Presentamos «Ella», un segundo cuento de la escritora salvadoreña Georgina Vanegas. En esta oportunidad, se trata de un relato inédito de la misma autora de «El taxidermista». ¡Disfruten su lectura!
Maridaje recomendado: Tinto de verano
Por: Georgina Vanegas*
No la veía desde hacía algún tiempo y la encontré esa noche, sentada en un sofá. Leía. Esperaba. Me paré justo frente a ella, y alzó el rostro, que era prácticamente el mismo que yo había mirado 20 años atrás, cuando la conocí. Me alegré tanto de verla que la abracé quizá más fuerte de lo debido.
Cruzamos un par de palabras. La familia. El trabajo. “¿Seguís siempre trabajando ahí?”. Los amigos, ¿los novios? No, yo no hablaba de novios con ella. Solo lo hice una vez hace años, cuando me había visto algo afectada por un crío que no podía ni atarse bien las cintas de los zapatos y fumaba una cajetilla de cigarrillos al día. Entonces, ella me había escuchado, al otro lado del escritorio, dentro de su oficina.
“¡Ah! Entonces, todo esto es por un chico”, me había dicho, aliviada de que aquel alboroto no fuera por un embarazo prematuro, por una condenatoria enfermedad inmunológica, o por insalvables trabas económicas que impidieran mi continuidad dentro de la universidad.
Le dije que no, que todo aquello no era solo por un chico, que él era solo un ingrediente más de la pasta confusa que yo estaba tragándome a disgusto, en mi casa, a los veintitantos, como muchos otros estudiantes con los que ella lidiaba a diario. Pero tampoco le dije mucho más, quizá por un tonto decoro.
Ella me miró por un corto tiempo, se recostó sobre el respaldo de su silla, y juntó las yemas de los dedos de ambas manos: “Vos andás con algo ahí adentro. Y tenés que resolverlo para poder continuar”, dijo al final. Y eso bastó para mí. Eso, y estar sentada en una silla dentro de su oficina.
Me gustaba ese lugar, ese espacio donde todo estaba ordenado, pero en una forma que parecía ser un accidente. Umberto Eco, Lévi Strauss y Saussure me observaban desde la librera, muy juntos, pero guardando las distancias entre sí. Más libros se apilaban sobre el escritorio, junto a un par de anteojos oscuros y una estilizada lámpara de lectura. En la pared había una pizarra de corcho donde anuncios, postales y papelitos con recordatorios estaban colocados con un alfiler.
Y como aquella vez, en su oficina, ahora ella estaba de nuevo frente a mí, sentada en un sofá, y ya se despedía, y se levantaba para subir a una tarima y tomar su lugar en otra cómoda silla, en una especie de escenario improvisado, ante el público de un conversatorio, en un espacio semipúblico de la ciudad.
Al verla ahí sentada, me fijé en sus sandalias. Me gustaron. Eran rojas. Combinaban con la correa del reloj, que siempre usaba con el cristal escondido por el revés de la muñeca, sintiéndole el pulso. Sus pies eran bonitos.
Al escucharla hablar, recordé que ella hablaba fluida y perfectamente también a través de sus manos. “De verdad que podría ser muda y daría igual, porque tiene todo un alfabeto entre sus manos”, pensaba mientras ella guiaba esa suerte de conversatorio. Lo moderaba. Eran otros los que hablaban, y yo me preguntaba si la gente sabía quién era ella.
Me acordé de que cuando hablaba, sus labios emitían sonidos articulados y conexos; pero sus manos, sujetos independientes, dictaban ponencias completas.
Y pensé que si sus manos podían dictar ponencias, también debían de ser capaces de proferir los más audaces ultrajes. ¿Cómo sería ser insultado por ellas? Ese vilipendio, seguro, sabría a gloria. De ser yo la agraviada, no pondría atención a lo que dijeran sus labios. Solo vería cómo esas doctas manos me dirían que dejé de ser su ícono favorito, que ya no simbolizo nada, que me vaya y me busque otro significado, porque dejé de ser su significante; que si quiero, me lo explican con un signo.
Si yo fuera la insultada, no olvidaría cómo esas manos me reñirían en la lengua de Barthes, cómo me abandonarían en mitad de mi viaje del héroe, y cómo se alzaría una de ellas, empuñada, como signo de una anhelada libertad, tal como se hacía en los círculos de izquierda de los años 30, cuando ese ademán era signo de compañerismo y solidaridad proletarios.
Lo único que me restaría por hacer, entonces, sería juntar las palmas de mis manos, como lo hacen los católicos en la oración, o los yoguis al finalizar su serie de asanas, en señal de reverencia.
Sin duda, ese escenario sería mucho más entretenido que mis previas rupturas con hombres de escasa motricidad fina, y cuyo acervo lingüístico jamás iba más allá del emoticón de un guiño de ojo, en la pantalla del móvil, tras hacerme la invitación para “ver Netflix” un viernes en la noche, como máxima expresión de ritual de cortejo.
Pensé, ahí sentada, viendo el conversatorio suceder ante mí, que quién sabe cuándo la volvería a ver, y que se veía absolutamente hermosa sentada en ese sillón, con la luz cálida sobre su rostro, aunque seguramente le molestaban un poco el calor y los reflectores. Pero se miraba tranquila. Hablaba, reía y bromeaba en el modo sutil y elegante de siempre.
Clic.Clic.Clic. Un par de fotografías. Se las enviaría después.
Llegué a casa ya muy entrada la noche. Él estaba en la habitación, viendo la televisión. A veces lo encontraba leyendo un libro, pero hoy veía la televisión. Llegó entonces el “Hola”, el beso, qué tal.
Fui a la cocina, me hice un té caliente. Él hablaba de una entrevista, de su jefe, de la clase de ese día. Y mientras hablaba y gesticulaba, en el apartamento de al lado era 1969, y la versión de estudio de My Cherie Amour sonaba en un altavoz.
Y yo pensaba en cómo sería ella en un día de campo, usando uno de esos sombreros de estilo peruano, y llevando una cesta grande para el picnic; y en sus sandalias rojas sobre un pasto muy verde. Y en sus pies. Sus manos.
“Entonces, nena” – dijo él, entrando en la cocina, y sosteniendo un libro – “¿lo hacemos antes de dormir?”.
Me abrazó por detrás con la mano desocupada y empezó a besarme en el cuello.
Silencio por unos segundos.
“Marcos, ¿sí sabés que es por estas cosas que voy a dejarte y a fugarme con ella, verdad?
Silencio.
Escuché su risa contenida, mientras me apretaba y me besaba el cuello aún más: “Dale, nena, está bien. Dejame por ella. Pero ¿lo hacemos antes de que te vayás?”.
Me reí. Con tristeza. Y me libré despacio del abrazo. Me llevé la taza de té de manzanilla conmigo, y salí de la cocina.
Tomé el móvil que había dejado sobre la mesa, y me fui al balcón. San Salvador entera brillaba a lo lejos.
Le envié las fotografías a ella.
Pasaron unos minutos.
El teléfono vibró. Era ella, que había visto las fotografías. “Me siento observada jajaja”, vi en la ventana del chat.
En ese instante, yo le escribiría sobre sus rojas sandalias, sus manos, el día de campo, 1969 y Stevie Wonder. Pero en la pantalla del teléfono celular ella solo vio el ya tan conocido emoticón de una carita feliz.
*Georgina Vanegas es especialista en comunicaciones, publicidad, periodismo y escritura creativa. Posee una licenciatura en Comunicación Social y una maestría en Dirección de Empresas, por la Universidad José Simeón Cañas (UCA). Es directora fundadora de My Speech (www.myspeechinfo.com), empresa especializada en escritura creativa. Ha publicado cuentos en El Salvador, Argentina e Italia. En 2007 ganó la primera mención honorífica del Premio Centroamericano de cuento Francisco Gavidia, con su colección de cuentos El Taxidermista, publicada por Índole Editores. Su obra ha sido publicada en las selecciones de cuento “Memorias de La Casa 12 narradores” (Índole Editores), “Historias de dos ciudades” (Sagitario Ediciones), REGIÓN Antología de Cuento Político Latinoamericano (Editorial Interzona), y “Novel of the World” (Fundazione Arnoldo e Alberto Mondadori).