Disecciones

Maridaje recomendado:  Regias cholas

Por: Balmore Azúcar*

Ilustración: Luis Serrano

Era cuestión de esperar su regreso. Esperar sin mostrar ningún indicio de cobardía, porque un miembro o dos de alguna familia (o todos), temían a que se dieran cuenta. Y esa idea les otorgaba la posibilidad de oler nuestro miedo. Pero nadie se atrevía a decir nada. 

En un mutismo consciente, como si así callara a las imágenes de mi cabeza, repasaba tanto como me era posible el plan, una vez roto el miedo. Porque como voluntario de mi familia, no podía cometer un error. Aunque esa responsabilidad se atribuyó a cada miembro del grupo. 

Algunas mujeres en la última reunión propusieron llamar, de nuevo, a los Agentes. Pero el viejo Ernesto repitió: Ya sabemos qué hacer. Quizá los días y la insistencia del viejo cambiaron nuestras convicciones.  No lo creo. Creo que los días de espera sirvieron para controlar los nervios. Mi madre intentaba calmarse y, siempre estaba en guardia desde el atardecer, me daba consejos en un campo que ella jamás había explorado. 

Desde la ventana los vio acercarse. Debían llegar a la puerta 15 para que yo tomara mi posición. En posición. Esperé el primer golpe. Cayeron uno después del otro con el miedo en sus ojos: vieron los movimientos que llevaban su muerte, hechos por alguien del grupo en el momento y lugar exactos. Fueron tres golpes con eco. A solo un par de metros entre ellos, cerca de sus armas, yacían muertos.  

Los cuerpos se llevaron al parque. Ahora entiendo que nadie quería ser el primero. Pero alguien debía realizar el corte inicial. Segundos de silencio. El viejo Ernesto rodó un tronco y ordenó colocar ahí el cuello de uno. Hizo el corte como había dicho en una de las reuniones: de cuajo. Entre náuseas y quizá arrepentimiento, nadie se atrevía a continuar. 

La doctora me dijo dónde cortar. Para eso se debía acomodar el cuerpo, y desvestirlo, para facilitar los cortes. Lo hice justo en el codo derecho, pero fallé. No recordaba que fallar obligaba a utilizar el serrucho. El sonido entre cada tirón aún me quita el sueño. Lo cierto es que mi experiencia sirvió a los demás para dejar caer el hacha con más fuerza. 

Las mujeres empezaron a discutir por el turno. Ninguna quería cortar las partes más gruesas. No importaba si era fácil, si se hacía justo en la unión de los huesos, no podían apuntar como el viejo. Y a pesar de mis músculos, era más notable mi torpeza, que no podían dejar de atribuirse a sí mismas. La discusión terminó con el grito de la doctora: ¡Yo le corto lo huevos! Reconocimos la posibilidad de ese corte. Cortes. Las mujeres accedieron, pero con la condición de que ella siguiera con la dirección. 

Aun así se hizo complicado mantener el cuerpo sobre el tronco. Y nadie quería sostenerlo por temor al hacha, cayendo con el capricho de la mala suerte de la persona, debido al exceso de mala puntería. 

El Santo demostró una muy buena actitud cuando se ofreció para cortar la última parte de ese cuerpo, el torso. La parte media cayó como carne animal con sus vísceras. Alrededor, la sangre formaba meandros parduscos. Complacido, volvió su vista al viejo Ernesto. Y como si cada uno de sus cortes hubiera provocado más valor y experiencia, al iniciar la segunda ronda, con otro de los cuerpos, en el mismo orden, en efecto, cada uno de nosotros se mostró más seguro y preciso. La sangre continuó anegando el piso. Llegó la tercera ronda, y se utilizó menos el serrucho. 

Terminada la faena, cada quien tomó las partes que cortó. Se acordó enterrarlas en cada jardín. Creemos que de esa manera nadie mencionará nada a nadie nunca. No es seguro. Dicen que siempre alguien se quiebra por la culpa o por la conciencia. Solo es cuestión de tiempo. 

Quizá lo es también para que otros vuelvan; pero será el turno de los demás pasajes de la colonia. Ojalá lo sea el olvido, porque una parte de mí ha quedado en esa noche. Su ausencia juega con mi cabeza como lo hacen los niños en el parque. 

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Ilustración por: Luis Serrano©
*Balmore Azúcar (San Salvador, 1992) “narrador” que solo su familia conoce. Perteneció por una noche a la generación de escritores aguacateros. Su biblioteca son los recibos de los libros devueltos a la universidad. Se han utilizado algunas de sus experiencias en stand up.

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