Presentamos el cuento «Perfidia y lipidia», del escritor salvadoreño Luis Contreras, autor de los cuentos «Jardines» y «Buenas personas«, incluidos en la muestra «Lados B: voces nuevas vol. 1» (Editorial Los sin pisto, 2019).
Maridaje recomendado: Cerveza
Por: Luis Contreras*
No se alcanzaba a ver lo que era. Parecía una gran sombra. En medio
había una forma oscura, quizá de hombre, pero más grande,
y en esa sombra había un poder y un terror que iban delante de ella.
J. R. R. Tolkien, El Señor de los Anillos
Contestó la llamada de su hijo y lo primero que escuchó fue a su esposa, Yolanda, gritar se nos viene esta niña y vos hasta el culo de borracho, inútil. Mugidos al fondo. A Balmo, un chef calvo y vago que se cree rockero sin vestirse de negro, se le había olvidado por nueve minutos que su primera nieta había dado la segunda (falsa) alarma: dependía de él llevarlas al hospital para tener una alegría en casa, después de tanto tiempo.
‒Ya voy ‒contestó, con la boca parcialmente dormida.
‒Solo mové el culo, esta vez es en serio ‒escuchó en el auricular, antes de colgar, un poco sorprendido, un tanto enojado.
Se paró sin decir nada a Oz y Ox: frente a él, cada uno, con una birria en su diestra. Sin fijarse que dejaba el llavero, unas monedas y su cerveza a medias, salió en carrera para abajo, hacia su casa.
‒Entonces, ¡¿llegamos más tarde por la comida?! ‒gritó Ox.
Morena vio a Balmore lejos y gritó que no le había pagado esa birria, ni las doce anteriores, mucho menos las onzas de queso duro con las que acompañaba sus tragos, y los cigarros que compró a Selastraga y Bisky antes de que se fueran. Casi se dobló el tobillo en unas gradas —sin gracia— por detener su gran cuerpo para explicarle la situación, pero optó por continuar. Corrió, entró al pasaje.
Llegó a la casa, sudado de la frente y con la camisa empapada por la canícula de domingo de abril. Se dio cuenta que no traía las llaves. Pensó que todo el trópico era un error grave y profundo, y empezó a tocar la puerta. El volumen de la canción en la radio no dejaba escuchar bien lo que sucedía dentro: algunos versos cantados por Luis Miguel. Tocó más fuerte y llamó, sin ningún resultado.
Se había acabado la segunda bolsa de coca de Chusini (transero/dealer de la zona) y solo le quedaba restregársela en las encías: agarrarla de chicle. Lo hizo inmediatamente. Estaba sacándose el plástico cuando abrieron una ventana: era la Cerda, una pitbull con la piel reseca y con parches morados por la edad, medio chata, gorda y medio ciega. Empezó a mover la cola y ladrar; él aprovechó para ver qué sucedía. Desde la ventana, de puntillas (a pesar de su altura), solo alcanzaba a ver la sala-cocina-comedor, la entrada de los dos cuartos y el patio-baño: suficiente para conocer el terreno de estas propiedades —ordenadas en pasajes, pasillos larguísimos e interconectados— con las que se consolidaron fortunas enteras.
Dendé salió del cuarto y alcanzó a ver parte de la cabeza de su padre. Se asustó un poco. Bajó volumen al radio porque ni modo. Llegó a la ventana, sin abrir la puerta:
‒Abrí, José.
‒No, pa, solo fue un susto ‒le dijo, sin intención de abrir.
‒Igual abrí.
‒Todavía no hay que ir al hospital. ¿Y tus llaves?
‒Las dejé en algún lado ‒dijo Bal, con la boca reseca.
‒¿Cómo iremos al hospital así?
‒Abrí, Dendé: puta, soy tu padre.
‒No, por decirme así.
‒Vergón.
No vio más el cráneo de su ruco en la parte inferior de la ventana, pero escuchó un par de bicho más cerote y calor de mierda rabiosos, filosos —pensó—, a medida que se alejaba. Dendé se acercó más a la ventana: efectivamente ya no había nadie. Y la cerró.
Dos días atrás, cada miembro del club (Donos, Oz, Ox, Lucho y Caquita, entre otros que no eran tan constantes, como Yon, Tanguis y Pipe) dispuso de dos dólares y medio para que Bal preparara una sopa de lo que se le ocurriera, pero muy así, deliciosa y picosita, para aliviarles la destrucción del fin de semana. Balmo suele sorprender con un segundo plato fuerte que sale de su bolsillo: a veces ensalada césar, o de atún y calamar con pasta fusilli; de vez en cuando un cerdo en salsa agridulce con piña. Otras veces, carne asada. Van un par de meses sin el arroz cantonés con más de ocho tipos de carne.
Se reúnen en su casa a las tres de la tarde: alguno lleva una película y la ven mientras comen. La familia de Balmo los acompaña. Al terminar, si hay sobras, las llevan a la tienda de Morena, donde se las ofrecen a ella y a su pareja de turno. Si ellos no reciben la comida, la donan a la población de borrachitos cuneteros.
La tienda de Morena es la primera casa del pasaje seis, queda en la cúspide de una calle en forma de parábola. Al costado derecho del chalé, Morena y Memo —su actual novio— apilan todas las cajas de cerveza vacías (y selladas). A las cajas las antecede un portón con un pasador como seguro. Tantas son que forman dos paredes gruesas que dan lugar a un pasillo que te lleva al baño, modesto y dudoso de higiene, sin embargo funcional, del negocio: solo hace falta quitar dicho pasador y caminar.
Selastraga y Bisky caminaron a la entrada del pasaje, lejos del despacho, de las mesas y del comedor —para llevar— de Mirk (un local pequeño frente a la tienda, que se encontraba cerrado). Se apoyaron en el portón. Bisky agarró su bolsón y empezó a sacar todo lo que robó fuera de la colonia: celulares (baratos, tal vez uno decente), billeteras con poco dinero, collares y pulseras de plata dudosa. Turno de Selastraga: más celulares (ni uno decente), billeteras (por poco vacías), joyas baratas, un par de zapatos Nike (que iba a quedarse, pero que le quedaban un poco grandes) y un iPod (que no vendería, pero que tampoco sabía usar). Guardaron todo de nuevo.
Ambos fumaban los cigarros regalados por Balmore cuando la llegada de Yon, a la mesa de Oz y Ox, los distrajo de que cada uno sacara su arma:
‒¡Las extrañé, putas!
‒¡Dios te ama! ‒respondió Ox, esparciendo sus colochos por los aires. Su boca era grande; sus ojos, chinos.
‒¡Dios te bendiga! ‒contestó Oz, a la par de su mejor amigo y colega. Solía ser más tranquilo.
Yon, tambaleándose, se quedó viendo sus melenas sudadas. Con el resplandor del Sol en el pavimento y la vista etílica, tenían un tono plateado y brilloso, afilado. Pensó: los rizos le quedan a esta: me la quiebro (Ox); a esta otra no, por pálida, plana y por el bigote (Oz).
‒¡Bruuujas de mierda! ‒gritó, señalándolos con índices y boca, con los ojos grandes y gestos arcaicos.
»Espero ardan en el infierno, hijas de puta ‒continuó‒. ¡Si solo las ponen a mamar! ¿Va, Memo? Como que no saben cómo quedó Bisky. A ver, ¿dónde estará ese hijueputa?
Oz y Ox lo miraron. Rieron. Brindaron por él, que balbuceaba frente a estos con la ropa y bello facial de varias semanas sin asearse. Después de un momento paranoico, se sentó. Agarró la cerveza de Balmore. Dio un trago. Sonido de satisfacción exagerada. Oz agarró el celular y llaves de Balmore. Las monedas no las tocó.
‒Tomate esa birria y te vas a la mierda ‒dijo Ox, serio, retador. Su frente era grande, alta (sus entradas ayudaban en esto).
‒Sentimos su presencia ‒dijo Oz, con ojos blancos‒, por eso el asiento vacío.
‒¡Morena! ¡Ay, Morena! ¿No ves esta mierda?
Oz y Ox dieron media vuelta y pudieron observar cómo Morena reía inocente y sobriamente con Watts (Memo) después de un beso rápido detrás de los churritos. Ni rastro de Selastraga y Bisky: habían ido a guardar las mochilas a su casa (vivían con Jesucristo, en el pasaje siete). Con las armas cargadas, por otro lado, este par se sentía seguro. Ox se acomodó. Dio un trago largo a su cerveza y se la acabó mirando a Yon. Aclaró su garganta, y con la voz gutural y desgarrada de su banda empezó a simular hablar en lenguas.
Yon estaba perdido viendo lo que Ox hacía con su diafragma, pero desvió levemente la mirada hacia Selastraga y Bisky, que reaparecieron dando un salto desde el pasaje. Ambos vieron a Ox, que se robaba la escena. Desde atrás, su camiseta sin mangas dejaba ver sus tatuajes: flores, aves mitológicas, símbolos de música y nombres. Bisky señalaba la mesa con enojo, hasta que Oz trató de hipnotizarlos cuando empezó a repetir La tragedia del mundo se sirve en mi festín y La bestia queda satisfecha en mi festín con diferentes tonos, desde lo más angelical y sublime hasta lo más sombrío y bestial. Yon se fijó en sus camisetas: leyó IMMORTAL en una y BURZUM en otra. Morena ya no sonreía, Memo (Watts, su pareja amorosa) trataba de calmarla diciéndole que solo estaban borrachos, que no era en serio y que solo querían espantar a Yon.
‒¡Está acá! ‒gritó Ox con su mejor chillido de cerdo.
‒¡Bienvenido! ‒gritó Oz. Ambos emocionados, con sus envases vacíos.
Yon salió corriendo de la mesa y alargó la risa de los blackmetaleros. Pudieron ver el resultado de la zumba de tres días con el estómago vacío: digestión descontrolada que recorría sus piernas a medida que se perdía en el laberinto de pasajes.
José llegó al coma con el aguardiente a los quince años de edad: quiso ir a comprar el cuarto litro del día montado en una bicicleta. Al cruzar la última cruz calle, un carrito lo embistió: voló y cayó y comió mierda, lo resume a veces Balmore, tratando de hacerlo chiste. El accidente destrozó su dentadura (desde entonces era Dendé). Balmore debe gran parte de la reconstrucción y de las demás cirugías: se quebró la cadera y algunos huesos más. La bici, ni hablar. Inició la limpia inconsciente, y funcionó: salió de coma después de varios meses. Aprendió a caminar de nuevo, y salió de alta. Conoció a Celeste después de salir de rehabilitación: semanas después lo contrataron de conserje en un almacén.
El empleo era para saldar las deudas del hospital, pero no dijo la cantidad exacta de su sueldo para poder escaparse con ella los días de pago. Trabajaba de cajera. Fue la primera mujer que le dijo sí a salir en una cita; él fue el primero que se había interesado en ella. Primero salieron al cine. Luego, visitaron cafeterías. Restaurantes y parques. Fueron a la disco. Al tercer mes de salir, llegaron al motel (sin pasar por la farmacia): ambos eran vírgenes. Seis visitas les duró, se les acabó la aventura: venía una criatura en camino. Lo peor es que no podían decir que lo habían disfrutado. Dendé no era un buen amante: Celeste sangró cada una de las veces.
‒Puta, ¿y mi birria? ‒preguntó Balmore. Levantó la vista hacia Bisky y Selastraga (muy detrás de Oz y Ox). Optó por obviarlos.
‒Yon se la tomó.
‒Ese cerote…
‒Aquíiii tu celular y llaves.
‒Había unas monedas… ‒dijo Balmo.
‒No vi cuando las tomó ‒respondió Ox, sorprendido.
‒Solo queríamos que se fuera ‒agregó Oz, tratando de eliminar cualquier tensión emergente.
Después de un silencio breve, pidieron otra ronda. Apareció Chus, con cara de perdido y con el andar de pingüino.
‒Chus, ¿te vas a sacar algo? ‒preguntó Balmo.
‒¿Chorizo querés? –atacó.
‒Ponele, Chusini, ¿qué me das que no me has dado antes? ‒intentó de nuevo.
‒La verga, perro –sentenció Cristo.
‒¿Entonces el culo ya me lo diste? –amagó.
‒Tu madre, pendejo –replicó.
‒¿El hijo de quién te pisa? ‒dijo rapidísimo, pero bien pronunciado.
‒¡Tu puta madre, hijueputa! –reventó Jesús.
Todos rieron, menos él, que caminó hacia Bisky y Selastraga. Balrock los volvió a ver. Apuntaban a Oz y Ox con las armas. Bal se paró sin decir nada, se acercó a Chus:
‒Otras dos bolsas, pero buenas: te doy tres dólares más.
‒Diez más y dentro de media hora te las multiplico ‒propuso Jesucristo.
‒Comé mierda, ¿para qué tanto? – preguntó Bal.
‒No me alcanza para el próximo pedido, aunque venda todo. Pueden darme verga, desaparecerme, si no sigo vendiendo.
Balmore sintió que el tiempo fluía más lento por un momento. Apreció la cara de Jesús: trigueño, ojos cafés claro, cachetes gordos (rojizos) y nariz chata, barbilla redonda y trompa salida. Seguía con cara muerta, aunque con los ojos directos, inyectados y con algunos vasos reventados. Levantó la cabeza para saber qué respondía: Balmo vio que sus fosas nasales estaban tapadas de blanco. Le salían mocos líquidos de estas, que no lo incomodaban. Balmore sintió tristeza, pena y lástima, incluso ganas de llorar al verlo, pero se lo tragó como una cerveza fría:
‒Dame las dos ya y el resto cuando venga lo nuevo. Tomá diez más. No seás tan pendejo, Chus. Te van a agarrar… y sos el que más ha durado y el que no rasca (tanto) los toques. Que no te agarren los juras, santo cerote.
Jesús entró al pasaje corriendo, sin reacción al sermón. Balmore saludó a Selastraga y Bisky, dijo que pidieran otro cigarro cada uno, que él patrocinaba. Vio las armas que tenían: pistolas normales, aunque una con mira láser, la de Selastraga, que se había atorado y estaba tratando de arreglarla al aire libre, sin resultado. Estaba sudando por destrabarla. La gente que pasaba de largo volvía a ver y empezaba a caminar más rápido; las personas que iban con niños los agarraban en sus brazos y salían corriendo. Balmore dijo jaja, los gajes del oficio, ¿verdad? señalándolo y abrió el portón. Volvió y vio que Oz y Ox estaban hablando (seguramente del futuro álbum, tal vez del diablo y sus representaciones en la historia, muy probable que de algún culito) y se perdió en el pasillo de envases.
La primera vez que Celeste llegó, tenía un mes de embarazo. Dendé la presentó como su amiga. Balmore se preguntó si realmente tenía la cara muy así, de pendejo, pero no dijo nada. Fue el año pasado, a inicios de septiembre. En medio del almuerzo (preparado por el mismo D.) se levantó:
‒Mamá, papá, Celeste no solo…
‒Ya lo sabemos‒ lo cortaron ambos.
‒Qué. ¿Cómo?
‒Es la primera que traés: son más que amigos ‒dijo Yoli, sonriendo.
‒Está embarazada… ‒Dijo, con tono bajo, después de un silencio tenso.
»Sus rucos la echaron y sus cosas están afuera.
Yolanda tosió y se tapó la boca para no escupir nada. Balmore, enojado, respiró y se calmó, sin embargo, volvió a enojarse: vio la ola que se venía encima, más las deudas que ya cargaban; pero por otro lado pensó en un bebé. O en una bebé: mucho mejor. Sería su niña, la de sus ojos, y hasta podría dejar de consumir tanta mierda para comprarle todo lo que necesitara. Había que mejorar las condiciones de la casa también: sería el chicle que resiste sin importar cuanto lo estirés, incluso después de masticarlo más de una hora. Todo por esa nena, que también podría influir en su hijo: si esto no lo hace, nada lo va a hacer, pensó.
‒No podemos decir que no cuando no hay donde ir: bienvenida ‒dijo, agarrando a su esposa de la mano.
Dendé no contuvo las lágrimas. Yolanda y Celeste, tampoco. Abrazó a sus padres. Luego, a ella. Salieron por las maletas. Las pusieron en el cuarto. Continuaron comiendo. Al final, hasta la Cerda quedó satisfecha. Se acostaron alrededor de las dos de la mañana tratando de disponer los cuartos para una habitante más: no lo lograron por el espacio. Bal durmió en el sofá, le quedaba pequeño. Ya solitario, tuvo la certeza de que Dendé le daría una nieta: la pensó en sus brazos. La imagen de Oz y Ox nació en su mente: ambos lo miraban mientras cargaban una criatura que no distinguía, y no alcanzaba a ver su rostro. Sintió un temblor. Después, la presencia de algo más, como de un terror leve, pero el cansancio le cerró los ojos y cayó rendido al sueño.
Cuando salió del baño, Chus lo esperaba con las dos bolsas. Balmore las agarró con una leve dilatación de pupilas. Volvió hacia la mesa y encontró a Bisky con un cigarro prendido, en su asiento, frente a Oz y Ox. Caminó hacia ellos.
‒Como les decía, bros, todo al suave, pero nuestro amigo necesita feria. Se las devolveremos en unas horas.
Oz y Ox nunca habían hablado con él. Ya no tenían dinero: tal vez para un par de cholas cada uno. No sabían si esto en realidad estaba pasando.
‒Bisky, ahí voy yo ‒dijo Balmore. Vio a Selastraga: seguía tratando de hacer funcionar el arma, no tenía la mira láser prendida.
‒Sí, solo estoy hablando con mis amigas. Entons, ¿qué? ‒dijo, al poner su pistola en la mesa; ambos trataron de levantarse, pero los detuvo Selastraga a sus espaldas: Balmore no vio cuando se había asomado; Morena, testigo, corrió llorando hacia Memo (Watts), que la abrazó‒. Chus abrió bolsas de la venta, compartió y ahora no alcanza para pedir más. ¡Fue su insidia! Apiádense de él, así como él hizo hace miles de años.
»Dan la bienvenida al diablo. ¿Lo han visto de frente? ¿Ven esta cruz? ‒continuó, sujetando su rosario con sonrisa maliciosa, los ojos medio chinos y rojos nivel rayo láser.
‒Hablamos de eso en nuestras canciones ‒dijo Oz.
‒No le tememos ‒dijo Ox.
‒¿No temen? Hm. ¿Pero van a colaborar? ¿O quieren que los lleve hasta su trono? Los puedo ayudar ‒contestó, empuñando el arma, levantándola de la mesa. Justo en medio de Oz y Ox. Balmore no había dicho nada todo el rato.
‒¡Pendejo! ¡La jura! ‒gritó Jesús.
Balmore se asustó por las bolsas que cargaba. Las escondió en su gorra. Bisky se movió rápidamente a la orilla de la banca y resbaló al tratar de levantarse de esta por las suelas gastadas de sus zapatos y las escupidas de Oz. Botó la pistola y se desarmó en sus partes, que se perdieron en las patas de la mesa y de los presentes. Una de ellas salió rebotando: Balmore posó su pie sobre ella. Vio que Selastraga (con su propia pistola) y Chus se metieron en el seis y se perdieron. El picap de los policías se asomaba por el pasaje doce, a tres cuadras y media. Bisky puso una de sus manos en más saliva (esta vez de Ox) para hacerla de cuadrúpedo: el motor de la patrulla se escuchaba cerca. Iba lento: dentro todos querían divisar un sospechoso, para poder bajarse a revisarlo. Bisky gateó hasta el murito que separaba la tienda del comedor. Llegó y se apoyó de espaldas, moviéndose a la orilla que colinda con el pasaje.
El picap se detuvo al nivel de la mesa: tres policías en la doble cabina, cuatro militares en la cama. Caras de comemierda. Balmore recordó a su futura nieta, pero no pudo sacar su celular porque parecería sospechoso.
La patrulla siguió de paso, siempre lenta, y algunas caras volvieron a ver. Cuando los tres pudieron cobrar un poco de vida, buscaron con la vista a Bisky: ya no estaba. Balmore levantó la pieza y sacó su celular: seis llamadas perdidas.
‒¡Puta! ‒gritó, llamando la atención de Morena y Memo. Puso el pedazo de arma en la mesa.
»Casi nos daban ride ‒dijo, riendo nervioso.
Sin importarle, sacó una bolsita frente a Oz y Ox, perplejos, casi sobrios de nuevo. La abrió. Sacó un tapón de lapicero y formó un volcancito en la punta: fosa nasal izquierda. Hizo lo mismo con la otra. Golpeó la mesa. Dio un trago.
‒Bueno, creo que esta es la verdadera, así que me retiro ‒terminó su birria y se levantó. Solo tenía que dar media vuelta hacia su derecha y empezar a caminar para abajo, después le pagaría a Morena: las prioridades. Revisó si llevaba todo‒. ¿Se quedarán acá sin mí? ‒preguntó a los únicos black de la zona.
‒Él nos cuida.
‒Su manto nos protege.
Se despidió, pensando que, tal vez, solo tal vez, podría ser la última vez que veía a ese par. Después de unos segundos escuchó los gritos de Morena por aprovecharse, pensó, de lo buena persona que era. Gritaba furiosa que le iba a pagar o que ya no iba a ser bienvenido, ni él ni ningún miembro de su familia nacido o por nacer.
Oz recogió las partes restantes de la pistola y trató de armarla: no lo logró. Ox rió. Volvió a ver detrás suyo: ni rastro de aquel trío. Ambos murmuraron algo que solo ellos pudieron entender. Después de tantos años (y vaciles) de conocerse, habían perfeccionado la técnica: acababan de acordar comprar otro par.
Yolanda se dio cuenta que Celeste era inútil para los quehaceres de la casa: no podía lavar ropa o plancharla, ni siquiera tenderla, mucho menos doblarla; no sabía cocinar ni lavar los trastes (los dejaba llenos de jabón), pero Balmore no quería que trabajara, por la niña. No se imaginaba en qué clase de hogar había vivido, sobre todo porque Celeste —ojos miel, boca pequeña, tez trigueña y pelo castaño— pasaba diciendo que su nuevo hogar era más bonito. Le daba un poco de lástima. Tuvo que enseñarle las cosas fáciles, que no requerían tanto esfuerzo: lavar trastes, cocinar platos simples y cotidianos; que recordara dónde iba cada una de las prendas de vestir al doblarlas o ponerlas en gancho y acomodarlas; que conociera cómo estaba arreglada la cocina para que la dejara intacta al usarla; que entendiera qué cosas iban en un cuarto y cuáles en el otro para no perder el tiempo buscándolas, etcétera.
Yoli no había visto a Dendé así en años: tan lleno de vida, tan vacío de alcohol. Celeste lo hacía feliz, o al menos lo llenaba. Hasta parecía menos feo, por eso la tragó como un vodka mezclado con limón, sal, chile y hielo: su trago preferido. Balmo, además, había dejado de tomar todos los días: ahora lo reservaba para los fines de semana. Había un poco más de dinero para las deudas. Se sintió positiva con respecto al futuro de largo plazo de su familia.
Bal llegó a su casa: silencio incómodo. Yolanda abrió llorando y le dijo que no sabía, que hace cinco minutos se puso así, que todo iba bien hasta hace cinco minutos. José, sentado en el sofá, tenía las manos en su rostro. El piso estaba polvoso y lleno de pelos. La casa se sentía vibrante, como si pidiera algo. Balmore caminó hacia el cuarto donde estaba Celeste. Nunca había visto tal cosa: el vientre hinchado presentaba varios moretones y parches verdes. La criatura se movía por dentro. El cubrecama estaba empapado. La madre se movía de un lado a otro, como en trance y entre convulsiones, con mugidos (no de dolor físico, pero sí exaltados). Como queriendo escapar. Balmore no reaccionó por poco más de un cuarto de minuto.
Se metió al baño: un chorro abundante y prolongado. Salió subiéndose la cremallera. Fue a la cocina, se lavó las manos. Caminó hacia Celeste abriendo los brazos para cargarla al decir en alto no sé si me escuchás, pero tenés que ser fuerte porque ambas van a estar acá, felices de la vida, en un par de días. Le dijo a Yolanda que agarrara lo necesario, que no muriera lento o se quedaba y le tocaría bus. Yoli ya tenía dos maletas listas. Salió detrás de su esposo. José reaccionó al no escucharlos más, se limpió las lágrimas del rostro y le dijo a Cerda que cuidara la casa [sic] al cerrar la puerta.
El primer domingo de febrero del presente año habían terminado de comer. Celeste llevaba aproximadamente cinco meses viviendo con ellos: no extrañaba su casa en absoluto. Lavaba los platos del almuerzo. Estaban viendo una comedia romántica en la sala. Balmore se recostó en el suelo y fue el primero en caer. Yolanda estaba en el sillón tomándose la tercera cerveza. Cabeceaba. Dendé había salido al mercado por un antojo de su embarazo. Oz y Ox todavía seguían comiendo porque habían llegado pasadas las cuatro. Donos, Caquita y Lucho seguían sin despertar, en sus casas.
Terminaron la sopa: le entraron a la carne. Terminó la película y no la entendieron. Cuando limpiaron el plato, Oz miró a Ox; este, a su vez, volvió a ver hacia Celeste, que no se daba cuenta de nada. Regresó la mirada: hicieron un serio largo entre ellos. Sonrieron a la vez. Se pusieron de pie con los platos de un salto. Los llevaron a la cocina:
‒Aquí están estos ‒dijo Oz, con los platos de ambos, a la par suya.
‒Gracias ‒ y sin terminarlo de decir sintió unas manos heladas en su barriga. Eran las de Ox, detrás suyo.
Inmediatamente, Oz le tapó la boca para que no gritara o dijera algo, y empezó a susurrar en su oído algo que no entendía cómo la relajaba, y sin darse cuenta la inmovilizaba. Balmo y Yolanda: momias. La Cerda, por gusto.
‒¿Cuánto tiene? Dilo con los dedos ‒dijo Oz, con vos ronca y profunda.
Celeste empezó a llorar. Por miedo a lo desconocido. No quería ejercer fuerza porque podían lastimarlas. Sintió que los dedos de Ox realizaban una danza misteriosa en su vientre: parecido a un manto con electricidad estática, como una vibración macabra que provenía desde lo más profundo del suelo y oscurecía por completo su corazón, pero que la reconfortaba al inicio. Escuchó provenir, de la boca de ambos, lenguas que no entendió, cosas ya no sonaban tan relajadoras. La angustiaron, desesperaron y aterraron. Sin querer y sin control de su brazos y manos, levantó seis dedos frente a Oz.
‒Qué conveniente para el festín ‒dijo sonriendo, y Celeste no vio o recordó nada más después de caer desmayada en los brazos de Ox.
Balmore pitó a José para que se apresurara. Solo él faltaba. Se subió atrás, con Yolanda. Celeste era copiloto, con el asiento reclinado, que ya llenaba de líquidos. B. volvió a verla sin saber qué pensar. El carro no arrancaba. Las contracciones eran más continuas. Aparecieron espasmos leves en las piernas, que estiraba y doblaba. Llegó el punto en que la actitud del carro le pareció insolente a Balmo, y, con toda su fuerza golpeó el timón con un grito. El carro encendió. Balmore metió la pierna más de lo debido.
En la cúspide de la cuesta, vio la tienda, pero nadie en el despacho: ni Morena ni su novio. El carro avanzó veloz entre los coches. Balmo divisó a Oz sentado en la mesa. Bisky estaba en su puesto de nuevo: tenía un arma sobre la oreja de Oz y con la otra mano lo sujetaba del cuello. De no haber visto la pistola habría pensado que se iban a besar. Selastraga estaba detrás, frente al portón, luchaba con su arma, con la mira láser encendida. Su postura era semejante a la del minigolf, pero sin saber cómo agarrar el palo. Una camioneta se aproximaba a la curva: Bal debía dejarla pasar primero. Chus corrió el pasador y abrió el portón para entrar al baño.
Volvió a experimentar que el tiempo transcurría lento: el láser apuntó desde el suelo hasta la calle cuando se escuchó una ráfaga de tres disparos. Selastraga saltó y se sujetó el cuello con ambas manos y la boca abierta, soltó el arma. Arqueó su espalda. Aquella cayó al suelo solo para disparar de nuevo. La camioneta, frente a la tienda, derrapó después de que una bala quebrara el parabrisas y, otra, perforara una de sus llantas. Balmore frenó. Yolanda gritó al ver que la camioneta perdía el control y se aproximaba hacia ellos. Memo apareció y cerró las hojas del despacho del negocio de golpe, no sin antes ver que en la mesa Bisky, Oz y Ox no se habían movido en absoluto. José dijo algo que nadie entendió. La camioneta volcó en el último tramo de la curva. Bisky y Oz se miraban fijamente. Balmore retrocedió con todo lo que pudo. Se escuchó otro disparo, de la otra pistola: reviró en el techo. Morena gritó. Oz cayó al suelo con las manos en la oreja izquierda. Ox se tiró encima de Bisky, botó lo que había en la mesa, y cayeron al suelo. Balmore retrocedió más, hasta donde la camioneta lo alcanzó y chocó de lleno.
Dieron un par de vueltas sobre su eje antes de estrellarse con uno de los carros estacionados. La bolsa de aire hizo que Balmore se golpeara la cabeza. Yolanda y José pudieron reaccionar no más allá de unos gritos. El motor continuaba encendido. La ventana de Celeste estaba quebrada. Sus piernas salían por esta. Al inicio, B. solo escuchó un silbido en ambos oídos. No veía nada: soportaba el dolor con los ojos cerrados.
Los abrió en medio del humo denso que se colaba dentro, con la camioneta casi encima de ellos: vio dos piernas largas y borrosas en forma de V, tiesas y estiradas. La luz del Sol lo ofendió. Una figura empezó a emerger, a ascender frente a él: una sombra a contraluz, con silueta humana, pero levemente más grande y desarrollada que una bebé recién nacida. Sintió una agitación, una vibración dentro del carro. De la mollera de la criatura sobresalían dos protuberancias. Celeste soltó un grito, un suspiro. Su cuerpo agarró un tono pálido de muerto. La sombra desapareció del marco de las piernas y de la vista de Balrock, perdiéndose y avanzando en la nube de humo, entre los rayos y sirenas que se aproximaban. Yolanda, con sangre en la frente y la lengua partida a la mitad por el choque, balbuceaba:
‒Balmoggg, Bal-dog, Bal-rog, ¡Balrog! ‒que fueron los últimos gritos que su esposo escuchó antes de quedar inconsciente por completo, víctima de la gran oscuridad.
*LUIS CONTRERAS (SAN SALVADOR, 1995) ES ESTUDIANTE UNIVERSITARIO DE ÚLTIMO AÑO. VAGO, LECTOR Y NARRADOR.