Maridaje recomendado: Vino
Por: Héctor G. Guerrero*
1
A pesar de haber sucedido hace más de tres décadas, no hay día en que los habitantes de San Ignacio no recuerden, de una u otra forma, cuando conocieron el verdadero terror.
Los supervivientes siguen discutiendo sobre lo que vieron y haciendo conjeturas más o menos racionales, en un intento por darle un sentido lógico a lo ocurrido. Pero lo que sucedió esa noche no obedeció a la lógica humana, y hasta los que nacieron después están seguros de ello: nada que haya surgido bajo este cielo podría provocar el pavor que sienten al mirar, por las noches, la oscuridad que se cierne en las esquinas de sus dormitorios y en las regiones periféricas de la visión.
Nadie está seguro de lo que ocurrió, pero todos están conscientes de que el terror sigue viviendo entre ellos, como otro habitante de San Ignacio, desde aquel carnaval de máscaras.
2
Cabe mencionar que el carnaval constituía la culminación de las fiestas realizadas en honor a San Antonio de Porres, y que esta celebración tenía un origen más antiguo que el propio santo. Según atestiguaban piedras y huesos encontrados en la localidad, sus antiguos moradores (hombres y mujeres de costumbres tan enigmáticas como su historia) realizaban sacrificios de niños en esa misma fecha, en honor de una deidad sin nombre.
Los conquistadores españoles habían convertido a estos salvajes al cristianismo, y hecho de su festividad pagana una celebración dedicada al santo. Sin embargo, esta seguía teniendo un cierto toque ajeno que no terminaba de encajar con el modo de actuar de la Iglesia católica: durante la última noche, los hombres y mujeres utilizaban máscaras, a cual más extravagante, y en la medianoche, guiados por el sacerdote de la localidad (el único con permiso para salir a la calle con el rostro descubierto), subían al Monte de las Piedras, ubicado a un costado del pueblo.
Sólo ahí, rodillas en tierra y frente a la figura de Cristo que se alzaba en la cima del monte, los lugareños podían quitarse las máscaras y recibir la bendición de Dios.
La estatua estaba ahí desde hacía muchos años, y nadie sabía ya quién la había erigido ni por qué ahí. Sin embargo, a nadie escapaba el hecho de que ese Cristo parecía extrañamente deforme, con los brazos demasiado largos, la quijada muy puntiaguda y las uñas de los pies similares a pezuñas. Todos suponían que esos presuntos errores se debían a la inexperiencia del desconocido autor, y lejos del padre hacían bromas al respecto, pero más de alguno contaba historias sobre el extraño temor que sentían los animales hacia la figura.
3
El carnaval comenzó al caer el sol, como todos los años. Los lugareños salieron de sus casas con máscaras y antifaces, algunos hechos en casa con los materiales disponibles y otros elaborados por los costureros del pueblo.
Los Gutiérrez salieron todos, desde el pequeño Benjamín hasta la abuela María, con máscaras de metal cubiertas de una tela lo suficientemente fina como para que se considerara un desperdicio el uso que le estaban dando. El viejo Baudilio sacó a su mula Anastasia con el rostro cubierto por un antifaz de trapo. René, el dueño de la tienda, hizo unas máscaras de tela blanca —perturbadoras, en cuanto parecían impropias para respirar— que cubrían completamente su cabeza y las de sus hijas.
El ambiente era de fiesta general. Alguien prendió la radio a todo volumen y abrió las ventanas de par en par, para que las calles de tierra y la vieja plaza se llenaran de cumbia. Varios hombres se reunieron a las afueras de la taberna, para beber por ese día. En la plaza, algunos jóvenes bailaron en parejas, riendo bajo sus toscas máscaras de latón, plástico y cartón.
A pesar de la aparente alegría, en retrospectiva resulta claro que el horror se había inmiscuido en San Ignacio desde temprano. La primera señal fue el apagón de las ocho, justo en el momento más álgido de la actividad que se desarrollaba en la plaza: unos cantaban a todo pulmón, ebrios y sentados en los bordes de la fuente central; otros, la mayoría, eran jóvenes que bailaban en parejas o en grupos, bromeando y hablando a gritos para hacerse oír sobre el bullicio.
Entonces, entre una risa y la siguiente, entre un paso y otro, la oscuridad se apoderó de las calles.
No tardaron en escucharse algunas maldiciones, y luego bromas y risas. Alguna joven gritó al contacto inesperado de una mano. Un beso se escuchó aquí y allá. Y luego, como si la oscuridad repentina hubiera sido esperada, la luz se hizo de nuevo, pero esta vez provenía de una antorcha, que traía consigo René, el de la tienda.
Luego alguien más trajo un palo, cuya punta iba envuelta en un trapo húmedo con gasolina, y luego otro, y otro, y al cabo de pocos minutos varios hombres habían encendido decenas de antorchas y las amarraban a los postes del alumbrado eléctrico. Las máscaras tomaron entonces formas siniestras, al bailar las sombras sobre ellas.
El baile no se reanudó, y aunque muchos intentaron seguir con el ánimo festivo de antes, poco se pudo hacer para seguir sonriendo: algo importante había cambiado, pero no sabían definir qué.
Luego de las antorchas vino la presencia de un extraño. De alguna u otra forma, de reojo o estudiándolo de frente, cada uno de los miembros de la localidad —los supervivientes, por supuesto— lo vio. Ninguno, sin embargo, sintió el deseo de acercársele o hablarle, mucho menos de ir tras sus pasos para ahondar en su misterio. Caminaba de una forma extraña, como si sus piernas fueran más elásticas y tuvieran más articulaciones de las normales. Iba vestido con un traje negro, raído y desteñido, y su máscara era negra y lisa, con sólo un par de agujeros para los ojos — astutos y rápidos como los de un gato— y enmarcada por un ondulado cabello rojizo.
Anduvo de aquí para allá, con su andar extraño, sin dirigirse a nadie pero mirando a todos, como si estuviera buscando a alguien. Nadie supo determinar en ese momento por qué la mula del viejo Baudilio huyó despavorida a mitad del carnaval, pero algunos sostendrían que lo hizo cuando vio al extranjero.
Eran las nueve cuando los pueblerinos comenzaron a comentar, inquietos, que hacía más frío del habitual. Algunos niños y ancianos regresaron a sus casas sólo para ponerse suéteres y bufandas, y luego regresaron a la penumbra de las calles. Ahora las personas hablaban en grupos, sentadas o de pie, con una botella de cerveza o una taza de café en la mano. Nadie alzaba demasiado la voz, ni se escuchaba a muchos riendo, a diferencia de un par de horas antes.
Benjamín, el más pequeño de los Gutiérrez, recordaría que fue a esa hora cuando vio a lo lejos que un par de siluetas “muy altas” coronaban la cima del Monte de las Piedras desde la parte opuesta al pueblo y se perdían en el boscoso camino que mediaba entre la elevación y el carnaval. No dijo nada entonces, porque pensó que había visto un par de animales, pero desde aquel momento se sintió más y más inquieto.
En este punto las versiones se contradicen. Algunos sostienen que la primera en desaparecer fue la hija mayor de René, Lucía, junto a Fernando, su novio. Otros dicen que, cuando comenzó la búsqueda de Lucía y Fernando, los hijos y nietos de Verónica ya la estaban buscando.
Nadie sabe con certeza el orden de desapariciones, pero a las diez de la noche ya había varios grupos de hombres buscando a cinco personas. En medio de todo esto resaltaba la aparente tranquilidad de René, quien, cubierta la cabeza por su máscara blanca, estaba sentado en las gradas de la parroquia, silbando.
Las quejas sobre náuseas y dolores de cabeza comenzaron a hacerse escuchar entonces. Un anciano dijo que iría a su casa ya, porque sentía que el carnaval ya no era como antes, pero sus hijos lo obligaron a quedarse. Un bebé comenzó a llorar, y a llorar, y a llorar, y no paró por un buen rato, a pesar de los esfuerzos de su madre por tranquilizarlo.
Sin embargo, todo tomó un cariz aun más extraño cuando el padre Deras, que nunca se unía a la celebración demasiado temprano, salió de la parroquia contradiciendo la tradición: usaba una máscara de tela blanca que cubría toda su cabeza, justo como la de René y sus hijas. No pidió silencio ni habló a la multitud, ni pareció escuchar las noticias sobre las desapariciones, como habría hecho normalmente, sino que, con un caminar propio de un ebrio, se perdió entre la multitud canturreando una extraña canción que nadie reconoció pero que a todos les pareció enfermiza. Mientras caminaba, bamboleaba sus brazos, extrañamente largos.
Nadie volvió a verle durante un buen rato.
Así siguieron las cosas hasta las doce de la noche. Ningún grupo de búsqueda había encontrado a los desaparecidos, la luz eléctrica no había vuelto, el silencio se hacía cada vez más opresivo y el extraño seguía moviéndose de un lado para otro. Cuando el reloj de la parroquia dio las doce, el padre Deras, a quien nadie había visto volver a la iglesia, salió de esta cubierto con su máscara.
Pidió a los pueblerinos que se congregaran alrededor de él, con una voz estropajosa, y las personas, confundidas, se reunieron a su alrededor para escucharlo. Apenas comprendieron su discurso, pero todos distinguieron “volveremos más tarde por los desaparecidos”, “es hora”, “nos espera” y “oren al dios de la montaña”.
En esos tiempos nadie contradecía a un líder religioso. Su palabra era la palabra de Dios. Hombres y mujeres, niños y ancianos, todos los pueblerinos tomaron rumbo a la cima del Monte de las Piedras, encabezados por su padre enmascarado, para rendir tributo al Cristo de los brazos largos.
El camino era cuesta arriba, y corría en medio de una zona boscosa muy oscura. Varios hombres, repartidos estratégicamente en el grupo, llevaban antorchas para iluminar el camino. Todos iban en silencio, caminando tan rápido como sus piernas les permitían.
Mientras subían, algunos ruidos como de uñas sobre metal se escuchaban alrededor. Benjamín creyó ver, por el rabillo del ojo, que una figura muy parecida a la vislumbrada horas antes se movía entre los árboles, a su izquierda, observando al grupo. Luego diría que los brazos de aquel ser parecían muy largos, como los del Cristo crucificado.
Tardaron muy poco en llegar a la cima. El padre Deras iba muy rápido, casi se podría decir que con desesperación, dando grandes zancadas, y detrás de él iba René, andando de una forma extraña, como si sus piernas se doblaran por las rodillas hacia adelante y hacia atrás.
Conforme se acercaban a la figura que coronaba el monte, un murmullo de inquietud se esparció por el grupo de pueblerinos. Donde antes estaba la estatua del Cristo, ahora la luz danzante de las antorchas revelaba una sábana bajo la cual se insinuaba una figura crucificada…, pero no la que todos conocían.
El horror que sintieron entonces se incrementó cuando, poco a poco, comprendieron que el baile de las sombras sobre la tela no se debía al movimiento de las llamas de las antorchas, sino a los movimientos que hacía la criatura debajo de la sábana.
Luego, lo escucharon: fuera lo que fuera, estaba gimiendo y sollozando.
Entonces comenzó la locura. El padre Deras, o lo que había fingido serlo, se precipitó sobre René, lo levantó en aires como si se tratara de un saco vacío y se introdujo con él en la zona boscosa. Los gritos ahogados de la víctima fueron desgarradores, inhumanos. Algo salió de un lado del camino y tiró por los aires a uno de los hombres de las antorchas. Luego un objeto largo y viscoso, parecido a una lengua, se enrolló alrededor de una niña y la arrastró hacia la oscuridad. Todo eso sucedió en un segundo, quizás en menos.
El grupo se dispersó. Unos corrieron hacia el bosque —y estos fueron los desafortunados, pues nunca se les volvió a ver— y otros de vuelta al pueblo. Baudilio diría luego, y lo juraría por Dios y por la virgen, que en la caótica huida escuchó a una de las hijas de René, que corría de una forma que parecía antinatural, gritar que aquello había sido una trampa. Luego, algo parecido a una lengua la jaló hacia lo desconocido.
Nadie sabía bien qué estaba ocurriendo, pues los hombres que sostenían las antorchas corrían despavoridos y las sombras bailaban de una forma que no permitía distinguir mucho. Lo único que sabían era que alrededor de ellos se libraba una extraña batalla, y que muchas personas estaban siendo capturadas y llevadas al bosque.
El único testigo de lo que ocurrió después en la cima del Monte de las Piedras y que sobrevivió para contarlo fue Benjamín, el más pequeño de los Gutiérrez. Sólo una vez lo narró, entre sollozos, y nadie se atrevió a poner en duda su palabra. Respetaron su testimonio, como después respetaron que no quisiera volver a hablar y, luego, que abandonara el pueblo para no volver.
Cuando todo comenzó, el niño no supo cómo responder. Quedó ahí, en medio de la batalla, petrificado por lo que sus ojos le mostraban. Mientras todos los demás huían, y sombras de formas extrañas y alargadas salían y entraban al bosque, el extranjero de caminar errático se acercó a la figura crucificada cubierta por la sábana.
Bajo la luz de la luna, Benjamín distinguió a la criatura despojarse de su máscara, de su peluca, de su atuendo, y revelar su forma, parecida a una araña con patas de caballo. Alargó una extremidad hacia la cruz y, con un movimiento violento, quitó la sábana de encima.
Entonces la criatura soltó un grito agudo, muy parecido al de René cuando fue internado en el bosque. Le siguió una retahíla de palabras, algunas en español y otras ininteligibles, en alguna lengua ajena a este mundo. Benjamín sólo distinguió algunas cosas: “¡Nos engañaron!”, “cebo”, “malditos”, “su dios está suelto”. Luego, el monstruo se internó en la oscuridad del bosque y el niño pudo ver, con total claridad, qué estaba clavado en la cruz donde antes estaba el Cristo.
Al día siguiente, los hombres supervivientes regresaron desde el pueblo, armados con picos, palas y antorchas. No encontraron rastro de las criaturas extrañas, ni de sus víctimas, pero sí hallaron a Benjamín, llorando en la cima del Monte de las Piedras.
Junto a él, crucificado donde antes estaba la figura del Cristo, encontraron al padre Deras.
4
Nadie volvió a adentrarse en la zona boscosa del Monte de las Piedras, ni a coronar su cima. Los hombres del pueblo colocaron un alambrado en las faldas de la elevación, con la esperanza de que eso pudiera mantener lejos de sus familias a las criaturas de la noche. Sin embargo, resulta claro que el horror no conoce de obstáculos y que ya se ha colado en las pesadillas de los habitantes de la localidad.
Desde ese carnaval de máscaras, muchos han abandonado el pueblo para huir de lo que sea que se reveló en la cima del Monte de las Piedras. Ahora en San Ignacio sólo viven aquellos que se han resignado al temor y a la locura, que soportan los extraños sonidos de la noche y que ya no gritan, ni siquiera maldicen, cuando una criatura muy parecida a un hombre —pero con los brazos demasiado largos, la quijada muy puntiaguda y las uñas de los pies similares a pezuñas— se detiene, a medianoche, frente a sus ventanas.
*Héctor González Guerrero (San Salvador, 1993): se dio cuenta demasiado temprano de que ser adulto no es lo suyo. Amante de la ciencia ficción, la fantasía y el horror.
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