Después de una pequeña pausa, Revista Café irlandés regresa con más literatura. En esta oportunidad es un honor para nosotros presentar un cuento de la escritora salvadoreña Georgina Vanegas, autora del libro «El taxidermista», publicado en 2013 por Índole Editores. ¡Disfruten de su lectura!
Maridaje recomendado: Amaretto
Por: Georgina Vanegas*
“Al igual que Leonardo da Vinci estudió
la anatomía humana y disecó cuerpos,
yo intento disecar almas.” (Edvard Munch)
Desde hace tiempo me dedico a la labor de disecar almas. Comenzó como un inocente pasatiempo al que destinaba mis pocas horas de ocio, y luego lo tomé como oficio, tan loable como el de profesor o arquitecto. El trabajo, a fuerza de hacerlo a diario, termina convirtiéndose a veces en más que eso. Es ya una pasión. De manera que, en las primeras líneas de mi relato, he engañado al lector al describir lo que hago como una labor; no lo es. Es una pasión.
A las pasiones no se les dedica los furtivos ratos de esparcimiento o la robótica rutina de ocho a cinco, sino toda la vida. Así he dedicado la mía a disecar almas, con toda la entrega e intensidad que se pone al besar a la mujer amada o a la crianza del tan anhelado primogénito. Verá que no podrá ponerlo en cuestión.
Sin embargo, debo ser sincero y confesar que no fue siempre así. Al principio, disecaba solo cuerpos, y este trabajo siempre fue bien visto en el Museo de Historia Natural. Era reconocido y aclamado a nivel nacional. Me llamaban de todas partes para que realizara encargos: las aves eran las más comunes y mis favoritas. La expresión de realismo que lograba imprimirles era superior a la de mis rivales. Yo lo sabía y ellos también.
Terminadas las ocho horas en el museo, podía darme el lujo de dar un breve paseo por la ciudad, y degustar un whisky en compañía de un amigo. Nunca me gustó ir directamente a la casa. Prefería los espacios abiertos y la gente moviéndose alrededor.
Fue ahí, al aire libre, donde me hice de mi primera alma. Ocurrió en una pequeña plaza cerca del centro de la ciudad. Un payaso divertía a la multitud que, antes de retirarse con la primera sonrisa del día (aunque iban a ser la seis de la tarde) depositaba una moneda o dos dentro de una cesta de mimbre que esperaba en el suelo.
Ahí vi a esta mujer y también a su alma. Estaba con su hija, una niña de unos tres años. La cargaba en brazos mientras ella aplaudía y señalaba al hombre de nariz colorada y cabello verde. La tomé durante una carcajada. Ahora sé que pudo haber sido en otro momento, es cuestión de entrenar el ojo y de tener un poco de paciencia. Lo cierto es que cuando esta mujer se rió, el alma, que descansaba muy cerca del estómago, se puso amarilla. No duró más que un parpadeo de ojos y ahí la tomé. Juro que en ese momento no sabía lo que hacía ni por qué. Era el instinto o quizás que podía oír cuando las almas me llamaban. Así que me apropié de ella y la guardé rápido dentro de mi abrigo. Caminé de prisa y me fui.
Al llegar a casa, cerré todas las persianas, aún temeroso de que alguien pudiera verla. La liberé en mi cuarto y la coloqué sobre la mesa. Aún brillaba casi tan intensamente como cuando la saqué del cuerpo de la mujer, pero un hilo de humo amarillo se escapaba de ella. Así pasaron varios minutos hasta que el humo cesó. Ahora el color era más apagado. Estaba muerta.
Había caído en las manos adecuadas. Yo era taxidermista, así que sabía muy bien lo que debía hacer. El procedimiento no podía ser tan diferente.
Traje lo que necesitaría: tijeras, bisturís, pinzas, alambres y algodón. Primero, le quité la piel, con sumo cuidado para no causarle daño. No era carne lo que recubría. Era una masa parecida al silicón. Tampoco despedía ningún olor. En el centro había una bolita sólida, del tamaño de una canica. Era el corazón, así que lo deseché. No había sangre ni nada que pudiera parecérsele. Después la coloqué en el montaje que había preparado para ella. La dejé como la encontré: riéndose.
En este punto del relato, debo aclarar que quienes se quedan sin alma no mueren, contrario a lo que se podría pensar. No. Siguen vivos. Ni siquiera se enteran de que algo les hace falta. Siguen riendo, trabajando, se van de campamento con su familia, caminan presurosos por los pasillos de oficinas de gobierno y examinan los relojes de fantasía fina que se exhiben en las vitrinas del centro comercial. No hay grandes cambios.
Lo único diferente, y que solo yo percibo, es un ligero cambio en la tonalidad de la piel. Se vuelve un poco más pálida. A muchos les sienta bien.
Con la constante práctica de este oficio-pasión he perfeccionado el método. Como dije anteriormente, puede hacerse en cualquier momento y a cualquier hora, salvo una restricción que empíricamente descubrí: la persona debe estar despierta.
En numerosas ocasiones he intentado hacerme de un alma mientras el cuerpo duerme, pero ha sido imposible. Nunca he podido ver ni el más leve cambio de color ni la más difusa silueta. Nada. Pero cuando la persona se despierta, si tan solo espero unos minutos, puedo verla. A veces platico un poco con el dormitado anfitrión antes de llevarme a su huésped, para ver la pose que tiene. Si no estoy conforme con la postura que ha adoptado, espero días enteros hasta que llegue el momento.
En la mayoría de los casos, ni las almas ni los cuerpos se dan cuenta de lo que hago. Es muy fácil tomarlas por sorpresa. Basta un suspiro profundo, una fervorosa oración, o el instante de placidez y sosiego frente al televisor. En cualquiera de esos momentos, comienza a cambiar el color de un brazo, de una pierna, del vientre o de la cabeza del que da alojamiento al alma. El color de esta también varía. A veces es muy parecido al de la piel del cuerpo que ocupa. Con el tiempo descubrí que este parecido no era mera coincidencia, siempre pasaba cuando el alma se daba cuenta de que yo podía verla. Descubrí así su habilidad camaleónica.
Pasó por primera vez con una bailarina de salón. En una noche de fiesta, de esas que ya cuento pocas, la vi. Se alojaba en la espalda. La descubrí en el cambio de chachachá a tango. Era roja. Me reconoció mientras las piernas hacían el ocho al final de La Cumparsita. Ahí palideció. Casi podía confundirse con la piel de la bailarina.
Sé que he dicho que suelo esperar el momento propicio, ese donde la postura y la expresión me convencen, pero en ese entonces no tenía la de un alma asustada. Así que me decidí a tomarla mientras Gardel se desgarraba en el Cambalache.
Cuando el alma se dio cuenta de que iba a apropiarme de ella, Olivia, la bailarina, se sobresaltó y se equivocó de paso. Vio a su alrededor como buscando algo. Cuando ya no tenía alma, su compañero la haló, la pegó contra su pecho y enseguida se olvidó de lo que había sentido. Siempre pasa esto cuando se asustan: el cuerpo se da cuenta, pero lo olvida.
Debo recalcar que siempre he sido delicado con las almas. No hace falta tocar el espacio que ocupan. Basta con pasar al lado de su anfitrión y soplar cerca del cuello o extender el brazo como quien invita a bailar. Entonces la pobre almita se desmaya y no vuelve a despertar. Me quedó la costumbre de guardarlas dentro del abrigo, aunque poco a poco tomé conciencia de que nadie podía verlas.
Con el tiempo mis gastos se han hecho mayores pues ningún encargo me toma tanta cantidad de materiales. No por el tamaño de las almas, que no son más grandes y pesadas que una cajetilla de cigarrillos; además son tan flexibles que pueden estirarse y aplastarse a mi placer, por eso no me cuesta cargarlas bajo el abrigo. El problema es la cantidad de ellas. Traigo entre cinco y diez de ellas diariamente a casa. En un inicio las elegía casi al azar porque todas las que veía me parecían diferentes y fascinantes.
Con el tiempo me di cuenta que no todas eran visibles. No creo que sea porque haya seres que carezcan de ellas, sino por su capacidad de metamorfosearse. Sospecho que muchas de ellas optan por las transparencias, como la del plástico o el vidrio. Aún no sé si eso pasa solo con las que pueden verme o hay otras que por naturaleza son así. Con estas almas nunca se sabe.
Por mi parte, paso noches enteras ocupado en rellenarles las suturas con algodón, coserlas, cortar alambres para el molde, y en varias ocasiones he estado a punto de partirme en dos el dedo con el bisturí porque el cansancio me gana a veces. Tengo 54 años. El cuerpo ya no trasnocha lo mismo que a los 22.
A pesar de la fatiga, nunca he descuidado mi trabajo en el museo. Mi reputación como el mejor taxidermista del país jamás ha decrecido. Lo hago por orgullo y porque no tengo otra fuente de ingresos con que costearme los gastos de los materiales que requiero para continuar disecando almas.
He logrado obtener así más de 14,000 ejemplares, entre los que figuran sacerdotes, arquitectos, magos, artistas, estudiantes, militares y toda suerte de personalidades. Los oficios son solo etiquetas y muchas veces no coinciden con las expresiones y posturas con que decido identificarlas a última hora. Por ejemplo, me encontré con un abogado aficionado a los juegos de mesa. Le dejé la pose de quien tiene el póquer de ases.
Otras veces, los oficios responden a las necesidades del alma. Así pasó con la de un sacerdote sincero. Esta pasaba todo el tiempo hincada y alzando las manos, en actitud de clamar piedad.
Pude haber seguido recolectando, disecando y haciendo nuevas clasificaciones y observaciones, pero un día determiné que necesitaba trazarme nuevas metas. Me decidí entonces a hacer algo que nunca había intentando pero cuya idea me daba vueltas en la cabeza desde hace meses. Había un alma que faltaba entre todas estas, quizás la más importante: la mía.
Cuando adquirí la habilidad de un profesional, pude verla, justo en el pecho. Brillaba con una luz verde, parecida a la de los semáforos. Estaba ahí, dándome la señal para pasar y tomarla. Yo sabía cómo hacerlo. Después de años de práctica he desarrollado técnicas infalibles.
Desde que me dedico a esto nunca me ha molestado la idea de vivir sin alma; sé que ni siquiera lo notaría. Pero ese sería precisamente el problema: luego de alcanzar mi logro, lo olvidaría en seguida y quién sabe si olvidaría también que era un taxidermista de almas. No había certeza. Necesitaba un plan para poder recordar lo que había hecho. Llegué a la conclusión de que una manera podría ser recobrando mi alma, pero ¿cómo?
En uno de esos intentos empíricos que muchas veces llevan al triunfo, traje a un compañero de trabajo a la casa. La excusa era discutir sobre un nuevo método de taxidermia que estaba teniendo auge en Europa y que aquí no se había desarrollado aún debido a limitantes económicas. Consistía en el uso de cámaras frigoríficas para lograr la conservación de los cuerpos.
Mientras conversábamos, taza de café en mano, lo invité a caminar por el jardín. Sobre una de las macetas que colgaba de una viga había colocado su alma disecada. Cuando estábamos a punto de pasar enfrente, le pedí que nos detuviéramos. Le cogí de los hombros para posicionarlo justo frente a la maceta y le dije: “Daniel, he aquí tu alma”.
Él se quedó viéndola como quien lo hace con algo nuevo e inquietante. Yo contenía la respiración mientras Daniel contemplaba la pequeña masa violeta y amorfa que fumaba un habano, como él lo hacía todas las tardes después del museo. Una carcajada rompió el silencio, seguida de una palmada en la espalda. Sonreía y movía la cabeza de un lado a otro como quien celebra la travesura de un niño. Caminó en dirección a la mesa que estaba en el centro del jardín y dejó ahí la taza. Sacó de la bolsa interna del chaleco un estuche que guardaba en su interior cinco habanos. Tomó uno y me ofreció. Fumamos esa tarde y discutimos sobre los sitios de la ciudad donde el algodón y la espuma podían encontrarse a un precio más barato. Daniel no recordaba nada, el experimento había fracasado.
Pero mi decepción no duró mucho tiempo. Frase conocida es aquella que dice que de los grandes accidentes surgen los grandes inventos.
Días después, invité a la casa a Daniel y a otro amigo muy apreciado al que no había despojado de su alma. Quizás por un sentimentalismo ridículo, puesto que el único que lo sabría sería yo. Sin embargo, dejé que Federico la conservara.
Estábamos en el jardín, donde aún continuaba exhibiéndose el alma de Daniel. Arriba de esta, sobre el ladrillo visto, pegué un letrero que decía: “He aquí tu alma”. Lo había colocado ahí porque en posteriores experimentos quería utilizar las mismas palabras para no dar lugar a equivocaciones.
Federico dirigió la mirada hacia ahí, leyó, pero no dijo nada. En ese momento, Daniel cayó de rodillas y se tocó el cuello como si un collar invisible se lo oprimiera. Entonces pude ver de nuevo la luz violeta que parpadeaba sobre el cuello. Era su alma que había vuelto. Lloró y enterró las uñas en la tierra del jardín. Me miró y, con voz entrecortada, dijo: “¿Cómo pudiste?”.
Federico y yo lo ayudamos a incorporarse. Cuando pudo respirar con normalidad, me miró con indignación y salió de la casa. Yo hacía grandes esfuerzos para no saltar de la emoción. Daniel lo había recordado. Federico, por su parte, no entendía nada. Se marchó minutos después y los dos convinimos en suponer que Daniel padecía de alguna extraña enfermedad y que había que convencerlo de ir a ver a un médico.
Cuando se fue, recordé cómo lucía el alma de Daniel y corrí al jardín. Ahí estaba, solo que ahora era azul, más pequeña y tenía una sonrisa juguetona que recordaba de mi infancia. Era el alma de Federico.
De manera que se trataba de una simple ley de sustitución sobre la que no sabía nada. Podía quitar las almas, pero no podía ofrecer en pago la mía, sino la de alguien más.
Daniel se presentó en mi casa al día siguiente. Gritaba y maldecía. Me reclamaba porque decía haber enloquecido por mi culpa. Aseguraba que podía ver el alma de la gente, incluso la suya. Un pensamiento poco noble pasó por mi mente.
Me culpé ante Daniel. Le ofrecí té y logré que se sentara. Juré por mi vida, mas no por mi alma, que quería acabar con ese impulso que me obligaba a tomar las almas ajenas y a hacerlas parte de una sacrílega colección. Me hinqué ante él para pedirle perdón y ayuda para acabar con ese poder demoníaco que no terminaría con mi muerte, porque si así fuera, hace mucho tiempo que me habría condenado al infierno, donde mis entrañas serían devoradas una y otra vez por toda la eternidad. Y aún así ese castigo no podía compararse con la tortura que iniciaba cada día.
Él se hincó frente a mí y lloró. En ese instante sentí remordimiento y vergüenza de mí mismo. Ambos sabíamos lo que teníamos que hacer.
Antes he mencionado que soy capaz de despojarme de mi propia alma. Es verdad. Pero lo que no podría hacer después sería disecarla y ponerla en el molde que le corresponde, porque luego de quedar desalmado no recordaría nada. Necesitaría que alguien lo hiciera por mí. Ese sería Daniel.
Lo entrené durante meses. No porque no tuviera las habilidades (era taxidermista como yo), sino porque había un problema: lo que me apasionaba, a él le asqueaba. Veía con verdadero horror cómo, con un delicado movimiento de mi mano, una persona pasaba a ser nada más un cuerpo. “No tendremos perdón de Dios”, decía constantemente y yo me armaba de paciencia. Continuamos así hasta que un día estallé en cólera y le di una cachetada. Me miró como un niño mira a su padre luego de que este lo castiga. Jamás volvió a hacer ningún comentario y sus gestos al momento de disecar un alma eran mínimos. Se convirtió en un autómata.
A la fecha en que escribo estos detalles hemos acordado que me quedaré sin alma en tres días. Yo mismo me despojaré de mi alma mientras diseco un halcón, un venado o un pájaro. Daniel de seguro se sorprenderá un poco al verme a su lado, suspendido, con el alma colgando de una mano. Dirá que se siente un poco agripado y lo acompañaré a la puerta. Él disecará mi alma de manera impecable y a los dos días partirá a Europa. Irá a especializarse en el nuevo método de taxidermia por congelamiento.
Desde ese día mi vida no cambiará mucho. Será la misma, solo que ya no disecaré almas. Probablemente, para el día en que el lector avanza con asombro por estas páginas, yo paseo por las calles luego del trabajo, o tomo un whisky con amigos sin ver el espectáculo de luces que antes se ofrecía ante mí todos los días.
Mientras tanto, mi alma permanecerá en el sótano de la casa, con todas las demás. Imagino que tendrá una sonrisa de satisfacción a la vez que alarga el brazo para encontrar otra alma a la que disecar, y esperará que alguien diga en voz alta, o tan solo lea para sí: “Félix, he aquí tu alma”, para entonces salir del letargo, recobrar los recuerdos, con ellos la comprobación de mi triunfo y la posibilidad de que mi eterna pasión sea al fin alimentada. Sucede a lo mejor en estos momentos, mientras usted, querido lector, sostiene este texto entre sus temblorosas manos y mira a su alrededor porque le asalta una repentina ansiedad, que solo es el indicio de que acaba de entregarme su alma.
*Georgina Vanegas es especialista en comunicaciones, publicidad, periodismo y escritura creativa. Posee una licenciatura en Comunicación Social y una maestría en Dirección de Empresas, por la Universidad José Simeón Cañas (UCA). Es directora fundadora de My Speech (www.myspeechinfo.com), empresa especializada en escritura creativa. Ha publicado cuentos en El Salvador, Argentina e Italia. En 2007 ganó la primera mención honorífica del Premio Centroamericano de cuento Francisco Gavidia, con su colección de cuentos El Taxidermista, publicada por Índole Editores. Su obra ha sido publicada en las selecciones de cuento «Memorias de La Casa 12 narradores» (Índole Editores), «Historias de dos ciudades» (Sagitario Ediciones), REGIÓN Antología de Cuento Político Latinoamericano (Editorial Interzona), y “Novel of the World” (Fundazione Arnoldo e Alberto Mondadori).
Mejor imposible
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