La bailarina

Maridaje recomendado: Pacamara en Chemex

Por: Daniel Olmedo* 

Foto de portada: Zdzisław Beksiński, Untitled, ca.1969,

Muzeum of Beksiński in Sanok, Poland

Nunca le interesó el arte. Entró al museo por obligación turística. Recorrió con indiferencia sus pasillos, hasta que llegó a la estancia de aquellas pinturas. Los retratos le parecieron curiosos. De vez en cuando se detenía frente a algún cuadro, leía la información del cartel, pero inmediatamente lo olvidaba. Así se pasó la tarde, hasta que la vio.

Fue la guardia de seguridad quien interrumpió su trance. Le dijo que el museo estaba por cerrar. Cuando salió ya era de noche. Pasó petrificado frente aquella pintura por horas. Una extraña inquietud se sembró en él. Esa noche, en el hotel, comenzó su insomnio.

Su mujer lo recogió en el aeropuerto. Ella pensó que su silencio se debía al viaje. Prefirió dejar el anuncio de su embarazo para el día siguiente, cuando él ya hubiera descansado.

Pero cuando le dio la noticia de que iba a ser padre, le entristeció su reacción, o más bien la falta de esta. Trató de convencerse de que era normal, pues algunos hombres se asustan frente a la paternidad.

Pasó la semana y él siguió imbuido en su silencio. Cuando ella regresaba de trabajar, lo encontraba acostado en la misma posición en que lo dejaba por la mañana. Tuvo que inventar una enfermedad cuando el jefe de su esposo apareció en la puerta de la casa. Estaba preocupado. No se había presentado a la oficina desde su regreso del viaje. No contestaba ni las llamadas. Intentó contener lo inevitable asegurándole que la próxima semana estaría mejor y volvería a trabajar. Tres semanas después, recibió la carta de despido. Ella intentó levantarlo de la cama con gritos y súplicas, pero nada lo sacó de aquella extraña melancolía.

“Está deprimido”, se insistía ella. Pero se negaba a buscarle ayuda a su esposo. Le daba miedo confirmar alguna locura. Prefería el placebo de la ignorancia.

Pasaron los meses. Comenzó a alejarse de su familia para evitar las preguntas y conjeturas sobre la inutilidad de su marido. Asumió su nueva realidad con resignación. Estaba dispuesta a criar a su hija y cuidar de su marido enfermo ella sola.

Una mañana despertó sola en la cama. Lo encontró en la cocina preparando el desayuno. A pesar de su sorpresa, no quiso pedirle explicaciones. Probablemente su mente comenzaba a sanar y temía decir o hacer algo que moviera algún hilo delicado que interrumpiera su proceso de curación. Finalmente habló. Él le propuso que salieran de compras. Tras tantos meses de dolor, ella sintió esperanza.

Recorrieron el centro comercial. Parecían una pareja normal, aunque él seguía enfrascado en su silencio. Pero sólo haberlo sacado de la casa era un avance reconfortante para ella. Él se detuvo frente a la vitrina del almacén. Había un maniquí vestido de balletista. “Llevemos ese tutú», le dijo.

El arte nunca le interesó, y menos el ballet.

***

Habían pasado casi dos días sin que cesara la música a todo volumen en la casa de la pareja. La vieja del 5-E sintió cierta pestilencia cuando se acercó a reclamar, y le insistió a su hijo que avisara a las autoridades.

La casa estaba oscura. Húmeda. El primer agente que entró respiró la pesadez del aire coagulado y desenfundó su arma. Gritaron anunciando su presencia, pero nadie contestó.

Adentro se escuchaba la música aún más fuerte. Era un piano simple y siniestro, como el de una caja musical. La puerta de la habitación principal estaba entreabierta y de ella salía una luz. En su interior el hedor era más intenso. El suelo estaba pegajoso. El más joven de los policías aplastó una bolsa gelatinosa. Encendió la linterna y vio que entre la viscosidad que pateaba se asomaba una mano diminuta.

Al pie de la puerta había una mancha oscura e irregular. Al acercarse descubrieron que revuelto en el lodo sanguinolento había un mata larga y enredada de cabello negro. Entraron en la habitación y vieron al monstruo.

Estaba acostado con la espalda al suelo. No podría decirse que con la vista hacia arriba, pues en esa cabeza calva y azul no habían ojos, nariz ni boca. Sólo se descubría una oreja. Donde debía estar el rostro había una mezcla desordenada de nudos, costuras y capas de piel sobrepuestas. El monstruo tenía los brazos extendidos en el charco de sangre, y sobre su pelvis había un hombre sentado. Trabajaba algo sobre el cuerpo de la criatura.

Cuando notó la presencia de los tres agentes no se alteró. Vio como le apuntaban, y volvió a su hilo y aguja.

Donde hubo senos, solo habían costuras y piel arrugada. El torso azul del monstruo lo cruzaba una enorme cicatriz en una especie de zeta irregular. El hombre terminaba de cerrar la parte inferior de la letra a la altura del vientre. Parecía una cesárea cerrada con puntos grotescos y aficionados.

Más tarde la vieja del 5-E contó a la prensa cómo, cuando metían a su vecino en la patrulla, forcejeaba y suplicaba que lo dejaran terminar su obra.

Los otros dos agentes dejaron al más joven custodiando la habitación. Se quedó solo con la criatura. Esta yacía en el suelo, con el tutú a la altura de las rodillas. La veía y sentía que, a pesar de las costuras que la cegaban, ella también lo miraba a él. Se arrodilló sobre el charco de sangre y con delicadeza le subió el tutú a las caderas.

*Daniel Olmedo (Buenos Aires, 1977). No es escritor. Lo ha intentado en más de una ocasión, pero no lo ha logrado. Es abogado, y vive de ello. En 1998 ganó el segundo lugar de la rama de poesía en los Juegos Florales de San Miguel, con el poemario Veinte poemas de todo un poco y una bomba bayunca. Es su única presea literaria (y no literaria). Lee de todo, y envidia a los autores que lee.

3 respuestas a “La bailarina”

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