir una amistad cuando por dentro se moría al verla con otros hombres. Él dejó de verla como amiga, porque su amor no era de amigos. Pao le pidió disculpas por no haber correspondido a sus sentimientos. Si existía una forma de compensarlo, ella lo haría. Dios le había dado una segunda oportunidad de vivir y no quería desperdiciarla. Tomó las manos de Camilo pero él las retiró. Ya no quería a Pao como antes. No estaba seguro a qué se refería ella cuando se ofrecía a compensarlo, no sabía si era una forma de pedirle que intentaran una relación a pesar de todo lo ocurrido, pero sí sabía que no era justo para ella comenzar algo cuando ya no la amaba como antes. Además, le confesó, llevaba un mes saliendo con otra chera. La Pao se quedó con las manos extendidas sobre la mesa en la que conversaban. Estaban en el jardín de su casa, tomándose un café mientras platicaban. Ella trató de ocultar la desilusión que tenía. Para Pao, el rechazo de Camilo, se debía a que después de la enfermedad ella parecía una bruja. Esa horrible maraña de pelo sobre su cabeza, esos dientes postizos, esa delgadez enfermiza y esas ojeras en el rostro. ¿Cómo se iba a sentir atraído él por el semejante monstruo que terminó siendo? Camilo intentó consolarla tocando esas manos rechazadas, vacías. Pero antes de alcanzarlas, de las tejas de la terraza, cayó sobre ellas una de las tan temidas arañas patas largas. Pao se asustó al verla pero, contrario a otros encuentros con aquellos insectos, no gritó. Camilo creyó que en cualquier momento Pao se levantaría de la mesa y saldría corriendo, pero no fue así. Se quedó donde estaba, contemplándola. Después de sobrevivir a la muerte, era absurdo temerle a un animalito tan pequeño. Alzó la vista al techo de la terraza y descubrió un nido de aquellos animales. Todos amontonados en la teja, dando la impresión de ser una enorme bola de pelos. “No me había dado cuenta que estaban ahí”, dijo Pao con mucha calma, como si nunca les hubiera sentido terror. Camilo no pudo quedarse más con ella. Tan pronto terminó su café, se despidió y se fue. No volvió a verla hasta una semana antes de su muerte. A la Pao le habían diagnosticado metástasis. Fue sometida a una operación, además de más tratamientos de quimioterapia, pero todo indicaba que de esta batalla no saldría con vida. El médico la desahució. Lo mejor que podía hacer era disfrutar, si es que eso era posible para una persona con una enfermedad en etapa tan avanzada, de sus últimos días. Volvió a llamarlo para despedirse de él. Lo citó en su casa al anochecer. Los padres de la Pao, con un aspecto más muerto que el de su propia hija, lo dejaron pasar a la habitación de ella. Antes de entrar recordó aquella ocasión, para una de sus primeras visitas cuando comenzaban la universidad, aquel escándalo que hizo el papá de la Pao cuando se enteró que él había estado dentro del cuarto de su hija. “Si no hacíamos nada malo, papá. Sólo somos amigos”. Como todo padre sobreprotector, no le gustaba la idea que un muchacho se fuera a encerrar con ella a solas en su cuarto. Pero ahora eso no importaba. ¿Qué putas iba a hacer ese chico con una moribunda? ¡Qué más daba si se le metía al cuarto y cerraban la puerta! Pao estaba recostaba en la cama, con la espalda apoyada sobre la cabecera de esta. No tenía más que su lámpara de noche encendida, brindándole a la habitación una apariencia tenebrosa. Si no lo pensó la primera vez que la vio después de su primer diagnóstico de cáncer, aquella tarde en el jardín de ella, ahora sí lo hizo. Pao parecía bruja. No se atrevió ni siquiera a saludarla de beso cuando la vio tan demacrada, con esa maraña horrible de pelo en su cabeza. Tomó asiento en la silla que habían dejado para él en el cuarto y comenzaron a hablar. Camilo no resistía las ganas de llorar, pero logró controlarse. Cuando finalmente se despedía de ella, se armó de fuerzas para darle un beso en la mejilla y, lo más probable, un último abrazo. Pero Pao no quiso despedirse así. Con las pocas fuerzas de su cuerpo, lo tomó por el rostro y le dio un beso como los que él había deseado antes, metiéndole la lengua hasta su garganta, provocándole ganas de vomitar. Camilo intentó apartarse pero ella no se lo permitió. No quería usar la fuerza porque sabía lo delicada de su salud y no quería hacerle daño físico y menos emocional. Logró apartarse de Pao, pero no fue suficiente. Ella se levantó de la cama, se lanzó al suelo y, con prisa y mucha precisión, comenzó a desabotonarle el pantalón para bajárselo y mamársela. No pensó que aquella escena podía ser más repulsiva, hasta que vio cuando la Pao se retiró de la boca aquella dentadura postiza que traía para, según ella, chupársela mejor. De nuevo deseaba apartarla de él, pero era difícil hacerlo sin provocarle daño. Pao lo tenía preso de las caderas con sus manos, las cuales a pesar de verse tan esqueléticas, ponían toda la fuerza que tenía. Quería huir, pero no pudo. Lo único que pudo hacer fue esperar que aquella moribunda terminara de violarlo. Por muy retorcido que pareciera, Camilo recordó aquella fantasía que tantos de sus compañeros tuvieron cuando la Pao era esa chica de cabellera envidiable a quienes todos se querían coger. Y aunque ella ya no era ni la mitad de bella, y su cabello era esa maraña sucia que daba miedo tocar, por un momento Camilo se olvidó de eso y, tal como alguna vez soñó, metió sus manos entre esas greñas con la intención de jalarle los pelos mientras ella se la mamaba. Al hacerlo, al estrujarle el pelo hasta hacer un puño con sus manos, sintió con estas que algo crujió. Retiró sus manos y, cuando contempló sus palmas, encontró decenas de las arañas patas largas muertas. Las arañas se esparcieron de la cabeza de Pao. Se le subieron por las piernas a Camilo y, las pocas que quedaron con vida en sus manos, ascendieron por sus brazos. Empujó a la Pao para apartarla y comenzó a sacudirse a las arañas del cuerpo. Sintió el cosquilleo de sus patas por la piel. Se le erizó el cuerpo. Se dio de manotazos para retirárselas, pero sentía que nunca se las lograba sacar. Se puso de nuevo los pantalones y abandonó el cuarto corriendo, sin dejar de palmearse el cuerpo para asegurarse que ninguna araña quedara en su piel. Aunque ya no tenía ninguna, el cosquilleo seguía presente. Pao se quedó llorando en el suelo. Camilo salió del cuarto y cerró la puerta de este, encerrando a la moribunda con sus arácnidos, los cuales corrían de un lado a otro. Bajó las gradas y abandonó la casa sin dirigirle la palabra a la familia de ella, quienes lo observaban sin saber qué estaba ocurriendo. No volvió a saber nada de Pao hasta que falleció. Ahí nos lo encontramos. Ahí me contó todo esto, después de llorar frente a su ataúd. Vieras qué bonita se veía, pese a todo, acostada en el féretro, con esa peluca que le pusieron, que aunque no la hacía lucir ni la mitad de hermosa de lo que alguna vez fue, al menos no se veía con ese aspecto de bruja que esa terrible enfermedad le dio.
*Felipe A. García (San Salvador, 1991) es autor de las novelas “Hard Rock” y “Diario mortuorio”, publicadas en el 2018 por la Editorial Los Sin Pisto. Desde el 2019 realiza Stand Up Comedy con el grupo Comedia ES.
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