Maridaje recomendado: Café
Por: Kelly Iraheta*
Foto de portada: Premonición (1953), Remedios Varo (1908 – 1963)
“Que todos provenimos de una rueca, todos somos hilos que se enrollan en la vida de alguien más”, vaya tontera. Las abuelas dicen cualquier cosa para que una se sienta confortada en esta vida miserable. No le creí entonces, no le creí… hasta ayer. Vivía con mi abuela porque ya estaba harta de la ciudad y de la gente con sus sacos negros, sus prisas y sus maletines atascados de papeles y frustraciones. La ciudad me empujó lejos.
El pueblo de la abuela es de los pocos que aún tienen bosque, tupido, lleno de todo el verde que puede ser soportable. La única función del bosque: ser, estar, parecer y embellecer. Me fui ahí sólo para no quedarme escuchándola otra vez. Era tarde y tenía la idea de que era mejor que la noche me encontrara en el seno de ese lugar antes que sentada frente al fogón. Ya no quería estar con la vieja ni renegando sobre mi vida. Sí, he renegado porque seguro en mi otra vida fui una mierda y en esta las estoy pagando: sin trabajo, sin el amor de un hombre, sin un gato… ¡Sin ni siquiera un triste gato! Eso por lo menos me haría una soltera “en forma”.
Caminé, entonces, sin reparo. Iba en sandalias. La luz ámbar ya se andaba colando entre las ramas, pero no me detuve a verla, sólo caminé con la cabeza inclinada y las manos en los bolsillos del pantalón de pijama que se me había pegado a la piel desde hace como una semana. Después de andar y andar sin ver a dónde me di cuenta de que el suelo ya no me era familiar, ya no eran hojas secas, ni tierra, ni piedras: eran ladrillos.
Me detuve.
Arranqué la vista como cuando se quita la etiqueta de un frasco y me di cuenta de que estaba parada sobre un sendero. Estaba construido prolijamente, sin equivocaciones. Era largo y llevaba a algún lado civilizado, creí. Lo seguí y retomé mi paso. Llegué a lo que se suponía era el final sólo que empalmaba con unas gradas, igual de prolijas, igual de limpias e igual de calladas. Ahí no había vida. Bajé sin miedo, pero refunfuñando porque, seguramente, ya habían comenzado a urbanizar el bosque y se me revolvía todo al pensar en aguantar a más gente en este lugar.
Yo ya no era sólo Leila caminando, era Leila en el centro de una pequeña plaza.
Ahora sí estaba viendo hacia arriba. Esa plaza estaba rodeada por tres pequeñas edificaciones que no superaban los 2.5 metros de altura y eran iguales entre sí: heptagonales, técnica de ladrillo desnudo, techos de teja, una ventana, un humano dentro y el ámbar de las 6:00 pm que se les iba escurriendo por el lado derecho. Alguien encendió las tres luces de cada ventana.
Tres ventanas, tres humanos ataviados con los trajes que odiaba.
Volví a ver a mi derecha. A esa hora ya no logro distinguir nada sin mis lentes, pero hice un esfuerzo magistral para hacerlo bien. En esa torre estaba el primer humano. Estaba sentado frente a una mesa y sacó un maletín. Puso la valija sobre la mesa y deslizó el seguro para que la lengüeta se fuera hacia atrás. Quedó abierto. De ahí es de donde comenzó a salir lo que parecía una hebra de color dorado muy tenue. El humano se acomodó, puso las palmas hacia arriba y el hilo llegó hasta ellas, como si tuviera vida propia. Él fue pasándolo despacio. Su rostro estaba serio e impávido. Como con las lozas: él no tenía vida. Noté que cuando pasaban por sus manos tomaban más brillo. Los ojos me estaban fallando; pero el oído, jamás. Había un sonido, el sonido de una rueca. Lo dejé en su faena.
Recordé a la vieja.
Volví a ver al frente. En esa torre estaba pasando lo mismo, pero hubo una diferencia abismal: el tipo de esta vez estaba riendo a carcajadas, sin pena. A la rueca se le sumaba la risa, una muy familiar. Válgame, pensé, ese tipo se parece a Miguel Ángel. No parece: era él. No pude evitar reír bajito y reconocer que con el tipo que me abrazó con sus 1.85 mts. había pasado grandes momentos, todos llenos de carcajadas. Unos más intensos que otros.
Miguel Ángel fue mi primer amante.
Más por vergüenza que por otro motivo dejé de verlo, pero sobre todo porque comencé a sentir que algo iba subiendo por mi tobillo derecho. Hilo, subía hilo. Este se había deslizado desde la torre uno y se me estaba enrollando en el tobillo. Sacudí el pie, no funcionó. Lo hice con más fuerza y como andaba en sandalias lo único que provoqué fue perder el control y caí sentada. La sandalia salió volando, pero no presté atención a eso. Traté de agarrar el hilo, forcejeé con él. Mis manos fueron hechas de papel mojado: son inútiles y me lastimo con facilidad. Me herí en la pelea.
Me descuidé del pie izquierdo y ya tenía hilo enrollado en él.
Repartí mis esfuerzos en cada uno y al estar luchando volví a ver a la tercera torre. En la número tres, la que estaba a mi poniente, el tercer humano hilaba rápido. La acción era casi similar, pero en esta ocasión el tipo le gritaba al hilo. Obviamente, aquello era inútil. La voz tronadora era la de Ernesto. La actitud prepotente militarizada era la que le enseñó su papá. A Ernesto no tuve el valor de verlo, me trajo a la mente la única vez que me golpeó hasta romperme el pómulo. No, a ese recuerdo no quería volver.
Más tardé en pensar en todo eso y la hebra proveniente de la tercera torre estaba ahogándome.
Los pies se me estaban durmiendo, pero traté de forcejear ahora con el hilo que tenía en el cuello. Voy a morir. Pies dormidos, imágenes borrosas, el aire me estaba faltando y atontando. Me terminé de desplomar en las lozas. Caí boca arriba y comenzó la película de mi vida de la que tanto hablan cuando ya vas a morir. Recordé a Juan Luis. Él era el músico impávido, convertido en hilo, que tenía enrollado en el pie derecho. Sonreí.
Mi vida era corta: tres episodios y nada más.
La luna estaba encumbrada ya y me iluminaba como reflector. Los tres humanos seguían en su labor y yo seguía tirada como el hombre de Vitruvio en el centro de la plaza con los pies adormecidos. El cuello estaba tranquilo, el hilo apretaba, pero no estaba asfixiando más. ¿La luna está tan lejos como dicen? Porque desde donde estaba bien podría pararme con impulso y golpearme la cabeza. La abuela tenía razón, las ruecas producen hilos fuertes. No hay forma de salirme de ellos.
Traté de levantarme, pero ya no tenía fuerzas.
Los tres humanos se asomaron, me vieron. Fue el primero, Juan Luis, quien habló.
—Ya basta, ¿sí?
—¿De qué? —pregunté.
—De seguirme, Leila, de seguirme.
—Está bien.
Se soltó el hilo derecho.
Miguel Ángel tomó aire después de una carcajada potente, se limpió los ojos y me interpeló:
—Ya basta, por favor.
—¿De qué? —volví a preguntar.
—De llamarme, eso sí no es gracioso.
—No te llamo más.
Se soltó el hilo izquierdo.
Ernesto estaba gritando en alemán. Bueno, supuse porque reconocí palabras como: “bitten”, “drücken”… “das all”. Algo así.
—¿Quieres espacio? —le pregunté.
—Sí, Leila, estoy harto de que vengás a casa.
—No voy más —afirmé.
Y al irse esas palabras al viento se fueron los hilos también. Pies sueltos, garganta liberada, me quedé acostada por unos momentos hasta que estuve consciente de que ya nada me detenía en el suelo, que podía volver a controlar mi cuerpo. Me incorporé. Me sacudí. Ahí me percaté de que apestaba y que era hora de bañarme. Busqué la sandalia que voló y juré ponerme aquellas zapatillas que la abuela me regaló de color negro con una flor al frente y que ella disfrutaba verlas en mis pies. ¡La abuela!
Al volver la vista, las luces estaban apagadas ya. No vi a nadie en las tres torres. Di la vuelta y regresé por el sendero de lozas meticulosamente ordenadas y recordé que tengo un verdadero desorden en mi cuarto. “Debo buscar el control de mi vida», pensé. Caminé hasta la casa y ya se perfilaban las 8:00 pm. Antes de tocar a la puerta, el aroma a café se le escapaba por las hendiduras a la casa. “Qué rico”, dije. Toqué y Antonia abrió. Antonia era la abuela.
—¿Qué tal el viaje? —preguntó.
—Raro —le dije.
—Pero, ¿cómo te sentís?
—Liviana —afirmé.
Sus morenas manos sacudieron de mi hombro residuos de hilos.
—Pasá, hay café.
*Kelly Iraheta es locutora desde hace 20 años, docente desde hace 15 y comediante desde hace 4 años. Capitalina y cafetera empedernida. 1. 50 mt de puro resentimiento y 204 libras de amor propio.
Una respuesta a “Hilos”