Los sonidos de la periferia

Maridaje recomendado: Café

Por: Julio Orellana*

El frío se sentía por todas partes. No era común esa clase de temperaturas, pero Juan Carlos Vásquez no podía evitar frotarse las manos a cada rato. Ni él ni su esposa, Carmen de Vásquez, estaban en la labor de seguir tolerando este tipo de climas. Juan Carlos se sentó rápido en la mesa esperando que Carmen sirviera la sopa. A la de edad de 60 años, el fiel esposo nunca se había sentido tan cansado y adolorido en los huesos como ese día. Cuando el reloj dio las ocho de la noche, ambos empezaron a rezar por los alimentos. El ritmo con que decían la oración era consistente y firme. Tanto así que la bendición hacia la sopa rebotaba en las paredes de la casa, lo que generaba que se escuchara por todo el lugar. Después de la cena, ambos se dirigieron hacia sus rutinas nocturnas: Carmen lavando la olla y los platos, mientras que Juan Carlos estaba viendo el noticiero.

Ya era la una de la mañana y Juan Carlos se había quedado dormido con el televisor encendido. No era la primera vez que lo hacía, era una cosa bastante común en él. Carmen nunca le avisaba cuando ella se iba a dormir para no interrumpir su sueño. Él podía ser algo gruñón cuando lo despertaban y era mejor evitar tener que pasar por dicha situación tan desagradables. A esa hora, el terrible viento que soplaba era estruendoso. Se escuchaba como una lluvia de gritos graves que venía en olas. Una de esas corrientes de aire arrojó una rama y quebró una de las ventanas de la sala donde estaba Juan Carlos. El susto fue grande y él no pudo evitar sentirse enojado por despertar de esta manera. El ruido del viento estaba siendo más fuerte y hacía que la casa rechinara de una manera que incomodaba a Juan Carlos. La televisión seguía encendida, así que se paró, apagó el televisor y decidió salir un rato de su casa. Él quería ver el espectáculo que estaba destruyendo su paz nocturna. En frente de sus ojos estaba el gran terreno del cual él era dueño desde 1995, año en que logró comprar la tierra y pudo construir la casa en que ahora vivía.

La noche convertía el terreno un lugar desconocido, incluso un poco aterrador por la constante soledad que se percibía. A lo lejos, se podía vez la luz de una lámpara que Juan Carlos puso para que pudiera tener una referencia de dónde se ubicaba dentro del terreno si le tocaba entrar en él. El viejo esposo caminó un metro de su casa y vio cómo a su alrededor los árboles bailaban al ritmo del viento. Esas figuras negras parecían querer despegar sus raíces y moverse a otro parte. Para Juan Carlos, este show de la naturaleza no le gustaba. Sin embargo, quería ver que su casa estaba bien y empezó a dar vueltas alrededor para ver que no hubiera daños ocasionado por el fuerte viento.

El único sonido que existía en el campo era el viento hablando mientras chocaba con las ramas de los grandes árboles danzantes. Sin embargo, otro sonido se interpuso en medio de todo. Un sonido agudo, como si fuera un grito de dolor. Juan Carlos paró y no movió ningún músculo más. Quería estar seguro de la fuente de dónde provenía el grito agudo. Él esperaba que hubiera otro grito, pero solo se escuchaba el mismo sonido del viento. Empezó a mirar hacia la oscuridad infinita del bosque que estaba enfrente de él y que solo era separado por ese campo árido. Fijó su mirada como si quisiera ver los ojos de alguien… o de algo. El grito lleno de dolor se volvió a escuchar ahora más fuerte. Para Juan Carlos, sus sospechas se habían confirmado y solo empezó a correr hacia la puerta de la casa. Al mismo tiempo, escuchaba el sonido galopante de un animal que corría rápidamente. El viejo de 60 años logró entrar a su casa. Se encontraba agitado mientras aseguraba cerrar la puerta principal y trasera de la casa. Tanta acción para el viejo lo había agotado. Lo que provocó que empezara a toser demasiado, pero inmediatamente sintió una brisa de viento frío. La ventaba aún tenía ese hoyo provocado por la rama. Juan Carlos pensó que esa bestia se podría meter por ahí. Se dirigió a la bodega de su casa en busca de madera. En su cabeza solo tenía la idea de que esa cosa estaba cerca de la casa. Agarró toda la que pudo y se dirigió hacia la ventana. Empezó a clavar la madera de la forma más rápida posible.

No podía evitar jadear y respirar de manera alarmante. Entonces, escuchó la pregunta:

—¡Juan!, ¿qué está pasando? ¿Qué haces con tanta madera?

— …Regresá… a… la… habitación… Está peligroso… allá afuera…

A Juan Carlos le costaba hablar por el exceso físico que había realizado. Sentía los latidos de su corazón en el cuello, casi como que algo quería reventarse por dentro. Quería tragar saliva para poder hablar, pero su boca y garganta estaban seca. Carmen solo veía a Juan Carlos de una manera extrañada y preocupada.

—¿Qué estás diciendo? ¿Qué hay allá afuera?

Más calmado, Juan Carlos responde de la manera más clara posible:

—Vos solo escuchame, tenés que regresar a la habitación y buscar mi machete. Debe de estar ahí dentro de mi gaveta donde tenemos guardado las demás herramientas…

Carmen no dudó. Ella siempre había confiado ciegamente en lo que decía Juan Carlos. No tenía intención de refutar o cuestionar la situación. Subió de nuevo las escaleras lo más rápido que pudo en busca del machete. Mientras, Juan Carlos empezó a ver por todas las ventanas si la bestia seguía por ahí. Alarmado y más instintivo que nunca, él se movía de un lugar a otro. Sus ojos trataban de descifrar aquella oscuridad eterna. Pero solo escuchaba el mismo sonido del viento. Entonces, escuchó el sonido de unos pies caminando sobre el techo. Acto seguido, unos golpes en el mismo techo se empezaron a escuchar. Toda la casa vibraba ante la violencia. La bestia quería entrar como diera lugar. Juan Carlos sabía que ese viejo tejado no iba a aguantar todo esos golpes. Un estruendo seco se escuchó en la segunda planta. La voz de dolor y de muerte se escuchó por parte de Carmen. Juan Carlos quedó tres segundos paralizado antes de poder reaccionar. Subió las escaleras y llegó hacia su habitación. Ahí la vio: estaba tirada en el suelo, en medio del charco de su propia sangre, con los intestinos derramados y flotando en una corriente roja.

Juan Carlos, puesto en rodillas, ve cómo Carmen tiene sostenida el machete y pensó, en ese momento, que nunca tuvo que dejarla a su suerte. Ve hacia arriba y observa el agujero en el techo que hizo la bestia. El sonido agudo lleno de dolor volvió a escucharse en el aire. El frío era molesto, pero aún en contra del entumecimiento de los músculos, Juan Carlos se levantó y se acercó a Carmen. Las lágrimas de dolor siempre son difíciles. Pero para él, que nunca había sido de los hombres que lloraban, se volvió una agonía. No había forma de expresar lo que sentía. Miró hacia a la izquierda y vio una foto donde estaba Carmen y sus hijos afuera de la casa donde antes vivían. Recordó exactamente el momento en que decidió partir de ahí, partir de la maldita ciudad. Porque la noche en que tomó la decisión de irse era igual de fría a esta. Era claro para Juan Carlos que, por la seguridad de los hijos, había que huir de esas bestias que nacían y maduraban en medio de las calles. En ese entonces, las criaturas estaban fuera de control con las continuas matanzas que realizaban bajo cada noche. Ni las autoridades ni el gobierno tuvieron la fuerza o la voluntad para detenerlos. Por lo jóvenes que eran sus hijos, Carmen terminó de aceptar la propuesta de Juan Carlos de irse a las afueras de la ciudad y vivir en la periferia, un lugar alejado de los problemas de la urbe y que garantizaría la paz que buscaba para todo la familia. Un tiempo después, los hijos se fueron de la casa a hacer sus vidas lejos de este país olvidado. Pero para Carmen y Juan Carlos significaban la paz que nunca encontraron en la ciudad. El dulce sueño parecía que no podía ser robado.

Pero a veces, no se necesita de mucho para que los sueños se vuelvan pesadillas. Con el cuerpo de Carmen en frente de sus ojos, con la sangre escapándose entre sus dedos, un arrebato de cólera hacia la bestia nació. Su realidad era una pesadilla y esta era que la bestia se encontraba merodeando y esperando el momento oportuno para atacar. De forma impulsiva, Juan Carlos agarró el machete y se dirigió hacia la primera planta. Él sabía que no había tiempo para pensar, solo para actuar. Salió de la casa de una forma brusca y así se dirigió hacia la tierra árida que separaba su casa del bosque oscuro.

Miró hacia el techo y ahí vio a la bestia. Parada y mirando fijamente con sus ojos amarillos a Juan Carlos. La luz de la luna revelaba las líneas negras que cubrían un cuerpo que aún conservaba algo de humanidad, algo que la bestia había perdido hace mucho tiempo. Juan Carlos, cuando lo vio, solo recordó todas esas historias que escuchó sobre estas criaturas que viven en la periferia de la ciudad pero que siempre se negó a creer. Que solo pasan reptando en medio de la tierra y dentro de los barrios perdidos de la gran urbe. Lo veía y aún no podía creer que estas fuerzas malvadas pudieran contaminar los bosques de paz que él tanto atesoró y disfrutó. No podía creer que habían llegado hasta la puerta de su hogar.

Cuando la bestia dio un salto del techo y tocó el suelo, Juan Carlos sentía el corazón en su garganta. Frente a frente a algo inimaginable y que no pensó que llegaría a ver en su vida. La bestia empezó a correr a grandes trotadas hacia Juan Carlos. Él saca rápido el machete de su mango y lanzó hacia la bestia. El filo del machete había atravesado la dura piel de la bestia, pero no parecía inmutado o que sufriera dolor. Juan Carlos miró esos ojos amarillos y seguía viendo la misma oscuridad que yacía en el monstruo. Él empezó a sentir más frío de lo habitual, miró hacia su abdomen y ve cómo las garras de la bestia habían atravesado su frágil abdomen. La bestia sacó sus garras y en eso él ve varias de sus tripas desbordarse sobre el suelo.

Juan Carlos se tiró al suelo al sentir entre sus manos la sangre y los órganos escurriéndose entre sus dedos. La bestia sacó el machete incrustado en el costado de su cuerpo. La sangre rojo del ser también corría por el suelo. Su instinto le indició que tenía que correr hacia el oscuro bosque a sanar su herida.

El viejo y cansado Juan Carlos solo veía hacia el cielo mientras escuchaba el canto del viento chocando con los árboles. Lágrimas salían de sus ojos: su esposa estaba muerta, él estaba a punto de morir en medio de una tierra aislada. No podía dejar de llorar por la herida, pero él solo oía el viento golpeando los árboles. Los sonidos que se producían en la periferia eran más fuertes que su llanto.

*Julio Orellana (San Salvador, 1994): Ya egresó de su carrera y aspira poder estudiar escritura creativa en el extranjero. Le gusta la ciencia ficción, fanático del horror sobrenatural y escucha música de los 80’s todos los días.

3 respuestas a “Los sonidos de la periferia”

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