Morir en llamas

Maridaje recomendado: Gasolina

Por: Jorge Mercado*

No sabíamos qué hacer con el cadáver. Mi hermano y yo no esperábamos que las cosas terminaran de ese modo. Ninguno de los dos era asesino profesional y no concebíamos la forma adecuada para deshacernos del cuerpo, pero debíamos hacerlo rápido porque nuestros padres y los padres de la muerta pronto estarían de vuelta en casa.

Además de la falta de ingenio criminal había algo que nos retenía, un obstáculo inesperado nos impedía idear el escondite perfecto: la deseábamos. Su cuerpo sin vida permanecía con la belleza intacta, la visión de sus inflamados pechos luchando por reventar el escote nos quemaba de lujuria y el apetito de estrujarlos nos carcomía a los dos. Lo sé porque lo vi en los ojos de mi hermano. Él la devoraba con el pensamiento. Descubrí en sus suspiros el deseo de follarla así como estaba, muerta. Era como si mis pretensiones se reflejaran y el fuera un charco. Al ver sus piernas largas que sobresalían del vestido negro me faltaba el aire, quería saltar sobre ella y penetrarla. Quería darle placer a su cadáver y a mi cuerpo. Pero los dos nos conteníamos. Considerábamos que ya era suficiente con el hecho de haberle quitado la vida.

El cabello le había quedado en medio de los pechos dormidos, era castaño y rizado, le cubría el cuello y las marcas que mis manos le dejaron al estrangularla. Sus ojos quedaron abiertos, fijos hacia al techo. Parecían diabólicamente vivos y eso, en lo personal, era lo que más me hacía anhelarla. Esos ojos grises, almendrados, gélidos como una porción del infierno en las pupilas de un súcubo. La lividez de la muerte era irreconocible en su piel blanca, siempre pareció tener la piel de un muerto.

Estábamos impávidos contemplando su figura que sólo podía ser obra de algún dios pervertido cuando se me ocurrió: recordé que mi padre siempre guardaba, para emergencias, bidones de gasolina en el sótano. Estaba resuelto, quemaríamos el cadáver. Era la única solución inmediata y yo quería deshacerme de la muerta lo más pronto posible, no solo por la inminente llegada de nuestros padres, también porque sentí miedo de que al prolongar lo inevitable termináramos cometiendo una locura. Le hablé a mi hermano de mi idea y simplemente asintió como retrasado, estaba fuera de sí, imperturbable de su fantasía entre las piernas de la muerta.

Fui hasta el sótano donde por fortuna estaban los bidones como lo supuse. Agarré dos de ellos y unas grandes tijeras cortacésped por si acaso tuviéramos que segmentar el cuerpo. Me devolví a la sala sin sacar de mi cabeza el retrato de la muerta adornando con su belleza la alfombra de mi casa, pero la imagen con que me encontré me produjo asco, no por el hecho de ver a mi hermano follando a la muerta, martillándola con desenfreno, sino porque no era yo el que estaba en su lugar, porque no fui yo el primer hombre en su muerte, no fui yo quien robó su virginidad recompuesta con su fallecimiento. Sin conciencia sobre mí me dejé llevar por la furia y, con una patada voladora dirigida a su rostro, aparté a mi hermano de la muerta.

— ¡Me la rompiste, hijueputa! — chilló mientras intentaba detener con su mano la sangre que chorreaba su nariz.

(Él había robado algo que debió ser mío, yo le regalé la muerte y por eso ella me pertenecía. Mi ataque era justo.)

Como quedamos en que los dos debíamos tener el mismo grado de complicidad, le pedí que fuera él quien la sacara al jardín y la incendiara, pero cuando lo vi volver a poner sus manos sobre el cadáver para trasladarlo al jardín, sentí ganas de volver a golpearlo. Lo detuve. No podía dejar que nuevamente ensuciara con su peste la pureza de la muerta. Ella se veía tan angelicalmente puta. Puse las tijeras sobre el sofá, la tomé entre mis brazos y me dispuse a sacarla del lugar.

Sentí su olor. Sí, eso fue. Su perfume se metió hasta muy adentro en mis entrañas y ya no pude soportar más la erección que desde minutos atrás estaba intentando disimular. La puse en el piso. Tuve sexo con ella. La amé más que a nada en ese momento. Hasta escuchaba sus gemidos desde el limbo cada vez que metía mi pene en su vagina, la oía pedir más, la escuchaba aullar de placer. Aún estaba caliente por dentro. Sentí las húmedas paredes de su vientre chorreándome. Quería saborearla, probar de su néctar y puse mis labios en los de su vagina, con mi lengua le acaricie el alma (que todavía no terminaba de abandonarle el cuerpo) y sabía a gloria. La planté boca abajo, mientras, mi hermano hacía de voyeur y se masturbaba al vernos. La penetré por detrás, profané también su áspero recto. La agarré de los cabellos para poner sus ojos abiertos fijos sobre mí, para que me dijeran que gozaban, que disfrutaban tanto como yo. Lo hacían.

Habría querido prolongar el momento pero ya no pude contener por más tiempo el fluido viscoso que se regó en sus glúteos. Lo único que me sacó del deslumbramiento fue mi hermano, que quería repetir mi acto. Naturalmente, no se lo permití. Vi en su mirada cómo me maldecía desde lo más podrido de su alma. Me odiaba. Me percaté de su intención de estampar su puño en mi rostro cuando el teléfono nos libró de la riña. Lo atendí sin dejar de hacer una señal de advertencia con el dedo índice a mi hermano.

— ¿Aló?

— ¿Hijo? ¿Qué te pasa? ¿Está todo bien? —Era mi madre. Debió percibir mi agitación febril al responderle. Se estaban divirtiendo porque escuché las carcajadas de mi padre junto con las de los padres de la muerta.

— Todo bien, mamá.

— Ok, cielo. Llegaremos en unos minutos. Les llevaremos algo para la cena, ¿qué…?

— ¡No, mamá! No es necesario. Hace un rato salimos a comer algo, no te preocupés.

— ¿Victoria sigue molesta porque ya no iremos a la casa de la playa a ver el amanecer?

—No lo sé, mamá. Supongo que sí. Pero ya no importa.

—Victoria debe entender que a los adultos se nos presentan imprevistos. Ya no somos unos jóvenes sin responsabilidades como ustedes.

—Victoria entiende eso, mamá.

— ¿En serio no querés que aunque sea les llevemos unas papas fritas?

—Estamos bien, mamá. De verdad.

—Muy bien, entonces llegaremos pronto. Los quiero —colgó.

Hubiera sido mejor decirle que sí, que nos comprara algo de comida, eso los retrasaría, nos daría tiempo para que Victoria se volviera cenizas y de paso inventar una excusa para su desaparición. Sin embargo, tuve uno de esos impulsos premonitorios que nacían de los hoyos profundos dentro de mi cabeza y que me hacían actuar sin mi consentimiento. Agujeros negros que sabían mejor que mi consciencia cuáles eran mis necesidades.

— ¿Por qué no le dijiste que sí nos trajera la cena? Me muero de hambre. Sos un cerote —dijo mi hermano sonando como la versión imbécil de mi consciencia, regresaba de la cocina presionando una salchicha congelada sobre su nariz.

— ¡Callate! Lo sé. Lo que pasa es que ya no vamos a quemarla.

— ¡¿Estás pendejo o qué?!

— No. Hay que esconderla.

Soltó un remedó de risa que igual pudo ser un escupitajo y luego me lanzó la salchicha acertándome en la frente. Se dio la media vuelta en dirección al cadáver, dispuesto a cualquier cosa. Lo tomé del hombro para detenerlo y él se devolvió con un puñetazo dirigido a mi rostro. Me dejó inconsciente por unos segundos, pero pude distinguir su asquerosa mano apretando el pecho izquierdo de la muerta, y con su boca abyecta, chupando el derecho. Comenzó a follarla.

Enloquecido, cogí las tijeras del sofá y de un tajo le corté la cabeza. Su sangre manchó a la muerta.

No me preocupé por esconder los cuerpos. Agarré el cadáver ensangrentado de Victoria (sus ojos seguían fijos hacia el frente, seguían diciéndome que la amara), la llevé al baño, con cuidado para no incomodarla, y la metí a la regadera. La bañé, lavé su cuerpo con todo el cariño que un hombre puede ofrecerle al cadáver de una mujer. Después la metí en la bañera y ahí volví a hacerle el amor. No me importaba que pudieran descubrir mi crimen, ya nada me importaba, sólo quería estar con la muerta.

Dejé el cadáver reposando con sales perfumadas y pétalos de rosa en la bañera y me dirigí al sótano. Saqué una linterna que estaba dentro de una caja de herramientas. Me devolví a la sala para quitar todos los bombillos de ahí. Me guiaba con la luz intermitente de la linterna —sus baterías estaban por agotarse— mientras caía en la cuenta de que habría bastado con reventar la caja de fusibles o simplemente apagar las luces. Todo el interior quedó completamente a oscuras y sumido en un silencio abismal, vencido solamente por mi respiración. Le quité las tijeras a mi hermano, las tenía atoradas en su cuello de puerco cercenado. Sólo transcurrieron un par de minutos hasta que vi traspasar las luces del carro de mis padres a través de la ventana. Escuché como dejaban el carro en la chochera. Todavía traían consigo las carcajadas de antes. Los oí cuestionarse acerca de las tinieblas de la casa. La llave irrumpió en la tranquilidad de la cerradura. La negrura espesa fue relegada por la claridad de la noche que se escabulló dentro, aprovechando que mi padre abrió la puerta. Por suerte, no alcanzó a revelar a su hijo decapitado, no quería que mis padres murieran con esa imagen como último retrato. Cuando me aseguré de que estuvieran dentro, cerré la puerta de golpe y los asesiné a todos.

— ¡Ya nada podrá interrumpirnos en nuestro idilio, mi adorada muerta!

Me reía porque comprendí el porqué de mi impulso premonitorio de antes: quería que mis padres llegaran pronto para acabar con ellos, sacarlos de nuestro camino. A pesar de que mis ojos ya estaban habituados a la oscuridad, encendí de nuevo la linterna y ahí estaban en el suelo las papas fritas —que mi madre insistió en llevar— junto a los cadáveres decapitados y las cabezas con los ojos abiertos como los de Victoria.

Los empilé a todos en el centro de la sala junto al cuerpo de mi hermano y tiré sobre ellos sus cabezas. Todos los ojos me miraban, pero no me amaban como los de la muerta, me odiaban, me aborrecían. Fui al sótano por los bidones restantes. Las baterías de la linterna habían sido fabricadas o por espartanos o por algún autor de libros de superación personal que les había infundido la doctrina de nunca rendirse. Como buenos cadáveres que eran, los muertos no se movieron del lugar cuando volvía de la sala a la cocina y de la cocina a la sala en busca de cerillos. Al regreso, les vacié toda la gasolina encima. Estaba emocionado, imaginaba todo lo que haríamos la muerta y yo. Nada podría arruinarlo, todo era perfecto. Ni en lo más mínimo me importó escuchar los pensamientos de los muertos que me injuriaban desde el más allá, acrecentaban mi risa. Les lancé un cerillo encendido y todos se prendieron en llamas. De lejos veía como ardían, escuchaba su llanto. Consciente de que el fuego pronto consumiría la casa entera, regresé con toda tranquilidad al baño en busca de Victoria. De todos modos, yo ya estaba ardiendo en otros infiernos, en los de la muerta.

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* JORGE MERCADO (SAN SALVADOR, 1992) DESERTÓ DE LA UNIVERSIDAD CON LA CONVICCIÓN DE CONVERTIRSE EN ESCRITOR EN UN PAÍS DONDE LA LITERATURA “VALE VERGA”. ES AMANTE NO SECRETO DE LA LITERATURA GÓTICA, JAPONESA, FANTÁSTICA. ES DE LOS “PENDEJOS” QUE CREEN QUE EL CUENTO ES EL ARTE MAYOR DE LA LITERATURA. EN SUS RATOS LIBRES, QUE SON 24 HORAS AL DÍA, TRATA DE QUE NO FALTE EL BLACK METAL

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